Las Guerras de Melilla (I - 1893)

Pronunciada por Emilio Abad Ripoll (Universidad de Las Palmas, 30 de septiembre de 2010).

I - 1893

 

GENERALIDADES

          Iniciamos ahora este nuevo ciclo del Aula de Estudios General Ignacio Pérez Galdós, en la presente edición dedicado a recordar las Campañas de Marruecos, es decir, en palabras del Coronel Saro Gandarillas pronunciadas en Sevilla en las III Jornadas de Historia Militar (1996), “los hechos militares ocurridos en la zona del territorio magrebí cercana a nuestra Península”. Como el mismo autor señala, aquellos hechos tuvieron lugar bien por incidentes con las cábilas cercanas, bien derivados de los acuerdos firmados con el propio Marruecos o con Francia, y yo añado, o por ambas circunstancias a la vez.

          Este es el caso de la primera de las guerras (quizás sea demasiado exagerado llamarla “guerra”, pues en realidad fue una breve campaña, pero el haber pasado a la historia como la “guerra de Margallo” me lleva a titularla así), la de 1893, pues veremos que se entremezclan la oposición rifeña a un acuerdo y los sempiternos choques de los melillenses y su guarnición con sus vecinos. Y algo parecido podría decirse en sus orígenes de la de 1909, como veremos a partir de ahora.

          Hemos acordado, en beneficio de su paciencia y sus posaderas, dividir mi intervención en dos partes. En la primera hablaré de la campaña de 1893, pequeña desde la perspectiva histórico-militar, pero importante para Melilla por las consecuencias que trajo; y en la segunda lo haré de otra, más relevante desde el punto de vista castrense, y de gran resonancia a escala nacional, la de 1909. Y entre ambas intervenciones, disfrutaremos de una separación temporal de 10 minutos para estirar piernas y, alguno, fumar un cigarrillo, separando con un ratito de esta tarde lo que entonces fueron 16 años.

 

LA  GUERRA  DE  1893  O  “DE  MARGALLO”

Los antecedentes

          El pasado año, la Cátedra General Gutiérrez, de colaboración entre el Mando de Canarias y su Centro de Historia y Cultura Militar con la Universidad de La Laguna, desarrolló un ciclo en el que se trató en profundidad el tema de la preponderancia militar en el gobierno de la nación en buena parte del siglo XIX. Como era lógico, en él se habló también de las intervenciones militares en el exterior, especialmente en el período de gobierno del santacrucero general don Leopoldo O’Donnell y Joris, destacando entre esas intervenciones la que se llamó la Guerra de Marruecos de 1859.

          Para muchos fue aquella una “guerra grande”, complementada por una “paz pequeña”; pero si a escala nacional podía ser cierta la sentencia, no lo era tanto para Melilla, que vería por fin definidos, en acuerdo a que se llegó con el Sultán de Marruecos unos límites mucho más amplios que los que significaban sus murallas y sus cuatro recintos fortificados.

          Melilla hacía muchas décadas que vivía casi abandonada por la metrópoli. Todavía en tiempos de los Austrias, cuando terminaba el XVII, ya estuvo a punto de perderse, pero las circunstancias no habían mejorado, más bien al contrario, con la llegada de los Borbones. Las turbulencias políticas de nuestro siglo XIX agravaron la situación, y a lo largo de esta centuria las plazas del norte de África estuvieron sujetas a la presión continua de los fronterizos y a una política de abandono casi total por parte de los sucesivos gobiernos españoles. La mayoría de la población civil de Melilla, que en 1844 apenas superaba los 200 habitantes, vivía concentrada en el primer recinto, en una superficie que no es superior a la de medio campo de fútbol.

          Se acordó en el Tratado de Tetuán de octubre de 1860 que los límites de Melilla se definirían tomando como base el alcance de un cañón “de a 24”, disparando con carga máxima y con el mayor ángulo de elevación que permitiera el montaje.

          Pero empezaron enseguida las dificultades, pues los rifeños que tenían sus casas y huertas en la zona que previsiblemente pasaría a ser de soberanía española,  se negaron terminante y violentamente a obedecer las órdenes de un Sultán que, sobre ellos, prácticamente no ejercía la menor autoridad. Tras muchos incidentes, y de idas y venidas de las comisiones española y marroquí que debían dar fe de las mediciones,  por fin el 14 de junio de 1862, desde el fuerte de Victoria Chica, un cañón llamado “El Caminante” hizo dos disparos, despojado incluso del tornillo de puntería en elevación para conseguir el mayor ángulo posible. Se tomó como base para el resto de las mediciones el embudo de menor alcance (en una muestra de buena voluntad por parte española), que resultó encontrarse a 2.900 metros del punto origen de fuego, clavándose en él una estaca que luego sería el hito o muga número XII.

