Constitucionalismo y Milicia en el siglo XIX

A cargo de Emilio Abad Ripoll (Sala de Conferencias del Centro de Historia y Cultura Militar, Almeyda, Santa Cruz de Tenerife, el 16 de mayo de 2009).

 

PREÁMBULO

          Cuando empecé a preparar este trabajo tenía in mente la idea de, a la par que relatando los acontecimientos políticos del siglo XIX, haber ido hablando de lo que las Constituciones de aquella centuria: la del 12, el Estatuto Real del 34, la del 37, la del 45, la del 56, la del 69 y la del 76 habían ido significando para los militares de la época, a la vez que pergeñar unas breves biografías de los Generales Espartero, Narváez, O’Donnell, Prim y Serrano y del Almirante Topete. Pero me salía en el tiempo, y con mucho, de los límites decentes de una intervención, por lo que opté por hacer un relato breve de lo que sucedió desde 1814 hasta la Restauración de 1875, citar el articulado de las Constituciones que se refiere a lo militar, y, al hilo de la evolución política del siglo, resaltar lo más destacado que ocurría en el ámbito castrense, dejando para el final una consideraciones particulares sobre lo que tanto se ha escrito y hablado, esa “continua intromisión de los militares en la política nacional”, como decía un diario de los más importantes de España esta misma semana.

          Pero considero que la importancia de lo que pasó entonces para comprender mejor el siglo XX español, que todos los que estamos en esta sala hemos vivido, obliga a detenernos en esos personajes en otra ocasión. Por ello, me atrevo a proponer a la dirección de la Cátedra General Gutiérrez, que, si lo considera oportuno, se organice algún nuevo ciclo, éste o el próximo año, en el que lleguemos a conocer más de cerca a aquellos militares y comprender lo que les movió a participar tan decisiva y frecuentemente en la vida política del XIX, especialmente entre 1840 y 1875.

 

LA  GUERRA  DE  LA  INDEPENDENCIA  Y  LA  CONSTITUCIÓN DE  1812

          Yo creo que todos estaremos de acuerdo si empiezo afirmando que la Guerra de la Independencia fue una especie de terremoto histórico que convulsionó España en todos los aspectos; pero también hay que recordar que pocas instituciones sufrieron un cambio tan profundo durante e inmediatamente después del conflicto como el viejo Ejército borbónico español, hechura de la sociedad estamental del que a partir de ahora se llamaría el Antiguo Régimen, pero también vivero y crisol de las ideas ilustradas en los últimos años del siglo XVIII.

          La aparición de la guerrilla modificaría en gran manera el Ejército, y no me refiero a su forma de actuación en campaña, sino a la estructura social de sus Cuadros de Mando. Muchos de los que habían ostentado el mando de partidas de guerrilleros, la mayoría hombres de origen popular, o dicho de otra forma, de baja extracción social, se integraron en un Ejército en el que la gran parte de los Oficiales procedían de las clases altas, de la aristocracia. Se produjo así un proceso de democratización social del Cuerpo de Oficiales que sería sancionado por un decreto de la Regencia de agosto de 1811, en pleno conflicto, autorizando a que se diera mando militar “a cualquier individuo por inferior que fuese su grado”.

          Como es lógico, la Constitución de 1812 recogió las líneas maestras de lo que sería el nuevo Ejército, y en sus artículos 356 a 361 hablaba de una “organización militar permanente” cuya fuerza y composición serían determinadas por las Cortes. Y, a renglón seguido, en los artículos 362 a 365 establecía también la existencia de la Milicia Nacional, heredera de las Milicias Provinciales que habían nacido en el siglo XVI y habían sufrido varias reformas en los años transcurridos, especialmente con la llegada de los Borbones y con Carlos III. Y aquí quiero llamarles la atención sobre este punto, sobre esta dualidad de Unidades, porque la existencia de la Milicia Nacional va a estar vinculada casi siempre a la presencia en el poder de uno de los dos partidos políticos del siglo XIX, como iremos viendo esta tarde.

          Hay que resaltar que en esos momentos la mayoría de los Generales y Oficiales sienten ya una inclinación política que algunos autores califican como “liberalismo castrense”. Son gente que ha luchado, que está aún luchando, en defensa de su Rey, Fernando VII, heredero y sucesor de un Rey absolutista como Carlos IV, pero son gente también que ha luchado, que está aún luchando, por la libertad y, muchos de ellos, empiezan a pensar que hay otras formas de gobierno distintas a la de hace 10 años. Y a la vez, la hermandad de la guerra les hace sentir un fuerte sentimiento corporativo. Este mismo sentimiento va a hacer que aparezcan grupos que reivindican las virtudes militares frente a los vicios o defectos, supuestos o reales, de los políticos.

 

EL  REINADO  DE  FERNANDO  VII

El Sexenio Absolutista (1814-20)

          Cuando Fernando VII, en 1814, una vez sentado en el trono de España, dio un giro de 180º al timón de la política y anuló la Constitución del 12, muchos de aquellos mandos de ideas liberales debieron exiliarse para huir de la represión absolutista con la que se iniciaba el Sexenio que llegaría hasta 1820.

          De todos es conocido que en la segunda década del XIX se iniciaron los movimientos emancipadores en  nuestra América hispana, que iban a ser precursores de la larga serie de guerras coloniales y civiles que salpicaron, hasta prácticamente su terminación, el siglo y que iban a subrayar algunos aspectos negativos del Ejército en la centuria: su elevado coste económico, el injusto sistema de reclutamiento por quintas y la que también alguno califica como la “hipertrofia del escalafón”.

          En pleno sexenio absolutista, en 1817, el Ministro de Hacienda, Martín de Garay advertía que, en aquellos momentos en que parecía haberse calmado la situación en América tras el envío de la expedición de Morillo el año anterior, un Ejército de las proporciones del español era “inútil y hasta peligroso”. Y las palabras del Ministro se justificaban con la serie de pronunciamientos militares de aquel sexenio, en gran parte motivados por las graves carencias presupuestarias, lo difícil que era conjugar en los cuadros de oficiales la aristocracia del antiguo Ejército con el popularismo del nuevo, la desmoralización por las bajas pagas, los malos cuarteles, las guerras tan lejanas que muchos no entendían,… y la vuelta a un absolutismo que a los ojos de los más ilustrados, convertía en inútiles los sacrificios de la guerra y derribaba por tierra las ilusiones que se habían levantado con la Constitución del 12.

