Ahogados (Retales de la Historia - 40)

Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 15 de enero de 2012).

 

           No cabe la menor duda de que Santa Cruz nació al amparo del puerto, que fue su razón de ser. El puerto lo era todo: su actividad, su comercio, su trabajo, su única conexión con el resto del mundo… En una palabra: su vida.

           Hoy, el puerto, por mor de los protocolos de seguridad y de algunos otros factores que no llegamos a entender, en realidad ha quedado marginado, con sus restricciones de acceso y las barreras urbanísticas establecidas, del común de los ciudadanos. O tal vez habría que decir que es al ciudadano al que se le ha marginado. Lo vemos ahí mismo, pero está más distante que nunca, puede decirse que fuera de nuestro escenario vital cotidiano. Hasta hace unos cuantos años todo era diferente y la vida transcurría en, con, por y sobre el puerto. Incluso, en nuestra infancia, nuestros padres nos llevaban por el paseo alto del dique Sur a ver los barcos y el duro faenar de los trabajadores de la carga blanca, que en medio de lo que parecía un desordenado tráfago de camiones y obreros, apilaban sacos y mercancías en auténticas montañas. Por la escala de los navíos bajaban a tierra pasajeros de exóticas procedencias, con no menos exóticos atuendos, que quedaban engullidos por la algarabía de los vendedores portuarios que les ofrecían sus productos: tabaco, plátanos, calados, bebidas… Para la mente infantil era un espectáculo increíble.

          Pero al principio, en el puerto de Santa Cruz, no existían muelles, ni camiones, ni maquinaria. Como consecuencia, no debe sorprendernos que en el diario faenar de las gentes en los precarios embarcaderos de la histórica Caleta de Blas Díaz, construidos a base de piedra, argamasa, tablones y, en no menor proporción esfuerzo y sudor de los vecinos, se produjeran frecuentes accidentes en las duras tareas de la carga y descarga de mercancías o embarque y desembarque de pasajeros o marineros. Es cierto que en Santa Cruz, como en cualquier otra parte, se podía morir de muchas maneras, pero no es menos cierto que morir por ahogamiento en las aguas de su bahía no era de las menos frecuentes, lo que no debe extrañarnos en un puerto de mar. Así se evidencia por los registros de defunciones y enterramientos de la iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Concepción, según recopilación debida a Sanz de Magallanes.

          El primer caso que se cita es el de un francés llamado Juan Patilla, en 1679, que se ahogó en un navío que había llegado de Saint Malo, llamado Nuestra Señora de los Ángeles. Posiblemente debió hundirse la lancha que los transportaba a tierra, pues al día siguiente se procedió al enterramiento del cirujano de a bordo y de dos marineros del mismo barco, todos ahogados. Un año más tarde muere por la misma causa un Juan Perdomo y, poco después Francisco Palenzuela y un esclavo del marqués de Torrehermosa, llamado Antonio, que se ahogaron por el hundimiento de una urca. En 1693, un irlandés conocido por Andrés tuvo el mismo fin.

          En una ocasión la muerte no sobrevino por ahogamiento, pero se produjo en la lancha que lo transportaba desde el navío. Es el caso de Manuel González, portugués, marinero del barco de Sebastián Herrera El Bobón, al que, según anotación registrada, "lo mataron en la lancha de dicho navío". En 1713 se ahogaron cinco hombres al zozobrar la lancha del navío de Santiago Abreu y, pocos años después, un tal Juan de Agache del que se anota que "murió ahogado en la Caleta". A veces queda constancia de la perspicacia del encargado del registro de defunciones, como en el caso de un fallecido que dice ser "un francés que no se supo quién era ni de dónde". En 1732 hay constancia de un irlandés, "no se supo su nombre", que se ahogó al caer de un navío y, el año siguiente, tres soldados de recluta que "estaban a bordo del navío de la papa", y un tal Manuel Rodríguez del que sólo se sabe que murió ahogado.

          Se cuentan también abundantes casos de golpes y caídas al embarcar o desembarcar, operación que podía entrañar peligro según el estado de la mar. Poco después hay cinco ahogados más por caídas desde navíos anclados en la bahía, pero llama la atención el caso de Nicolás Silvestre de Roxas, en 1757, que no se ahogó en el mar, sino "en el barranco del Valle del Bufadero", lo que viene a confirmar el caudal de los torrentes de esta zona de Anaga. Otros casos curiosos, ahogados o no, son los de Antonio de Sosa, que "apareció muerto en el Charco de la Casona", y el de María del Carmen León, "hallada muerta dentro de las norias".

          También encontramos un ahogamiento “en seco”, si se nos permite la expresión, como fue el sufrido por Clara Francisca Viera, conocida como "la Colorada", que de acuerdo con su apodo "murió del ahogo que padecía".

          En 1775 hay siete casos de ahogamiento, y causan especial dolor los de los más jóvenes: un recluta de 24 años, un muchacho de 20, una niña de 9 y un niño de 2.