          Esa distancia se tomó como radio medio de un semicírculo aproximado que definió un total de 12,3 kilómetros cuadrados como superficie de soberanía española, con dos entrantes, uno por la existencia de una mezquita y el otro por la de un cementerio en el que estaba enterrado un santón local, que quedaban en territorio marroquí, en una segunda muestra de caballerosidad por nuestra parte.

          Sobre este segundo entrante quiero que fijen su recuerdo, porque va a jugar un papel importante en el inicio de las hostilidades de la guerra de Margallo.

          Estamos hablando de 1862, pero aún tuvieron que pasar muchos años para que el dominio español sobre aquellos 12,3 kilómetros cuadrados fuese efectivo. Si uno lee una obra titulada Datos para la historia de Melilla, escrita al inicio del siglo XX por el Comandante don Gabriel de Morales, se sorprende ante las claras muestras de debilidad de la política española, de todos nuestros gobiernos, fuesen del signo que fuesen, ante Marruecos, cuando se trataba de hacer respetar lo acordado en 1860. Así iban a transcurrir 25 años antes de que se empezara a hacer realidad el dominio, pues en ese tiempo los fronterizos habían seguido cultivando los que fueron sus campos, pastoreando sus ganados y atacando con enorme frecuencia a personas, civiles y militares que intentaban cazar, pescar o pasear dentro de los que ya eran nuestros límites. En el citado libro de Gabriel de Morales podemos leer: “Los fronterizos respetaron al principio nuestro territorio; y  luego lo violaron una y otra vez cuando se convencieron de que podían hacerlo impunemente.”

          El dominio se iba a empezar a hacer realidad cuando, tras el desvío del Río de Oro, se comenzaran a construir fuertes y los melillenses, bajo su amparo, se atrevieran a  asentarse en el campo exterior (bien que en un principio lejos de las murallas para no interferir la acción defensiva que fuese necesaria). Vamos a hablar un poco de esos fuertes melillenses, muchos de ellos hoy desaparecidos.

          El primer plan de defensa de la nueva Melilla recién delimitada fue diseñado en 1864 por el ingeniero militar Francisco de Arajol, pero muy pronto otro ingeniero militar, Francisco Roldán y Vizcaíno, entre 1865 y 1867, redactaba un nuevo plan en el que se proponía defender el territorio mediante la construcción de una serie de torres avanzadas, levantadas cerca de los límites de la frontera, que formarían un cinturón defensivo exterior. A partir de 1881 empezaba a plasmarse en el terreno el plan de Roldán con el levantamiento de los tres primeros fuertes: San Lorenzo (1881-83), Camellos (1883-84) y Cabrerizas Bajas (1884-86), todos de forma circular.

          A finales de la década los trabajos continuaron bajo la dirección de un nuevo ingeniero militar, Eligio Souza y Fernández de la Maza, construyéndose los de Rostrogordo (1888-1890) y Cabrerizas Altas (1890-93), ambos pentagonales, y el reducto de San Francisco, iniciado y concluido en los mismos años que el último citado.

          Y volvamos al verano de 1893. Existían ya los fuertes de San Lorenzo,  Camellos, Cabrerizas Bajas y Rostrogordo, y estaba casi acabado Cabrerizas Altas. La guarnición ahora, apoyada en los fuertes, no se veía precisada a rechazar los continuos ataques dentro de nuestro territorio, que se extendía ya casi a 3 kilómetros de las murallas, aunque las provocaciones fronterizas seguían siendo constantes. En 1891 había habido incluso que replantear la ubicación de las mugas, procediéndose a la colocación de mojones permanentes que señalizaran los límites de nuestra jurisdicción. Pese a todos los pesares, la ciudad nueva empezaba a nacer. Ya había aparecido, desde 1889, el barrio del Polígono, habitado mayoritariamente por judíos sefardíes procedentes de Tetuán, a los que luego se unirían otros hebreos expulsados de las cabilas vecinas; y también ha crecido el del Mantelete, a pie de las murallas En los años transcurridos desde la década de los 60, ante la nueva situación, la población había ido aumentando paulatinamente, y en 1891 se había multiplicado por diez con respecto a 1844. Son ahora casi 2.000 los melillenses civiles, muy pocos de los cuales iban a seguir viviendo dentro del recinto amurallado, en Melilla la Vieja.