          Entre esas ilusiones derribadas estaba la de que el pueblo pudiese expresar su opinión y participar así en la vida pública, por lo que muchos altos mandos se sintieron portavoces de sus compatriotas y empezaron a sucederse los levantamientos que tanto preocupaban al Ministro Garay. Espoz y Mina lo hacía en 1814, Porlier en el 15, Lacy en el 17 y fueron testigos de estos conatos La Coruña, Madrid, Barcelona y Valencia.

El Trienio Liberal

          Hasta que en 1820 se produjo el levantamiento más importante, el que dirigió el Comandante Riego el 1º de enero de aquel año en Cabezas de San Juan y que insurreccionó a un Ejército preparado para ir a Hispanoamérica, donde las cosas empezaban a torcerse. Fernando VII, forzado por las circunstancias, volvió a aceptar la Constitución de 1812 con aquella famosa frase de “Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional”.

          Al restablecerse la Constitución de Cádiz, el Ejército vio reforzado su papel como artífice y garante de las libertades, y así, en la Ley Constitutiva del Ejército (1821) se puede leer que “la fuerza armada nace para defender al Estado de los enemigos exteriores y para asegurar la libertad política, el orden público y la defensa de las leyes”. Y se restablecía también la Milicia Nacional, que había sido disuelta en el sexenio absolutista.

          Ya se habrán podido percatar de que en el seno del Ejército se había producido una amplia brecha cuando hablé de los que tuvieron que exiliarse para evitar la represión fernandina en el Sexenio. Ahora ocurrió al revés: fueron los llamados realistas,  que no aceptaban el liberalismo, que volvía a levantar cabeza, los que se exiliaron, especialmente a Francia, desde donde efectuaron incursiones y operaciones en las Vascongadas, Navarra, Aragón y Cataluña. Entre ellos se encontraba un viejo conocido por estas tierras, el Teniente General Don Carlos O’Donnell, el que era Teniente de Rey en Tenerife cuando el levantamiento del 2 de mayo de 1808 y había sido impulsor de la destitución y arresto del Comandante General don Fernando Cagigal. Dos de sus hijos, Carlos y Juan le acompañaron en aquellos años. En el campo de los liberales, las escisiones políticas entre los moderados y los exaltados, también tendrían su reflejo en los cuadros de mando. Pese a lo expuesto, también es cierto que es en estos momentos tan convulsos cuando el Ejército empieza a aparecer en el imaginario colectivo del liberalismo español como el auténtico crisol de la nación liberal. Esta opinión estaba más que justificada al constatar que de los que tuvieron que exiliarse en el Sexenio, más del 50 % eran militares.

La Ominosa Década

          Las divisiones que acabo de citar en el campo de los liberales entre moderados y exaltados, las intrigas del propio Rey, que apoyaba económicamente a los realistas o absolutistas, y las actuaciones subversivas de este bando llevaron a una pronta finalización del predominio liberal. Se constituyó en Urgel, en 1822, la autodenominada Regencia Suprema de España, encabezada por el Barón de Eroles y el Marqués de Mataflorida, que solicitó la intervención en España de la Santa Alianza, formada por Francia, Prusia, Austria y Rusia; estas potencias, en el Congreso de Verona celebrado aquel mismo año, decidieron el envío de tropas francesas a España; al año siguiente, 1823, los Cien Mil Hijos de San Luis, bajo el mando del Duque de Angulema, se “pasearon” por la Península y llegaron a Cádiz, donde se encontraban el Rey, el Gobierno y las Cortes. El resultado fue que se ponía fin al Trienio Liberal  y Fernando VII era restablecido como Rey absoluto.

          Empezaba una nueva etapa absolutista, que durará desde 1823 hasta la muerte del Rey (1833) y que se conocerá como la Ominosa Década. En sus dos primeros años estuvo marcada por una durísima represión contra los liberales, con numerosos fusilamientos (entre ellos el de Riego), la destrucción de todo lo iniciado o realizado en el Trienio Liberal, la abolición de la libertad de prensa y, como no, la disolución de la Milicia Nacional. En 1824 se produjo la derrota de Ayacucho, colofón a la pérdida de la América continental; por si fueran pocas las divisiones que entre militares liberales y absolutistas se habían ya producido, se introdujo a partir de este momento un nuevo factor: el regreso de los que en América habían sido derrotados y que, en buena lógica, debían sentir un profundo resentimiento contra muchos de sus compañeros de armas que no quisieron ir a ayudarles cuando más lo necesitaban. Luego serán llamados los “ayacuchos”, y alrededor de Espartero constituirán un importante grupo de presión política. Pero no adelantemos acontecimientos.

          A partir de 1825, la grave situación financiera y económica obligó al Gobierno a efectuar un viraje político, con la entrada en el gabinete de elementos liberales y la publicación del Decreto de Amnistía, acogiéndose al cual muchos mandos liberales regresaron del exilio y se integraron de nuevo en las filas del Ejército. Y ya desde 1829 fue clara la aparición de una tercera fase en esta Ominosa Década, con una política de transición a un liberalismo moderado.

El problema sucesorio

          Pero un reinado tan nefasto como el de Fernando VII no podía cerrarse sin que aún se abriese la puerta a otras grandes catástrofes nacionales, como fueron las guerras civiles del XIX, las conocidas como Guerras Carlistas.

          En España, desde muy antiguo (el siglo VI) se había aplicado una norma de sucesión en el trono que excluía del mismo a las mujeres, aunque no siempre se respetó, afortunadamente, como en el caso de Isabel I de Castilla. Sin embargo, a la llegada de la dinastía borbónica, Felipe V, en 1713, promulgó la Ley Sálica que apartaba totalmente la corona de las sienes femeninas. Carlos IV, en unas Cortes reunidas en 1789, derogó la Ley Sálica mediante una disposición conocida como la Pragmática Sanción, que, desconozco cual fue la causa, no fue promulgada y, por tanto, no tenía valor legal.

          Fernando VII había tenido tres esposas, pero sin ninguna descendencia. Ante esa situación, cuando el régimen iba girando, aunque fuese lentamente, hacia el liberalismo, parecía que el heredero de la Corona sería su hermano Carlos María Isidro, a cuyo alrededor se iban agrupando los absolutistas, descontentos con la evolución política, y que ya en 1827 promovieron graves disturbios en Cataluña, que culminaron con la toma de Manresa, y que fueron sofocados por el Capitán General de Cataluña, el Conde de España.

          Pero en 1829,  Fernando VII, que ya contaba 45 años, contraía matrimonio por 4ª vez, ahora con su sobrina María Cristina de Borbón, que pronto quedó embarazada. En 1830 y ante la posibilidad de que la descendencia fuese femenina, el Rey hizo promulgar la olvidada Pragmática Sanción, por lo que nada impedía ya que la corona recayese sobre una hija del monarca. Y, efectivamente, la Reina dio a luz una niña que recibiría el nombre de Isabel; dos años después nacería otra niña, Luisa Fernanda.

