Y sin embargo quiero que seas feliz (Cosas que pasan - 9)

Por Jesús Villanueva Jiménez  (Publicado en La Opinión el 27 de noviembre de 2011).
              

 

          Era una de esas noches en la que la soledad te envuelve de tal forma, que apenas te deja respirar. Raúl miraba a Sansón, su perro, y éste lo miraba como si le entendiera. Al menos él lo miraba, atento a cada paso que daba por la casa vacía. Animalito. “¿Cómo se puede llegar a querer tanto a un bicho tan chico, tan  peludo, absolutamente elemental?”, pensó.

          La cama le esperaba, como el desierto espera al viajante que está harto de cruzarlo aguantando su tediosa monotonía. Así que decidió retrasar ese momento. Sí, ese momento angustioso, en el que los recuerdos te atormentan, o bien porque piensas que nada será igual a aquellas noches que ella llenaba, o porque la funda de la almohada, lavada mil veces, te sigue oliendo a ella, cuando lo que quieres es olvidarla. “¡Maldita sea su estampa!”, se repetía Raúl, una y otra vez.

         Decidió escuchar un rato antiguas canciones de Julio Iglesias: Lo mejor de tu vida, Soy un truhán soy un señor, Amantes, Momentos, Me olvidé de vivir, Me va me va, Por ella, Hey… Y se puso un trago de vodka con limón y abundante hielo. Y otro después; y un tercer trago más tarde. “Por una vez, sin que sirviera de precedente”, se justificaba. Y siguió con Albert  Hammond… Échame a mí la culpa de lo que pase, Eres toda una mujer, Ansiedad… Y aquellas canciones, que para él nunca pasarían de moda, le trajeron a la memoria una verbena de un verano de hacía un chorro de años, en la Ciudad Juvenil, en el santacrucero barrio de El Toscal. “Quince años recién cumplidos, ¡vaya verano! Todo un hombretón”, pensó sonriendo, dando un trago, al que siguió un largo suspiro.

          Albert Hammond sequía cantando:

               “Sabes mejor que nadie que me fallaste, que lo que prometiste se te olvidó, sabes a ciencia cierta que me engañaste, aunque nadie te amaba igual que yo…

                Que no estoy de razones pa’ despreciarte, y sin embargo quiero que seas feliz. Y allá, en el otro mundo, en vez de infierno encuentres gloria, y que una nube de tu memoria me borre a mí…”

          Y pensó en aquella chiquilla preciosa, Mari Carmen Padrón, nunca olvidaría su nombre. Recordó aquella noche como quien contempla una película romántica.

          -Bailamos, todo lo apretaditos que se dejó -le decía Raúl a su perro, que lo miraba expectante-. Ayyy… Fue mágico, inolvidable. ¡Qué verbena la de aquella tarde! Y cómo palpitaba mi corazón… y el suyo. Y cuanto calor pasamos, Sansón; los goterones de sudor nos caían por las sienes… pero no estaba dispuesto yo a renunciar ni a un instante de su maravillosa cintura. Era una chica preciosa… Antes de que acabara el baile, calculando bien el tiempo, para estar de vuelta cuando su padre fuera a recogerla, nos fuimos a dar un paseo al parque, con la excusa de enseñarle el reloj de flores; ¡vaya excusa más tonta! El caso es que fue encantada -decía esto y Sansón lo seguía mirando, atento a sus palabras, entendiendo sabe Dios qué, el animalito-.  Y ahora que lo pienso, tengo que buscarte una novia, Sansón, que hace tiempo que no te echas un casquete, y eso no es nada bueno. Ufff, dímelo a mí, si no es nada bueno.

          Raúl volvió a pinchar la misma canción que le recordó a Mari Carmen.

                    “Y allá en el otro mundo, en vez de infierno encuentres gloria… y que una nube de tu memoria me borre a mí…”

          “Supongo que ella seguirá viviendo en Las Palmas”, pensó de pronto. “¿Y si pudiera localizarla, saludarla, sin más pretensión… o quién sabe…”, se dijo para sí. Entonces pensó en lo que un amigo le había dicho para convencerle de que se diera de alta en Facebook: “No tienes nada que perder; yo he contactado con buenos amigos de la infancia que ahora viven en la península, a los que no veía desde hace ni sé cuantos años”. “¿Y si la busco en Facebook?”, se preguntó con cierto entusiasmo, para inmediatamente desanimarse. Pensó que estaría casada, para empezar, y, además, qué absurdo, ¿cómo iba ella a acordarse de él? Y en todo caso, aun acordándose, ella tendría su vida, sus hijos, su marido… “Pero que imbécil soy, joder”, se reprochó desanimado,  sintiéndose aún peor.