          Por lo que se refiere a efectivos, la guarnición de Melilla se reducía al Regimiento de África y el Batallón Disciplinario, así como bastantes, y anticuadas, piezas de artillería de plaza, una Sección de la Guardia Civil y la Compañía de Mar.

Los primeros incidentes graves

        Los rumores sobre la inmediata puesta en marcha de trabajos para la construcción del fuerte de Sidi Guariach Alto (que luego conoceremos como el de la Purísima Concepción) soliviantaron a los fronterizos, ya que se encontraba muy cerca de un morabito y un cementerio musulmanes.

         El Bajá marroquí de la zona se entrevistó con el Comandante General de Melilla, el General don Juan García Margallo, (que esperaba en breve la llegada de su sucesor para entregarle el mando de la Plaza) abogando por la no construcción del recinto defensivo, pero nuestro General dio largas al asunto prometiendo comunicar la solicitud de las cábilas a Madrid.

         A lo largo del verano, la tensión siguió aumentando y alcanzó un alto nivel con la violación y asesinato de un joven español el 23 de agosto y otro incidente similar, ahora con una mujer, que resultó gravemente herida, seis días después.

         El 28 de septiembre unas cuadrillas de soldados, obreros y penados comenzaban las obras; pero al retirarse a la Plaza al concluir la jornada, lo poco levantado fue destruido por los moros. Sucedió exactamente igual el día siguiente, por lo que el General Margallo decidió enviar una fuerza constituida por 2 oficiales y 40 de tropa con la misión de proteger a los trabajadores durante el día y evitar la destrucción de lo levantado por la noche.

         No hubo novedad digna de mención los días 30 de septiembre y 1 de octubre, pero al amanecer del día 2, una muchedumbre de moros, en número no inferior a 1.000, pues era día de zoco en el vecino poblado de Farhana, hizo fuego contra los obreros y los soldados, quienes se parapetaron tras los incipientes muros del fuerte, que apenas alcanzaba el metro de altura.

         Informado de la situación, el General Margallo, al frente de unos 500 hombres (que era prácticamente toda la fuerza con que contaba) se dirigió al Fuerte Camellos para apoyar el repliegue de los de Sidi Guariach. Por la tarde y tras unas horas de intenso fuego, la pequeña guarnición y los trabajadores alcanzaban Camellos, aunque sufriendo la pérdida de más de una docena de hombres, entre muertos y heridos que quedaron en poder de los moros. Éstos, los heridos, sufrieron mutilaciones y una cruel muerte y todos los cadáveres fueron salvajemente profanados, como se comprobó al recoger sus restos el día 3, al ser canjeados por 13 fronterizos que habían sido retenidos en el interior de la Plaza.

          Margallo puso inmediatamente en conocimiento del Gobierno los hechos y solicitó el envío urgente de refuerzos. Al mismo tiempo, nuestro representante ante el Sultán Muley Hassan, que residía en Tánger, elevó a éste una enérgica protesta en nombre de nuestra Reina Regente. También comunicó lo sucedido a los representantes de las potencias europeas en Tánger (Francia, Inglaterra, Italia y Alemania), quienes aconsejaron a nuestro Embajador que España castigase a las cábilas fronterizas, pero sin declarar la guerra al Imperio marroquí. España advirtió que era posible que se viese obligada a invadir territorio marroquí.

          A lo largo de las siguientes semanas se fue produciendo un lento refuerzo de las Unidades de la guarnición, aunque la situación era muy peligrosa.

          Los cronistas de la época se quejaban de que en 25 días sólo habían llegado a la Plaza 5 Batallones de Infantería, 3 Baterías y 1 Compañía de Zapadores, pero también es cierto que había sido el propio General Margallo quien había aconsejado al Gobierno que los refuerzos no fueran muy numerosos ni su llegada demasiado rápida, pues preveía el riesgo de colapso en el reducido espacio disponible para acantonamientos.