          Los seguidores de Carlos María Isidro, contrariados por el drástico cambio de la situación, empezaron a maquinar para que el Rey se echase atrás de su decisión, y la ocasión se presentó en 1832, con ocasión de una gravísima enfermedad del Monarca que hizo pensar a todos que su muerte era inminente. El Ministro de Gracia y Justicia, Calomarde, acompañado por otros miembros de la camarilla de Carlos María Isidro, expusieron ante el moribundo Rey la peligrosa situación en que iba a quedar España, con un gobierno en manos de una débil mujer hasta que Isabel fuese mayor de edad, y consiguieron que firmase un documento, un codicilo, que derogaba la Pragmática y restablecía la Ley Sálica. Al salir de la cámara real, la Infanta Carlota, hermana de la Reina, arrebató el legajo de las manos de Calomarde y lo rompió, por lo que el codicilo, al no ser promulgado, no tenía valor legal.

          Milagrosamente, el Rey se recuperó y, presionado ahora por la Reina y su familia, reconoció los derechos de la Infanta Isabel y destituyó a Calomarde. Pero poco le iba a durar la mejoría porque al año siguiente, 1833, fallecería.

          A su muerte, Fernando VII designaba Regente a su esposa María Cristina, pues Isabel no tenía aún 3 años y la edad legal para reinar era de 18. Desde el primer momento de su Regencia, además de las preocupaciones que le ocasionaron las divergencias políticas (absolutistas contra liberales, y estos divididos en moderados y progresistas), va a surgir la tragedia de la guerra, de la que se llamó la Primera Guerra Carlista, porque, como era de esperar, los absolutistas no aceptaron la situación y apoyaron totalmente las reivindicaciones de Carlos María Isidro; de ahí les vendrá el nombre de carlistas.

          Por parte real se aceleró entonces el proceso de transición al liberalismo, y lo que a partir de aquellos momentos se iba a plantear en España -y durante varias décadas- era un doble conflicto:

               - uno militar: las Guerras Carlistas, es decir la lucha en los campos de batalla entre cristinos o isabelinos y carlistas.

               - otro político: la disputa, a veces incruenta y otras no tanto, entre dos tendencias políticas y dos mentalidades: la liberal y la absolutista.

          Si nos detenemos un momento a recapitular lo que de “lo militar” hemos dicho hasta ahora, nos daremos cuenta de que nuestros antiguos jugaron en las tres primeras décadas del XIX un papel muy importante, pero normalmente en lo bélico o esencialmente bélico, y sus participaciones directas en el campo de la política, con la excepción del pronunciamiento de Riego -que iba a traer como consecuencia el fin del Sexenio Absolutista y el inicio del Trienio Liberal (comprenderán que no entro en la enorme importancia que tuvo para la pérdida de las provincia americanas la “no llegada” de aquel importante Ejército peninsular)- no fueron trascendentales para ninguna de las tendencias (absolutista o liberal) aunque más de uno pagase el alto precio de su vida en las varias intentonas, Pero en el reinado de Isabel II la situación será muy otra.

 

EL  REINADO  DE  ISABEL  II

La Primera Guerra Carlista

          Este conflicto, que se desarrolló entre 1833 y 1840 (por eso en España se la conoció también como la Guerra de los Siete Años), podemos considerarlo dividido en 3 etapas:

               a) Entre 1833 y 1835, que se caracterizó por el avance carlista, y en la que descolló la gran figura del General Zumalacárregui, organizador del Ejército del pretendiente Carlos María Isidro. Una bala perdida acabará con la vida del héroe carlista en el Primer Sitio de Bilbao, mientras intentaba tomar la ciudad.

               b) Entre 1835 y 1837, que finalizará con el repliegue carlista. La guerra se extendió y se produjo la mediación internacional ante las salvajadas que se estaban produciendo. Ambos bandos se reconocerían como beligerantes en el Pacto Elliot (llamado así por el político inglés que hizo de mediador) y por tanto se comprometieron a respetar las leyes de la guerra.

                  El General Espartero (¡ya salió uno de nuestros personajes de la tarde!) derrotó a los carlistas en Luchana, obligándoles a levantar el Segundo Sitio de Bilbao, por lo que la Reina le concedió el título de Conde de Luchana.

                Se produjeron expediciones militares carlistas por muchas partes de la Península, e incluso hubo una, la llamada Expedición Real,  a cuyo frente figuraba Carlos V, que era como  titulaban sus seguidores a Carlos María Isidro, que llegó hasta Arganda, en las mismas puertas de Madrid, pero que se replegó, acabó en fracaso y repasó el Ebro hacia el norte. También apareció por aquí Espartero, llamado por la Reina para defender la capital de las intenciones del Pretendiente.

              c) Entre 1837 y 1840, de clara superioridad isabelina.

                 El carlismo se había escindido en dos tendencias: la de los apostólicos o intransigentes y la de los moderados o marotistas, dirigida por el General Maroto y que fue la que se impuso. Espartero fue recuperando casi todos los territorios bajo influencia carlista, por lo que recibiría un nuevo título, el de Duque de la Victoria. La guerra terminaría con el Convenio de Vergara (aunque en realidad se firmó en Oñate) y el renombrado Abrazo entre Espartero y Maroto el 31 de agosto de 1839. En realidad la guerra sólo finalizaba en el norte peninsular, pues el General carlista Cabrera siguió defendiendo la causa de Carlos en el Maestrazgo hasta el año siguiente, en que, como consecuencia del acoso al que le sometió Espartero (¡otra vez Espartero!), marcharía a Francia.

La Regencia  de  doña  María  Cristina (1833-40)

          Pero simultáneamente a la guerra, que dejó exhausta y dividida a España, se  fueron sucediendo los numerosos gobiernos de la Regencia de doña María Cristina.  Empezaron con el de Cea Bermúdez, quizás el último representante del Despotismo Ilustrado del XVIII, y le sucedieron luego otros doce, normalmente alternando moderados y progresistas para que todo el mundo estuviese contento. Sólo hubo uno, el del Duque de Frías, con elementos de ambas tendencias. No está mal, pues la media fue de un gobierno aproximadamente cada semestre. Así, lógicamente, no podían ir bien las cosas. El descrédito de los políticos se iba extendiendo entre una población que no veía ganancia alguna en aquella democracia que se le había ofrecido como la panacea universal y estaba empobrecida por la guerra y sufriendo la sangría de las levas.

