Los Lavaderos (1) (Retales de la Historia - 31)

Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 6 de noviembre de 2011)

 

           Para los ciudadanos de hoy, instalados en esa tropelía que se ha dado en llamar “estado del bienestar”, es difícil imaginar las enormes dificultades que a través del tiempo han tenido que solventar los vecinos de Santa Cruz. Piénsese, como muestra, que hasta el siglo XVIII, después de más de dos siglos de iniciada su historia, no se dispuso de una fuente pública -la Pila- en la que poder suministrarse de tan elemental líquido. Ello quiere decir que si no se pertenecía a la privilegiada clase que disponía de pozo o aljibe en su patio o huerta, la única forma de, por ejemplo, lavar las ropas, era utilizando el agua de los barrancos.

           Esta costumbre, o más bien necesidad, se prolongó durante años y años, dando lugar a frecuentes pleitos y altercados entre las lavanderas, que ejercían su limpio oficio, y los marchantes de ganado, que utilizaban parte del cauce del barranco de Santos como vía para conducir sus reses hacia la playa de la Carnicería, primero, o hasta el Matadero desde que este se estableció junto a la muralla de la marina, en la plazuela de la Cruz, frente a la plaza de la Iglesia o calle Ancha. Ambos, lavanderas y marchantes, se acusaban recíprocamente de ensuciar las aguas.

           El primero que pidió la construcción de unos lavaderos públicos fue el procurador síndico Vicente Martinón en 1820, en el paraje por donde llegaban los canales de madera que conducían al pueblo las aguas de Aguirre. Antes de que finalizara el año presentó presupuesto y planos para hacerlos en el llano inmediato al barranco de Ancheta, conocido últimamente -se aclara- con el nombre de Campo de Ultonia, al tiempo que solicitaba la instalación de un “chorro” público en la calle San Martín, pero nada se pudo hacer entonces. Tuvieron que transcurrir quince años más, cuando ya las maderas de las canales se habían sustituido por obra de mampostería, para que el alcalde Pedro Bernardo Forstall retomase el tema de los lavaderos.

           Se volvió a pedir presupuesto y se comisionó a Asensio Carta para que redactase el plano de la instalación, mientras se solicitaba al gobernador civil que autorizara aplicar el impuesto sobre vinos y licores a su construcción, aunque en realidad lo que se pretendía era poder aplicar la mitad del impuesto para gastos corrientes del ayuntamiento y la otra mitad para el mantenimiento de la atarjea y la construcción de los lavaderos. A finales de 1836 Carta informó que ya tenía terminados los planos y pidió que se designase el terreno en que debía ubicarse.

           Hasta 1838 la comisión encargada no señaló el solar, haciéndolo hacia la parte de arriba del paseo de la Concordia, siguiendo la misma orilla del barranco de Santos. Intervenían en el asunto el Gobierno Civil, el Intendente, la Diputación Provincial y la Junta del Agua, y es esta última la que desaconsejó el lugar recomendando elegir otro, por lo que se volvió a pensar en la idea original de Martinón de situarlos junto al barranco de Almeida, en terrenos en su mayor parte propiedad de Secundina Grandy Giraud.

           Los trabajos comenzaron no sin dificultades, como cuando quedaron paralizados durante meses por falta de la madera necesaria, y aunque su finalización no se alcanzó hasta 1842, la instalación ya se utilizaba desde bastante antes. Todavía no se había recibido la obra, cuando los cónsules extranjeros protestaron por los precios abusivos  que cobraban a los consignatarios las mujeres que lavaban en el barranco de Santos las ropas de los buques en puerto y por los hurtos de prendas que se producían. Se acordó facilitar los lavaderos para esta labor y comunicar a los cónsules la tarifa habitual en sus respectivos idiomas. Estos incidentes hicieron que se activara la redacción del plan y reglamento de uso de la nueva instalación, pero llegados a este punto se observó que no se había montado la cañería necesaria para evacuar las aguas utilizadas, lo que fue necesario remediar con urgencia.

           Apenas transcurrido un año comenzaron los problemas en la explotación del servicio  y tratando de evitarlos el regidor Francisco Roca propuso, por primera vez, que se sacara a subasta el arrendamiento. El hecho de que el edificio se utilizara también para otros usos, no contribuía a que se pudiera mantener en las condiciones higiénicas precisas. Allí se guardaban parte de los antiguos canales de madera, herramientas y toda clase de materiales, lo que dio lugar a que el alcalde del agua, Francisco Afonso, denunciara el poco aseo de las instalaciones. Por si ello era poco, en los últimos años de la década de los cuarenta se sufrió una gran sequía, con la consiguiente merma de los nacientes que obligó en varias ocasiones a cerrar los lavaderos para poder abastecer las fuentes públicas.

           Y seguiremos con la historia de los Lavaderos.

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