          Con la llegada de las Unidades del día 8 (al frente de las cuales venía el General Ortega) se habían sobrepasado ya las posibilidades de espacio y de material; y la situación se agravó en los días sucesivos. Faltaba casi de todo, no había tiendas de campaña suficientes, ni barracones, ni materiales para construirlos, pero el principal problema era el de la tremenda escasez de agua.

          A partir del día 15 se dio la orden de retardar la llegada de más Unidades y Margallo, forzado por las circunstancias, debió hacer sus planes contando con algo menos de 3.000 hombres frente a los más de 8.000 que se calculaba tenía el más que posible enemigo.

          Seguían las provocaciones; los rifeños cavaban trincheras muy dentro de nuestro territorio y el Conde de Venadito, un crucero enviado por el Gobierno en apoyo de las fuerzas terrestres debió hacer fuego con sus piezas de 120 sobre los cabileños que se habían acercado peligrosamente por el sur de la Plaza. Cuando las circunstancias empeoren el Gobierno mandará también a toda máquina a aquellas aguas a otros 3 pequeños cruceros: el Alfonso XII y los gemelos Isla de Luzón e Isla de Cuba, y algunos otros navíos de menor porte.

El conflicto

          Hemos visto que a lo largo de aquel mes de octubre de 1893 habían ido llegando fuerzas, que, con las dificultades también expresadas, fueron ocupándose de conocer el terreno, mejorar su instrucción y cavar trincheras en las proximidades de los fuertes para facilitar la defensa, sin que, por otra parte, pudieran acercarse ni a 500 metros del previsto emplazamiento del fuerte de Sidi Alto, el del origen del conflicto, que había sido totalmente desmantelado por los moros, que ocupaban gran parte de los 12 kilómetros cuadrados de superficie que nos correspondían legalmente.

          Las semanas pasaron en medio de una tensa calma que bien pronto iba a saltar por los aires. El día 27 de octubre el General Margallo encabezó una pequeña columna compuesta por una Sección de Tiradores Mauser, otra de Caballería y una Batería de Montaña que debían dar protección a obreros e ingenieros que pensaban mejorar las condiciones defensivas del Fuerte de Camellos. Apenas cruzado el cauce del Río de Oro, en su camino hacia el oeste, detectaron que en las primeras estribaciones del Gurugú numerosos grupos de rifeños, a pie y a caballo, parecían mostrar intenciones hostiles. La Sección de Mauser sobrepasó Camellos para proteger mejor la realización de los trabajos. A mediodía, la concentración rifeña, ya a menos de 1 kilómetro de nuestros soldados, hizo comprender al General el peligro que corrían sus menguadas fuerzas, por lo que, telefónicamente, ordenó que los Cazadores de Cuba se trasladaran lo más rápidamente posible a la zona del Fuerte Camellos, lo que se ejecutó con orden y presteza.

          A las 15:30 se oyeron disparos hacia el norte, en la zona de Cabrerizas Altas, y, de inmediato, los indígenas, situados ya a unos 600 metros del Fuerte de Camellos rompieron el fuego contra los nuestros. La Batería de Artillería rápidamente efectuó varias descargas con proyectiles de metralla que causaron un efecto inmediato, alejándose algo los atacantes. Sin embargo, a las 16:00 toda la frontera era un volcán.

          Al avanzar la tarde, Margallo dio la orden de que todas las Unidades regresaran a la Plaza, lo que se empezó a efectuar con orden en la zona de Camellos, pero no así en la del norte, pues se observaba mucho fuego y movimiento de partidas enemigas en una línea que iba desde Cabrerizas Bajas a Rostrogordo y hacia el oeste.

          El General Ortega, pensando que Margallo estaba algo alejado de la zona que se estaba convirtiendo en el centro de gravedad del combate, salió con su Estado Mayor hacia Rostrogordo para hacerse cargo de las fuerzas que se encontraban en aquella parte.

          Poco tiempo después, el General Margallo -que desconocía que Ortega ya se había desplazado hacia el norte- decidió hacer lo propio, y acompañado de seis Oficiales de su Estado Mayor y su Ayudante descendieron al galope el cerro de Camellos, repasaron el Río de Oro y por San Francisco y Cabrerizas Bajas se dirigieron hacia el llano de Rostrogordo. Enseguida se percataron de la mala situación en que parecía encontrarse el fuerte de Cabrerizas Altas, asediado por un gran número de enemigos, a los que se iban uniendo los que atacaron Camellos, alejados por el eficaz fuego de la Batería de Montaña.