          Pero para lo que nos interesa esta tarde, Constituciones, o sucedáneos de Constituciones, y militares, quiero que se fijen en un detalle importante: Ninguno de esos gobiernos estuvo encabezado por un militar, señal de que aún no hemos llegado a lo que se llamó el Régimen de los Generales o el Régimen de los espadones. Pero si quiero resaltar, repito, para lo que nos interesa hoy que:

               - En 1834, siendo Presidente del gobierno Martínez de la Rosa (moderado) se elaboró y aprobó el Estatuto Real, una especie de Constitución, que quería mantener un equilibrio entre los idearios absolutista y liberal y que sólo satisfizo a los liberales moderados. Militarmente no lo tratamos porque en él no se hace mención alguna a aspectos organizativos, misiones etc. del Ejército o la Armada.

               - Con Álvarez de Mendizábal (progresista) de Presidente del Gobierno se llevó a cabo una leva de 100.000 hombres para el Ejército isabelino.

               - Siendo Presidente Istúriz (moderado), se produjo el sainetero Pronunciamiento de los Sargentos de la Guardia Real en La Granja (agosto de 1936) que obligó a restablecer la Constitución de 1812.

               - Era Presidente Calatrava (progresista) cuando tuvo lugar el pronunciamiento de los Oficiales de las Unidades enviadas a Aravaca a enfrentarse con la Expedición Real. La Reina Regente encargó a Espartero que formase gobierno, pero el General rehusó.

               - También con Calatrava se promulgó la Constitución de 1837, de carácter progresista. Olvidándonos de otros aspectos (aunque hay que resaltar que fijaba la mayoría de edad para reinar en 14 años) y ciñéndonos a lo estrictamente militar, en ella se recogía que:

                    . Todos los españoles estaban obligados a servir a la Patria con las armas. (Título I, Art. 6º).

                    . El Rey era quien declaraba la guerra y hacía la paz, dando después cuenta a las Cortes. (Título VII, Art. 47º, 4).

                    . El Rey era quien disponía las necesidades de Fuerzas Armadas y su distribución geográfica. (Título VII, Art. 47º, 5)

                    . A propuesta del Rey, las Cortes fijarían anualmente la fuerza militar permanente de Tierra y Mar (Título XIII, Art. 76).

                    . Se institucionalizaba la Milicia Nacional, distribuida por provincias. Su organización y servicio se regularían por una ley específica, El Rey podría disponer de ella dentro de la provincia respectiva, pero necesitaba permiso de las Cortes para emplearla fuera de ella. (Titulo XIII, Art. 77).

La Regencia de Espartero (1840-43)

          Por fin, cuando en 1840 el gobierno, a cuyo frente estaba Cortázar (moderado), aprobó la Ley de Ayuntamientos, por la que el ejecutivo se reservaba el derecho de nombrar todos los alcaldes de España, se produjo la conocida como la Revolución de 1840, “patrocinada” por los progresistas. En muchos lugares se constituyeron Juntas Revolucionarias, y en septiembre de ese año la Reina Gobernadora encargaba a Espartero la formación de gobierno. Esta vez sí aceptó el General, que lo constituyó con signo progresista. Las Juntas exigieron que Espartero fuese Corregente con doña María Cristina, pero ésta se negó, renunció a la Regencia y el 12 de octubre se marchó a Francia.

          Habrán podido observar que en estos momentos se ha producido un cambio drástico en la dirección política. Vimos que Espartero no aceptó formar gobierno cuando la Reina Gobernadora se lo ofreció por primera vez; pero a la segunda accedió y va a maniobrar hábilmente, apoyado en el grupo de los “ayacuchos” y en las Juntas para obtener la Regencia, derrotando incluso a una opción política que abogaba por una Regencia trina, es decir, compuesta por tres personas.

          Con Espartero se inauguraba el que se conocerá como Régimen de los Generales; su poder va a ser total, y de hecho se podría considerar que se convierte en un dictador, lo que le enfrentará a sus propios correligionarios progresistas, que junto a los moderados (que reciben el total apoyo de doña María Cristina desde el exilio) maquinan la caída del General. Así las cosas, se producen levantamientos de sus compañeros de armas Prim, Miláns del Bosch, O’Donnell y Narváez, que  intentaron en varias ocasiones apartarlo de la gobernación;  peor suerte corrió “la primera lanza de España”, el Gral. Diego de León en su intento de llevarse de Palacio a la reinita Isabel y su hermana Luisa Fernanda. Espartero no dudaría, pese al afecto mutuo que dicen se habían profesado, en mandar fusilarle.

          Narváez culminó con éxito la última intentona, por lo que Espartero terminaría su Regencia exiliándose en Londres, aunque, como tendremos ocasión de comprobar, aún aparecerá más veces en la historia de este convulso siglo XIX.

          Tras la marcha de Espartero se formó un Gobierno de Concentración que proclamó a Isabel mayor de edad, aunque aún le faltaban 11 meses para cumplir los 14 años que fijaba la vigente Constitución de 1837.

          La nueva Reina juraba la Constitución y nombraba un gobierno presidido por un progresista, Olózaga, que tan sólo estuvo en el cargo 19 días, pues por presiones de los moderados, la Reina encargó la formación de un nuevo gabinete a González Bravo, moderado, como es lógico, que tampoco calentó mucho el sillón, pero que inició el período que se conoce como…

La Década Moderada (1844-54)

          Voy a pasar a las palabras de Pérez Galdós, quien al hablar de González Bravo en su episodio titulado Bodas Reales escribe lo siguiente:

               “Y no fue su gobierno de 5 meses totalmente estéril, pues entre el miserable trajín de dar y quitar empleos, de favorecer a los cacicones, de perseguir al partido contrario y de mover, sólo por hacer ruido, los podridos telares de la Administración, fue creado en el seno de España un ser grande, eficaz y de robusta vida: la Guardia Civil.”

          A González Bravo le iba a suceder otro personaje importantísimo del XIX, el General Narváez.  Pero sigamos viendo lo que nos interesa en la tarde de hoy, ahora refiriéndonos a la Década Moderada.

     La Segunda Guerra Carlista

          Tuvo lugar durante ella el inicio de la que se conoció como Segunda Guerra Carlista, que consistió fundamentalmente en una serie de levantamientos anti-isabelinos (1847 a 1849) dirigidos por el General Cabrera, que se produjeron en Cataluña. Años después, ya en 1860, el Conde de Montemolín, hijo de Carlos María Isidro, y pretendiente al trono con el nombre de Carlos VI, y algunos seguidores desembarcaron en Valencia, pero fueron hechos prisioneros. El General Ortega, que dirigía la sublevación en Valencia fue fusilado. Por ese tiempo el General Concha, isabelino, vencía a Cabrera en Cataluña. Carlos VI renunció a sus supuestos derechos al trono de España, por lo que fue liberado y se marchó a Francia.

