Arde Santa Cruz (1) (Retales de la Historia - 36)

Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 11 de diciembre de 2011)

 

          Piedra, barro, cal y madera,… generalmente de resinosa tea.

         Estos fueron los elementales materiales constructivos con los que se levantó Santa Cruz desde los mismos cimientos de su historia, los que estaban más a mano y representaban un menor costo. Entre ellos, la madera no sólo era el material necesario para los huecos -puertas, ventanas, celosías-, las techumbres o cubiertas, solados y pavimentos, y para el mobiliario doméstico, sino que generalmente era el único combustible para el hogar y su llama era el más socorrido sistema de iluminación. Tal cúmulo de circunstancias, equiparaban al conglomerado urbano con una bomba de espoleta retardada a la espera de una casual o imprudente chispa que provocara la tragedia.

          Así ocurrió en 1652, cuando el descuido de un sacristán que arrimó una lámpara al velo del altar motivó que se prendiera fuego y se arruinara totalmente la iglesia parroquial, entonces modesto templo de una sola nave. El alcalde, Domingo González Francés, y el beneficiado, Luis González Girola, pidieron ayuda al Cabildo para su reedificación, pero sólo lograron que se les cediera alguna madera labrada que había en Arico, resto de la enviada a Canaria para reedificar la Audiencia después de haber sido incendiada por los holandeses. No obstante, con limosnas de los vecinos, inmediatamente se inició la construcción de un nuevo templo de tres naves, que se levantó en un tiempo record, teniendo en cuenta las limitadas posibilidades de la población en aquella época. Las ampliaciones realizadas a través de los años vinieron a configurar la actual parroquia matriz.

          Años más tarde, en 1727, un nuevo incendio arrasó las casas situadas al inicio de la calle de la Caleta, en una de las cuales estaban establecidas las oficinas de la Real Aduana, quedando destruidos sus almacenes y demás dependencias y perdidos los caudales. El siniestro llevó al comandante general Andrés Bonito Pignatelli a construir, en 1743, un nuevo edificio junto a la Caleta de Blas Díaz, y así resultó cambiado el antiguo y popular nombre por el de Caleta de la Aduana. Este nuevo edificio no sucumbió por efecto de las llamas sino por la “piqueta del progreso”, y en su solar se levanta hoy la oficina de Correos.

          Es evidente que Santa Cruz era una presa propicia para el destructor fuego, circunstancia que en algún caso llegó a alertar sobre la conveniencia de poseer inmuebles en su solar por aquellos años, llegando algunos a recomendar sustituirlos por otro tipo de "bienes frutíferos que dieran más utilidad a sus poseedores, quitando al mismo tiempo el peligro de perderlo en algún incendio como á acontecido repetidas veces en dhº. Lugar". Así se estipulaba en el testamento de un famoso personaje, Amaro Rodríguez Felipe, más conocido como “Amaro Pargo”, en 1746. Ello da idea del estado de inseguridad en que se vivía por la frecuencia de los incendios.

          Pero el fuego no sólo era motivo directo de pérdidas materiales dentro de la población. En ocasiones, sin que mediaran daños en sus casas y calles, podía causar también males mayores a los ciudadanos. Así ocurrió en agosto de 1780 por un violentísimo incendio en Monte Aguirre, donde nacían las aguas que daban de beber a los habitantes del puerto. El fuego comenzó el día 22 y a pesar de que se movilizaron varias compañías de los regimientos de Güímar y La Orotava, se reclutaron paisanos y acudieron 200 hombres de Santa Cruz mandados por Pedro Higueras, nada se pudo hacer para dominarlo, e Higueras llegó a decir que para sofocarlo sólo se podía contar con "el Poder de Dios". Se fue extinguiendo por si solo, hasta que las lluvias aparecidas el 6 de septiembre contribuyeron a su finalización. Pero el mal ya estaba hecho y, al desaparecer gran parte del monte se vieron afectadas, en palabras de Lope Antonio de la Guerra, "cosas tan inexcusables como el fuego y el agua". Es decir que no sólo se podían secar los nacientes de las aguas, sino que, al perderse el monte tampoco se dispondría de combustible para hacer fuego. Fue por este tiempo, posiblemente como consecuencia de lo ocurrido, cuando Santa Cruz nombra por primera vez a un "diputado de Incendio y Agua", cargo que recayó en el regidor Nicolás González Sopranis, que más tarde sería alcalde en tres ocasiones.

          Llega 1784, año aciago para Santa Cruz, que comienza con un terrible huracán  del suroeste que hace zozobrar en su bahía a catorce embarcaciones. Una de ellas, una goleta, a lomo de las olas rebasó la muralla de la marina y quedó en seco en la huerta llamada de Ventoso, según nos cuenta Francisco María de León. Los daños en la población fueron enormes, pero aún no había llegado lo peor en este año.

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