          Ordenó Margallo que el Batallón Disciplinario, acantonado en la zona del Mantelete, y los Cazadores de Cuba, que descendían de Camellos, atacasen las trincheras enemigas para aliviar la presión sobre el fuerte, pero aunque en los primeros momentos les pareció sonreír el éxito, luego hubieron de replegarse otra vez hacia la Plaza y el Barrio del Polígono respectivamente. El lugar en que se vieron frenados sería conocido por los melillenses, a partir de aquel día, como la Cañada de la Muerte. Ante la precaria situación, las fuerzas que protegían los trabajos en Cabrerizas Altas decidieron acogerse a la protección del fuerte, mientras que Margallo y su grupo hicieron lo mismo, al galope, y no sin que tres de los caballos resultasen alcanzados por las balas rifeñas. Y en el interior del fuerte se encontraron los dos Generales, pues Ortega se había desplazado desde Rostrogordo.

          Caía la tarde de aquel trágico 27 de octubre. La situación en Cabrerizas Altas era difícil, y no existía la posibilidad de hacer una salida, pues el enemigo, bien atrincherado, (ocupando incluso las trincheras excavadas por nuestros soldados como primera protección del fuerte apenas a 25 metros de sus muros) hacía fuego a placer sobre la fortaleza, y por aspilleras y troneras entraban zumbando continuamente las balas. La línea telefónica había sido cortada, por lo que el General en Jefe no podía siquiera comunicarse con la Plaza. No había agua y se ordenó reservar la última barrica para aliviar a los heridos; y la cena consistió en medio chusco por hombre.

          Por el sur los fronterizos avanzaron hasta bien dentro de nuestro territorio, pero de nuevo el Conde de Venadito los batió con el fuego de sus piezas y desde San Lorenzo ayudaron a rechazarlos.

          Afortunadamente en la vieja ciudadela de Melilla había un hombre decidido, el Coronel Caselles, quien, en ausencia de los dos Generales, tomó el mando, convocó reunión de Oficiales y comenzó a preparar un convoy para que saliera con las primeras luces del día siguiente, pues suponía que la situación, especialmente en los fuertes del norte, debía ser muy grave.

          Y llegó la noche del 27 de octubre. Una vez más, Melilla iba a vivir una de las muchas malas noches de su historia. En los fuertes y en la Plaza, en Melilla la Vieja, las Unidades velaban, cuidaban los heridos, y se preparaban para vivir un día que todos sabían que iba a ser definitivo.

          Con el amanecer del día 28 el enemigo arreció su fuego; por nuestra parte escaseaban las municiones de fusilería y las cargas de cañón. Margallo, necesitando comunicar la situación a la Plaza, solicitó un voluntario, y entre los que se presentaron escogió al Capitán Picasso, de su Estado Mayor. Este oficial, años después, ya de General, será el encargado de redactar el famoso Informe que llevó su nombre para depurar responsabilidades por el Desastre de Annual. Se abrió por unos momentos la puerta del fuerte y por ella salieron al galope, frente a las bocas de los fusiles moros, Picasso y dos batidores de Caballería, que se perdieron en dirección norte cubiertos por el fuego de una Sección del Borbón.

          Aumentó el furor de los indígenas y apareció la lluvia. Y, en la distancia, los observadores vieron a Picasso y sus dos compañeros atravesar las puertas de Rostrogordo. Nueva salida a cargo de dos Secciones, una de cada Regimiento, Borbón y Extremadura, que se enzarzaron con los moros, en medio de un diluvio, en un feroz combate en la meseta del fuerte, en un intento de aliviar la presión que volvió a ser inútil.

          Se vio ahora como un jinete solitario, Picasso, salía a todo galope de Rostrogordo en dirección a la Plaza. Decayeron los ánimos: también debía estar cortada la línea telefónica entre ambos puntos.

          En la Plaza, Caselles aceleraba los preparativos para la salida del convoy, intuyendo la desesperada situación que se vivía apenas 3 kilómetros hacia el norte. La llegada de Picasso confirmó los malos augurios. Durante la noche había reunido todos los carros disponibles, un total de 17, que cargados hasta los topes con agua, víveres, medicinas y municiones, emprendía la marcha a las 9 de la mañana. El número de hombres encargado de hacerlo llegar a los sitiados rondaba los 1.900.