   La Constitución de 1845

               . Todos los españoles estaban obligados a servir a la Patria con las armas. (Título I, Art. 6º).

               . El Rey era quien declaraba la guerra y hacía y ratificaba la paz, dando después cuenta a las Cortes. (Título VI, Art. 45º, 4).

               . El Rey era quien disponía las necesidades de Fuerzas Armadas y su distribución geográfica. (Título VII, Art. 45º, 5).

               . A propuesta del Rey, las Cortes fijarían anualmente la fuerza militar permanente de Tierra y Mar (Título XIII, Art. 76).

          Como ven, exactamente igual que en la de 1837, pero no se hacía mención a la Milicia Nacional, que en un gobierno dirigido por los moderados, volvía a desaparecer.

          En 1848 España intervino militarmente en la península itálica, que estaba sufriendo los dolores de la gestación, pues se estaba empezando a componer lo que hoy conocemos como Italia. El Estado Vaticano y el Papa Pío IX corrían un serio peligro, por lo que un Ejército de 5.000 españoles acudió en su ayuda.

          Narváez dirigió desde 1844 hasta su dimisión en 1851, motivada por intrigas palaciegas, 4 gobiernos, que se caracterizaron por su carácter centralista y el riguroso control para evitar que los progresistas accedieran al poder. Tras la dimisión de Narváez, los últimos gobiernos moderados se vieron envueltos en escándalos financieros y administrativos, hasta que un conflicto entre el Senado y el gobierno del Conde de San Luis, llevó a aquel a suspender las sesiones parlamentarias.

          Se produjo entonces un levantamiento a cargo del General Leopoldo O’Donnell, nuestro paisano, en 1854 en Torrejón, con un conato de enfrentamiento de las Unidades mandadas por éste y las gubernamentales en Vicálvaro. Días después, ya en Manzanares, se le unieron el General Serrano y Cánovas del Castillo. Éste va a redactar un documento, que se conocerá como el Manifiesto de Manzanares, y que será el ideario de un nuevo partido: La Unión Liberal, cuya alma va a ser O’Donnell, y que agrupa a los más moderados de los progresistas y a los más progresistas de los moderados, algo así como un partido centrista.

          Mientras por parte militar ocurrían los hechos relatados, simultáneamente tenían lugar gravísimos levantamientos populares, patrocinados por el ala izquierda del progresismo. La conjugación de estos dos hechos, el militar y el popular, es lo que constituye la llamada Revolución de 1854.

           A la Reina no le quedó más remedio, haciendo de tripas corazón, que volver a encargar la formación de gobierno a nuestro viejo conocido el General Espartero. Termina así la Década Moderada y empieza el…

El Bienio Progresista (1854-56)

          A destacar que ahora son 3 los partidos políticos importantes, una vez desprestigiado el Moderado; dos son partidarios de la monarquía y ambos dirigidos por militares: Unión Liberal, por O’Donnell, y Progresista, por Espartero; el tercero, el denominado Demócrata o Republicano, propugna la abolición de la monarquía. Empieza el bienio con un Gobierno de Coalición entre unionistas y progresistas, presidido por Espartero y con O’Donnell como Vicepresidente, y cuya principal misión va a ser redactar la Constitución de 1856, que recogía los principios doctrinarios del progresismo español., pero que no llegó a entrar en vigor (por eso se la llamó la "nonata").

          Pero si hemos visto que la Década Moderada no fue tal, hechizada por el autoritarismo y tentada por la corrupción; tampoco ahora el Bienio Progresista conseguiría la prosperidad material ni la regeneración ética, minado por el desgobierno y la anarquía.

          Por ello, en el mismo 1856 la Reina firmaba un R.D. reconociendo como norma fundamental del Estado la Constitución de 1845, con lo que la recién redactada de aquel año 56, como ya hemos dicho, no llegaría a entrar en vigor.  Espartero regresó a su casa de Logroño, se puso fin a este período progresista y se inició la…

Segunda  Etapa  Moderada, o de O´Donnell, o de la Unión Liberal (1856-68)

          Su primer Presidente de gobierno va a ser, otra vez, Narváez, el preferido de la Reina, pero va durar sólo un año. A fin de frenar el acceso de los progresistas al poder, la Reina acude a O’Donnell, y su primer gobierno, que al durar desde 1858 a 1863 se va a conocer como el gobierno largo, fue uno de los períodos más fructíferos de la historia española del siglo XIX. Para resumir les diré que en esta Segunda Etapa Moderada, en ese período de 12 años gobernó 3 veces Narváez y otras 3 O’Donnell. Pero como siempre a lo largo de la tarde, me interesa destacar “lo militar”, en este caso las intervenciones exteriores de España, que contribuyeron a unir a un país que se encontraba destrozado por guerras internas y disputas políticas, consolidando la paz interior y recuperando nuestro prestigio internacional. Me refiero a:

               - La Guerra de Marruecos (aquella guerra grande para una paz chica, con las victorias de Wad Ras, por la que O’Donnell recibiría de la Reina el título de Duque de Tetuán, y Castillejos, con los voluntarios catalanes, a cuyo frente iba el General Prim portando la bandera de la Patria común, la de España, rompiendo las líneas moras).

               - La expedición hispano-francesa a Cochinchina, en una operación que nuestra doctrina de hoy encuadraría entre las de imposición de la paz.

               - La recuperación, sólo durante 4 años, de la República Dominicana.

               - La Guerra del Pacífico contra Perú y Chile, sólo por razones de prestigio.

               - La expedición anglo-franco-española a Méjico para ayudar al Emperador Maximiliano y dirigida por Prim.

          El agotamiento de los partidos políticos, la grave crisis económica y social, algunos pronunciamientos (como el de Prim contra Narváez), hechos muy graves (la noche de San Daniel, -revuelta de estudiantes-, o el asesinato de varios Oficiales de Artillería en el cuartel de San Gil, con la secuela del fusilamiento de 66 Sargentos, Cabos y Artilleros) y la desaparición de las grandes figuras (O’Donnell va a morir en 1867 y al año siguiente Narváez) llevaron a un desbarajuste nacional.