          De nuevo le trajo la memoria el momento en que la sacó a bailar. Hacía un minuto otra chica le había soltado un “yo no bailo”, para al instante verla abrazada al cuello de un repipi de los escolapios, más alto y más rubio que nadie. Pero Mari Carmen le sonrió y bailó con él aquella primera canción If you leave me now, Chicago, qué música hacían los tíos.  Ya no se despegaron en toda la tarde. Luego, en el parque, se rieron contemplando la escultura de la señora pechugona de la fuente. Ella le habló de sus padres, del colegio, de lo petardo que era su hermano mayor… y de lo que le gustaba contarle todas esas cosas, sin saber por qué; simplemente le gustaba contárselas. Raúl le confesó que a él le encantaba escucharla y que seguiría escuchándola toda la tarde y la noche. En ese momento, recordó Raúl, ella le cogió la mano, él sintió un cosquilleo por todo el cuerpo como nunca había experimentado. Aquella sensación le hizo sentirse extrañamente feliz. ¿Estaba pisando el suelo o levitando? Estaba pisando el suelo, pero parecía levitar. A Raúl, sumido en los recuerdos, se le iluminaron los ojos al revivir el instante en que, sin saber cómo, los labios de Mari Carmen se unieron a los suyos o ¿los suyos a los de ella? En ese presente de soledad, Raúl cerró los ojos para verlo mejor: apenas fue un instante, un beso inocente, tímido, de bocas entreabiertas, inseguras e inexpertas. Ese instante y aquella tarde con Mari Carmen fueron los momentos más felices de su adolescencia. Cuando se despidieron, sabían que la distancia entre Tenerife y Gran Canaria era enorme para unos chiquillos de 15 y 13 años, a mediados de los 70. A ella se le aguaron los ojos, y a él también. Se cruzaron algunas cartas durante algún tiempo. Él siguió escribiéndole hasta que ella dejó de contestar a sus cartas. ¡Cuán vertiginosamente había transcurrido el tiempo!

          Raúl saltó del sillón y se encamino a zancadas hacía el cuarto donde tenía el ordenador. Lo encendió, se conectó a Facebook y escribió en Buscar amigos: "Mari Carmen Padrón, Las Palmas". Aparecieron en la pantalla media docena de señoritas o señoras así llamadas en Las Palmas; algunas sin fotos que identificar. ¿Cómo sería ahora, después de tantos años? Descartando a las que por edad no podían ser, pinchó en la primera, y en el espacio para mensajes privados escribió: “Hola, Mari Carmen, por esas cosas del destino, ¿serás tú aquella Mari Carmen Padrón que el verano de 1975, en Tenerife, estuviste bailando toda la tarde con un chiquillo de 15 años, que se llamaba y sigue llamándose Raúl? Si eres tú, me encantaría saludarte y saber de ti. En fin, qué tontería, pensarás. Uno que es así. Saludos. Raúl.” Luego copió y pegó y envió el mismo texto a las demás. “¿Quién sabe?”, se dijo, mirando a Sansón.

          Raúl se acostó sobre el sofá después de poner de nuevo el disco de Albert Hammond y la música sonó como un bálsamo milagroso. “¿Será Mari Carmen alguna de esas chicas de Facebook?”, se preguntó cerrando los ojos. Sonaba de nuevo aquella canción que le trajo el recuerdo de sus quince años, de aquella verbena, de aquel baile… de aquella chiquilla… Mari Carmen.

          Cantaba Albert Hammond… Y Raúl se quedé dormido sobre el sofá,  hipnotizado por aquellos recuerdos… La música sonaba: “…y sin embargo quiero que seas feliz.”

          En Las Palmas, alguien que no podía dormir encendía el portátil. Observó que en Facebook tenía un mensaje. Lo abrió y leyó: “Hola, Mari Carmen, por esas cosas del destino, ¿serás tú aquella Mari Carmen…” Al terminar de leerlo, Mari Carmen sonrió, extrañamente ilusionada . Pinchó en Youtube y buscó a Albert Hammond; volvió a pinchar y sonó aquella canción que tan maravillosos recuerdos le traían.

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