          Apenas los primeros carros a la altura de Santiago ya empezó el hostigamiento, aunque se consiguió llegar con tan sólo unos heridos a Cabrerizas Bajas. A partir de aquí se sufrió una verdadera lluvia de plomo en el recorrido hacia Cabrerizas Altas.

          En el fuerte la voz de un centinela gritó alborozada que ya se veían las Unidades de vanguardia que custodiaban el convoy. Los indígenas volcaron ahora el esfuerzo en intentar impedir que los carros llegasen a su destino, por lo que Margallo consideró necesaria alguna acción ofensiva para aliviar la presión sobre el convoy y ordenó sacar dos piezas al exterior del fuerte. El hecho excitó aún más a los indígenas, que alcanzaron la plataforma e incluso al mismo foso que circundaba la posición. Margallo se puso al frente de los infantes del Borbón y el Extremadura y se entabló un durísimo cuerpo a cuerpo. Cuando apenas el General había salido del fuerte, un balazo en la cabeza lo mató instantáneamente, aunque ello no fue óbice para que la violencia del ataque de  nuestros infantes, durante unos minutos, alejase a los moros de las cercanías; pero, finalmente, se impuso la enorme desproporción numérica y los españoles tuvieron que retroceder al interior del recinto. Las piezas de montaña -muertos algunos sirvientes y herido el Teniente que las mandaba- quedaban abandonadas, por lo que los moros intentaron apoderarse de ellas. En esos momentos, un Teniente del Extremadura llamado Miguel Primo de Rivera (que entre 1923 y 1930 sería presidente del Gobierno español), con un puñado de sus infantes, salió del fuerte, las recuperaron y, a brazo, las introdujeron en el recinto. Ese hecho le valdría al joven Teniente la Cruz Laureada de San Fernando.

          En estos momentos de confusión iba a ser decisiva la resuelta intervención del Batallón Disciplinario, que logró despejar las inmediaciones del fuerte de Cabrerizas Altas, posibilitando así la llegada del convoy cuando eran las 10:30 de la mañana.

          Ortega y su Estado Mayor partieron a caballo hacia la Plaza, y en los carros  bajaron también numerosos cadáveres, entre ellos el del Comandante General de la Plaza de Melilla. Unos cuarenta muertos nos costó aquella durísima acción de apenas 90 minutos de duración.

          Lo que quedaba del día 28 y el 29 se mantuvo el asedio, pero ya los defensores contaban con municiones y víveres y el enemigo iba perdiendo, con el paso de las horas y ante la inutilidad de sus esfuerzos, el empuje del que había hecho gala anteriormente.

          El mismo día 29 llegaba el anunciado relevo del Gral. Margallo, el General Macías, quien inmediatamente preparó un nuevo convoy que alcanzó, no sin esfuerzo, Cabrerizas y Rostrogordo, ahora con 42 carros, en la mañana del 30. Los días siguientes, con la llegada de  nuevas Unidades peninsulares, se sucedieron los convoyes, debiendo señalarse que el del día 7 de noviembre ya no fue hostilizado. Al día siguiente el Bajá se entrevistó con el General Macías. Éste le exigió el castigo inmediato de los culpables del levantamiento, dándole un plazo de 24 horas para cumplimentarlo. Transcurrido el  plazo sin constancia de haberlo efectuado, las zonas de concentración de rifeños fueron cañoneadas desde tierra y mar.

          El Gobierno decidió enviar a la zona de Melilla numerosas Unidades, unos dos Cuerpos de Ejército en total, que constituirían el Ejército del Norte de África, cuyo General en Jefe, don Arsenio Martínez Campos, llegó a la Plaza el día 28 de noviembre. El 1 de diciembre ordenaba comenzar las obras de reconstrucción del fuerte de Sidi Guariach Alto, celebrándose en sus inmediaciones el día 8 una solemne misa de campaña en la que se dio el nombre de la Purísima Concepción al dichoso fuerte. A la vez comenzaban o se continuaban las obras de varios fuertes más que casi completarían el esquema defensivo del territorio.

          A mediados de diciembre, el Ejercito del Norte de África se  componía, como acabo de decir, de 2 Cuerpos de Ejército, cada uno de ellos formado por 2 Divisiones de 3 Brigadas cada una y un total aproximado de 22.000 hombres encuadrados en 31 Batallones de Infantería, 6 Escuadrones de Caballería, 8 Baterías de Montaña, 7 Compañías de Zapadores y otras 4 Compañías en funciones logísticas y administrativas.