          Progresistas y demócratas firmaron el Pacto de Ostende (1867), por el que fijaban su objetivo en derrocar a Isabel II e impedir que los Borbones se volvieran a sentar en el trono de España, sin que los unionistas, ahora dirigidos por el General Serrano, se inclinaran a defender a  la Reina o a su dinastía.

          Como contrapartida, Isabel II decidió eliminar de la vida pública a los partidos progresista y demócrata, en unos momentos en que los unionistas se habían desunido tras la muerte de O’Donnell y a los moderados les ocurría igual tras la de Narváez.

 

LA  REVOLUCIÓN  DE  1868, o “La Gloriosa”

El fin del reinado

          Se produjo un levantamiento militar que comenzó con la sublevación de la Flota, a cargo del Almirante Topete, en Cádiz (18-09-1868). Con el marino estaban de acuerdo los Generales Prim y Serrano, y sería este último quien, diez días después, venciera en el Puente de Alcolea (Córdoba) al General Pavía, enviado por el gobierno. La Reina huyó a Francia mientras en Madrid se creaba una Junta Revolucionaria, hecho que se repitió en muchas otras ciudades y pueblos de España.

La Constitución de 1869

          La Junta Revolucionaria de Madrid encargó a Serrano la formación de un Gobierno Provisional, que el General constituyó en base sólo de unionistas y progresistas, lo que enfureció a las Juntas, dominadas por los demócratas. Se convocaron Cortes Constituyentes, que aprobaron la Constitución de 1869, por la que España seguía siendo una Monarquía hereditaria, pero también democrática y parlamentaria. Por lo que respecta a “lo militar”, no existen prácticamente diferencias con las del 37 y el 45, puesto que:

               - Todos los españoles están obligados a defender la Patria con las armas cuando sean llamados por la ley (Título I, Art. 28).

               - El rey dispone de las fuerzas de mar y tierra, declara la guerra y hace y ratifica la paz, dando después cuenta documentada a las Cortes. (Título IV, Art. 70).

               - Las Cortes fijarán todos los años, a propuesta del Rey, las fuerzas militares de mar y tierra. No puede existir en territorio español fuerza armada permanente que no esté autorizada por una ley (Título IX, Art,s 106 y 107).

La Regencia de Serrano

          Como no había Rey, y hasta que se encontrara uno que no disgustara a todos, las Cortes nombraron Regente al General Serrano, que inmediatamente encargó a Prim la búsqueda de un Rey. Uno de los candidatos aprobado por parte de los progresistas era el General Espartero, que renunció por su avanzada edad y por lealtad de conciencia hacia la que, siendo Reina, le había encargado a él la Jefatura del Gobierno. Es curioso que en la misiva de Prim a Espartero le ofrece ser candidato, pero también le pide que no se rebele si no es elegido. Y Espartero le aconseja que no busquen un rey en el extranjero…

 

EL  REINADO  DE  AMADEO  I

          Todos sabemos que el elegido fue Amadeo de Saboya, cuya primera actuación al pisar Madrid fue visitar la capilla ardiente de Prim, asesinado en la capital. Al principio de su reinado fue a saludar a Espartero a Logroño y le concedió el título de Príncipe de Vergara, con tratamiento de Alteza Real. Amadeo I reinó apenas dos años (1871-73), en los que, ante la desunión de unionistas y progresistas tuvo que encargar la formación de 7 gobiernos. Además de contar con la oposición permanente de los carlistas, los alfonsinos y los demócratas, y soportar las críticas por su condición de extranjero, tuvo que encarar graves problemas como la agitación creciente del mundo obrero y dos conflictos bélicos: la Tercera Guerra Carlista, que duraría 4 años, y la insurrección armada de Cuba, que se convertiría en una guerra de 10 años. Se opuso a la disolución del Cuerpo de Artillería, que le exigía el Presidente de Gobierno, y harto y desilusionado, dejó el trono de España.

La Tercera Guerra Carlista (1872-76)

          Nuevos vuelos del carlismo desde 1868, que contó con apoyos de sectores conservadores contrarios a la Revolución. El partido se escindió entre los partidarios de ir a la guerra y los de intervenir en el juego político. Los malos resultados electorales hicieron que tomasen preponderancia aquellos.

          Se inició con levantamientos de algunos generales en apoyo de un nieto de Carlos María Isidro, que se autodenominaba Carlos VII, en Valencia y el Maestrazgo. Las repercusiones llegaron a Aragón y Cataluña y, con especial virulencia, a Navarra y las Vascongadas.

          Como se puede ver por la fecha de finalización, esta se produjo ya en el reinado de Alfonso XII, cuando la situación política se había calmado. Victorias de los Generales Serrano y Concha, cerca de Bilbao. Tras la definitiva batalla de Oroquieta, Carlos VII huyó a Francia y se firmó el Convenio de Amorebieta entre el General Serrano y la Junta de Vizcaya.

La Guerra Larga de Cuba (1868-78)

          Comenzó con el levantamiento de Carlos Manuel Céspedes (“Grito de Jara”), aprovechando el desbarajuste de la Revolución de 1868, y no se terminó, como ocurrió con la Carlista, hasta que las aguas políticas volvieron a su cauce en España. El encargado de conseguir la paz, que se llamó de Zanjón, fue el General Martínez Campos. Ya se vieron las intenciones de los EE.UU. con el apoyo del Presidente Grant a los insurgentes.

 

LA  PRIMERA  REPÚBLICA

          Apenas Amadeo I había abandonado España, el 11 de febrero de 1873, el Senado y el Congreso, reunidos en Asamblea Nacional, proclamaron la República.

          Si me dijesen que resumiese en una sola palabra el balance de aquella Primera experiencia republicana española, que apenas duró 11 meses, yo diría CAÓTICO. No es momento, ni mucho menos, de analizar la labor de sus 4 presidentes (Figueras, Pi y Margall, Salmerón y Castelar), sino tan sólo de resaltar, porque está íntimamente ligado a “lo militar”, la aparición del conflicto cantonalista y separatista, especialmente durante el corto mandato –inferior a 1 mes- de Pi y Margall.

          España pareció partirse en numerosos y nuevos “reinos de taifas”, que incluso contaban con sus propios “ejércitos” y “armadas”. Numerosas ciudades se declararon independientes y la propia Asamblea Nacional tuvo que destituir al señor Pi y Margall. Su sustituto, Salmerón, combatió enérgicamente el cantonalismo recurriendo al Ejército. Destacaron en la normalización del país las actuaciones de los Generales Pavía (en Andalucía), Martínez Campos (en Levante) y López Domínguez, que sometió Cartagena cuando ya no existía la Primera República. El último Presidente republicano, Castelar, puso fuera de la ley al cantonalismo y trató de acabar con la Tercera Guerra Carlista, para lo que recibió plenos poderes de las Cortes. En consecuencia, se suspendieron las actividades parlamentarias durante tres meses y cuando se reanudaron las sesiones, para elegir el 5º presidente, pues Castelar había dimitido, era palpable el riesgo de volver al caos cantonal, pues Pi y Margall no cejaba, Y así las cosas, el General Pavía, en las primeras horas del 3 de enero de 1874, disolvió las Cortes. Fue éste el único “golpe de estado” de entre los numerosos pronunciamientos que hemos ido relatando esta tarde.

          El profesor Seco Serrano escribió que:

               “Entre 1873 y 1874 habían quedado planteados los tres problemas ante los que nunca ha sido indiferente o insensible el Ejército: la amenaza de la fragmentación nacional (cantonalismo y rebelión cubana); el desorden generalizado a lo largo y lo ancho de todo el país; y la indisciplina que convertía en caos el interior de los cuarteles”

El Gobierno Provisional de Serrano o “la República del 74”

          Pavía se apartó del poder apenas dado el golpe, Reunió a los jefes de los partidos políticos (menos a Pi y Margall) y estos encomendaron el gobierno al General Serrano, que trató de instaurar una República presidencialista, de la que él sería el Presidente vitalicio, pero la continuación de las guerras carlista y de Cuba, los continuos desórdenes sociales y el trasiego de políticos y militares al partido alfonsino llevaron a que un gran político, Canovas del Castillo, redactase un documento que se conoció como el Manifiesto de Sandhurst, que era una llamada a todos los españoles, cualquiera que fuese su militancia política, abolía la Constitución de 1869 y restauraba la Monarquía hereditaria y constitucional. Cánovas deseaba que la transición hubiese sido exclusivamente política, que Serrano hubiese celebrado elecciones y que las nuevas Cortes hubiesen restaurado la Monarquía, pero el General Martínez Campos se adelantó en el Pronunciamiento de Sagunto el 29 de diciembre de 1874.

          No obstante Cánovas se hizo dueño de la situación y presidió un Ministerio-Regencia hasta la llegada de Alfonso XII, que se encontraba en París, a mediados del mes siguiente.

 

LA  RESTAURACIÓN

          Para hablar de la Restauración, del “turnismo pacífico” entre conservadores y liberales, o entre derechas e izquierdas, con su permanente fraude electoral, pero también dando al país una estabilidad política de la que había carecido desde 1808; del auge del “movimiento obrero”; y del creciente antiparlamentarismo que iba creciendo en la clase militar, necesitaríamos otra jornada más, y ya estamos todos cansados. Sí hay que destacar que hasta fin de siglo se acabaron los pronunciamientos, y que surgieron otros personajes castrenses -como por ejemplo nuestro General Weyler- a los que el profesor Seco Serrano califica como los “militares civilistas de la Restauración”  y de los que, si acaso, hablaríamos en otra ocasión. Aunque, eso sí, el nuevo Rey acudiría nada menos que 3 veces a Logroño a saludar a aquel icono del progresismo militar español que fue don Baldomero Espartero.

 

RESUMEN  Y  CONSIDERACIONES

          Si “rebobináramos” lo hasta ahora expuesto y lo pasáramos luego a mucha mayor velocidad creo que veríamos que nos han quedado claras las siguientes cuestiones:

               a) Que los 25 años que van desde 1808-1810 hasta la muerte de Fernando VII, en 1833, fue el período de nacimiento del parlamentarismo español, aunque se viera interrumpido durante bastantes años por la reacción absolutista del 14 y la que se llamó Ominosa Década que se inició el 23. Y que a la vez se produjo también otro nacimiento: el de lo que muchos llamaron “el liberalismo castrense”.

               b) Que ya existió un evidente protagonismo parlamentario en el reinado de Isabel II (1833-1868), coincidente, especialmente desde 1840, con una mayor presencia militar (sería mejor decir de Generales) en la vida política del país.

               c) Que también fue evidente esa presencia en el Sexenio Revolucionario (1868-1874), con la excepción de los 11 meses que duró la Primera República, a la que pondría fin el golpe del General Pavía. Y que, aún cuando la cosa venía de antes (especialmente cuando el gobierno era progresista), fue en este período cuando los debates parlamentarios, especialmente los referentes a la abolición del sistema de quintas para el reclutamiento y la necesidad o no de la existencia de un Ejército permanente, iban a afectar de manera directa al espíritu corporativo castrense, empezando a provocar en la Institución un alto rechazo al parlamentarismo.

               d) Y que, aunque apenas lo hemos tocado, en los años de la Restauración, y más claramente el cuarto de siglo que resta hasta el 1900, la forma en que se desarrolló el “turnismo” político, hizo que el Ejército rechazara frontalmente (aunque no lo expresara en forma de levantamientos o insurrecciones) las instituciones parlamentarias, puesto que los militares no consideraban legítimas unas elecciones, que hay que reconocerlo más de un siglo después, eran fraudulentas.

          Como ven hay un período clave, el que va desde 1840 hasta 1875 en el que la mentalidad militar, individual y colectivamente hablando, se vio afectada por diversos factores:

               a) El exceso de politización en el seno de la Institución, como consecuencia de la intervención directa de muchos de sus Generales en la vida política, con la consiguiente desunión.

               b) Ello iba a traer como consecuencia que también los civiles (los políticos beneficiados por la actuación o intervención de los militares) intervinieran en asuntos propios del régimen interior del Ejército, especialmente en lo referente a ascensos (a veces vertiginosos) y recompensas. Y, claro, habría quienes se sintieran perjudicados o discriminados, aumentando las divisiones internas.

               c) La desilusión de los militares ante el comportamiento, hablando en términos generales, de la clase política, a la que, con razón o sin ella, identificaban con el sistema parlamentario. Además muchos consideraban que los políticos utilizaban el Ejército para alcanzar el poder, sin que luego se mejorasen las precarias condiciones de las Unidades.

               d) El riego o la amenaza que se percibía contra la existencia del Ejército permanente con el tema de la aparición de la Milicia Nacional. La cosa iba a empeorar con un republicanismo que, so pretexto de acabar con el injusto sistema de reclutamiento, buscaba la eliminación de un Ejército que no podía controlar, cosa que, indudablemente, deseaba.

          Como dice un ilustre escritor militar contemporáneo, el Teniente Coronel Pola, todo ello iba a hacer que el Ejército se enrocase en sí mismo, es decir que se encerrase y mantuviese una actitud defensiva hacia la política y los políticos.