          El 24 de enero de 1894, el General Martínez Campos se entrevistaba con el Sultán de Marruecos en Marrakech. España pedía en concepto de indemnización por la agresión 25 millones de pesetas, pero el Sultán sólo ofreció 500.000. Martínez Campos le solicitó entonces permiso para retirarse (lo que parecía indicar la ruptura de las conversaciones), y aquel “inmutándose visiblemente”, en palabras de nuestro General, le preguntó si ese gesto podía considerarse una declaración de guerra. Se le contestó que esa declaración, por respeto a la persona del Sultán, no se haría en su presencia, sino que, cuando se le ordenase al General, se la remitiría por escrito a sus ministros. Al final, tras la intervención de las potencias europeas, el Sultán se conformó con pagar 20 millones. España aceptó y el 5 de marzo de 1894 se firmaba un convenio que ponía fin al conflicto. Y el 28 del mismo mes se declaraba disuelto el Ejército del Norte de África. Las Unidades reembarcaron entre esa fecha y el mes de septiembre.

Balance

          En el aspecto negativo hay que resaltar que el conflicto sirvió para poner de relieve algunos de los defectos de nuestro Ejército de aquellos años, como las dificultades para proceder a un urgente refuerzo a una parte alejada del territorio metropolitano, la carencia de material de campamento y un exceso de cuadros de mando con relación a unas Unidades muy mermadas de tropa.

          También destacó la indecisión gubernamental, pues el Ejecutivo actuó bajo esa extraña actitud de complacencia ante Marruecos que venía siendo norma de muchos años y que ha seguido siendo norma en muchas ocasiones después. Cuando se produjo la profanación de los cadáveres en los sucesos del 2 de octubre, el clamor popular nacional exigiendo justa revancha no fue escuchado por el Gobierno, a pesar de las duras palabras de alguno de sus miembros (“lo que se necesita son balas y no notas”), y cediendo a la presión de las potencias europeas no se decidió a castigar a los marroquíes. Y sucedió lo peor ante nuestra blandenguería. Luego, al contener los ataques, ni se castigó al Imperio (las compensaciones no llegaron a cobrarse íntegras), ni a las cábilas vecinas, pues los culpables del levantamiento se fueron de rositas, cuando con 22.000 hombres, si hubiese habido voluntad de hacerlo, podría haberse escarmentado lo suficiente a los fronterizos como para que olvidaran, durante muchos años, las ganas de provocar a España en sus intereses o cobrándose las vidas de españoles. Ni tampoco se forzó a que se respetasen los 500 metros de “tierra de nadie” que todavía dan que hablar.

          En cuanto a las bajas, por parte española murieron 123 hombres (60 como consecuencia de los combates, 2 en accidentes de servicio y 61 por enfermedades contraídas en la campaña y en los meses siguientes hasta la vuelta a la Península de todas las Unidades desplazadas a Melilla), mientras que los heridos por combates y accidentes alcanzaron un total de 165. Por parte marroquí, las muertes se calcularon en unas 300 como consecuencia de los combates, y quiero destacar que en los días 27 y 28, es decir, los de mayor virulencia de la campaña, el total de moros dentro del territorio español se cifró en unos 9.000.

          En el lado positivo, hay que destacar la contestación a una agresión injustificada contra la dignidad nacional, aunque quizás no fue lo contundente que, en mi opinión, debió haber sido. Y para Melilla, en lo moral el conflicto sirvió para que España volviese los ojos hacia la ciudad, tan abandonada por centurias, y los españoles de aquel entonces conociesen que allí, al otro lado del mar, había unas tierras tan españolas como las que ellos pisaban en la Península. Y en lo material, la presencia de las Unidades llevó al levantamiento de muchos otros fuertes,los caminos que los unían entre sí y con el recinto antiguo y, sobre todo, a que se diseñaran los primeros planes para la expansión de la ciudad nueva sobre los terrenos que, aunque eran nuestros desde hacía más de 30 años, no se habían utilizado por falta de decisión política. Además empezaban a acudir gentes de la Península y, en consecuencia, la población sufrirá un importante incremento, como veremos en la segunda parte dentro de unos minutos.

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