          Normalmente, los historiadores coinciden en que los pronunciamientos eran cosa de un General que actuaba como cabeza o ariete de un determinado grupo político (Narváez de los moderados; Espartero de los progresistas; O’Donnell y Serrano de los de Unión Liberal,…) y lo que hacía era favorecer el acceso de ese partido, y de los políticos que lo componían, al poder.

          Pero cabe preguntarse el porqué de ese protagonismo de los Generales. El profesor don Jesús Pabón, en un trabajo que leí hace tiempo justificaba ese “porqué” con 3 explicaciones:

               a) La primera tenía su base en que en la primera parte del reinado de Isabel II, en la Regencia de doña María Cristina, el principal problema en la vida pública española era la Primera Guerra Carlista. El éxito de determinados generales, como Espartero, en la guerra, los catapultaba a lo más alto del prestigio popular y los encaminaba, a veces sin muchas ganas, por el camino de la política.

               b) La segunda causa fue que cuando se firmó el Convenio de Vergara, en 1839, los españoles llevaban 30 años de guerras, con armas y políticas. Hagamos cuentas: Entre 1808 y 1814, la Guerra de la Independencia, seguida de inmediato por los movimientos emancipadores en nuestra América, coetáneos de las represiones en la metrópoli del Sexenio Absolutista y el Trienio Liberal. Y entre el 24 y el 33, la Ominosa Década, con su nueva racha de represiones y exilios, especialmente en los dos o tres primeros años. Y de inmediato, la Primera Guerra Carlista que iba durar hasta el 39 o el 40. Por ello, en ese momento, cuando se trataba de vivir en paz, cuando había que pasar de lo bélico a lo político, se planteaba un grave problema. No es que existiera una lucha por el poder entre militares y políticos, es que era palpable la conciencia generalizada de que, mientras estuviese latente el riesgo de que los españoles quisieran dirimir sus diferencias políticas por medios violentos, sería mejor que el gobierno lo dirigiese un militar.

               c) Y si a lo anterior -algunos militares estaban en la cresta de la ola de la opinión pública y se creía que el orden y la paz los mantendrían mejor un militar-, se sumaba una causa puramente política, pero muy importante para lo que esta tarde hemos hablado aquí, que la gran mayoría de los Generales del XIX eran liberales, o si lo prefieren ustedes, constitucionales, la solución era sencilla: Que un General presida el Gobierno de España.

          Acabo de decir que los Generales del XIX eran constitucionales, y eso se demuestra en las significativas palabras que pronunció Narváez en el acto de proclamación de la mayoría de edad de Isabel II:

               “Al hablar de mi respeto a la Monarquía, quiero que se sepa… que las heridas que tengo, que la sangre que he derramado, que los servicios de toda mi vida, han sido por causa de la libertad y por la ley fundamental del Estado. Yo no he seguido jamás otra bandera”.

          Y si para muestra vale otro botón el General Espartero, al recibir la comunicación del primer Presidente de la República, don Estanislao Figueras, informándole de que ha cambiado el régimen en España, contestó con un lacónico, pero expresivo:

               "Que se cumpla la voluntad nacional”.

          La simultaneidad entre la guerra carlista y la revolución liberal, la decisiva intervención de los militares en la primera, y en gran manera, como hemos visto en la segunda, el rápido descrédito de los partidos políticos y el prestigio que el Romanticismo otorgaba a valores como el heroísmo y el sacrificio personal, contribuyeron a que en esos momentos en que estamos situados -hacia 1840- sea el Ejército la principal referencia de la sociedad española en un período de vacío de poder y aguda crisis social. Serán incluso los sectores más progresistas los que vean en él una institución de raíz popular y, por tanto, el único cauce que permitía expresar, aunque fuese por medio de “pronunciamientos” la verdadera voluntad nacional. Un periódico republicano, El Huracán, allá por 1840 decía: “El Ejército es pueblo, es esencialmente democrático”.

          Verdad es también que el Ejército, como tal, prácticamente no obtuvo ningún beneficio del cambio de partido gobernante –o incluso de régimen- sino que, por el contrario, siempre salió perjudicado, porque nunca se solucionaron sus graves problemas, como la hipertrofia de los cuadros de altos mandos, la escasa profesionalización y las dificultades presupuestarias. Y, lo peor: en su seno se produjo una clara división que fue una constante hasta 1875.

          Lo que también es innegable es que Espartero, O’Donnell, Narváez, Prim, Serrano, etc., con el apoyo tácito de los hombres y unidades a sus órdenes, marcaron una época política, y al hilo de lo dicho hace unos segundos, eran conscientes de la peligrosidad de la existencia de banderías dentro del Ejército, por lo que, cuando accedían al poder, prohibían inmediatamente la pertenencia de sus componentes a partidos políticos.

          Cuando llegue la Restauración, será otra cosa. Los altos mandos militares se alejarán de la política, en la que hasta entonces actuaron por una causa fundamental que Jaime Balmes denunciaba en su obra La preponderancia militar:

               “No creemos que el poder civil sea flaco porque el militar sea fuerte; sino que, por el contrario, el poder militar es fuerte porque el civil es flaco.”

          Y para terminar, otras dos citas, que recojo para contrabalancear los numerosos ataques que uno siempre ha escuchado sobre la intervención militar en la política del XIX. Yo creo que si la Cátedra se decide a dedicar un ciclo al estudio de las figuras de aquellos Generales que fueron Regentes, Presidentes de Gobierno, etc. en el convulso siglo XIX, creo sinceramente que, por lo menos a mi, me podrían aclarar muchas cosas. En la primera, del periódico liberal El Imparcial, cuando en 1894 hacía una especie de balance de lo que había sido el siglo que estaba a punto de terminar, se podía leer lo siguiente:

               “Sin el Ejército, los partidos reformadores no hubiesen llegado al poder; pero sin el Ejército, una vez llegados, no lo habrían abandonado jamás…. Alternativamente propulsor y freno, instrumento de progreso y factor de moderación, el Ejército sustituía a otros órganos de opinión más legales, pero atrofiados, y a otros poderes más legales también, pero más exclusivos, más sectarios, menos nacionales…; sin esa intromisión anormal la vida moderna hubiera sido imposible para España.”

          Y nuestro Benito Pérez Galdós pone en boca de unos de sus personajes, que temía la amenaza de un gobierno absolutista, la siguiente frase:

               “A esto hemos de llegar si no lo remedia quien puede, que es el santo Ejército. No hay España sin libertad, y no hay libertad sin Ejército.”

          Muchas gracias por su atención.

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