Presentación de una exposición de pinturas de Laura Azcárraga

A cargo de Emilio Abad Ripoll (Colegio de Aparejadores de Santa Cruz de Tenerife, 16 de noviembre de 2007)

          Hay veces que, en esto de las presentaciones, le cae a uno un verdadero”marrón”, bien porque no conozca al presentado, o bien por no estar de acuerdo con la obra que se va a presentar, por su temática o estilo.

          Pero esta noche no se da ese caso. Bien es verdad que esta intervención mía ha sido un tanto sorpresiva, pues yo esperaba asistir a la exposición como testigo, como lo son ustedes, y no tener que protagonizar el papel de “maestro de ceremonias” -cargo que hubiera desempeñado a las mil maravillas, con su sapiencia del tema, su gracejo y su ironía gallega doña Margarita González-Moro- pero un viaje urgente a la Península ha hecho que tengan ustedes la mala suerte de escucharme a mí en su lugar.

       Pero, pese a esa sorpresa, les aseguro que este encargo no es un “marrón”, porque, en primer lugar me gusta la pintura, aunque no sea un entendido; y en segundo lugar porque conozco a la verdadera protagonista de esta tarde, a Laura Fernández Azcárraga, o Laura Azcárraga como ha elegido ella para presentarse artísticamente, desde hace muchos años. Fue compañera de clase de uno de mis hijos, al que le lleva un día de edad, y, no hay más que verlo, sin tener que referirse a fechas, que es una mujer joven. Laura se encuentra ahora en ese período de la vida, y aquí hablo por propia experiencia, que siempre he considerado que es la “década gloriosa” de la existencia de una persona, entre los 35 y los 45 años (advierto que ella está muchísimo más cerca de los 35 que de los 45, lo que le da aún mucho más margen en pos del éxito); para mí ese es el período de tiempo en que nos asentamos, se olvidan locurillas de los “veintipico” años, se empieza a madurar, se encuentra uno, o una, en plenitud física y mental, y, como en el caso que nos ocupa, con ganas de hacer muchas cosas, con ilusión desbordante, proyectos que, como consecuencia de aquel ímpetu vital, casi siempre llegan a buen puerto.

          Pero la verdad es que la conocía especialmente a través de su padre. He tenido la suerte, y el honor, de servir muchos años en los Ejércitos de España, y en varios períodos de mi carrera militar estuve en relación directa con un gran hombre: don Pedro Fernández Díez de Junguitu, al que muchos, cariñosamente, llamábamos “Jungui”. Era mucho más antiguo que yo y por tanto siempre se encontraba uno o dos escalones por encima mía en la escalera de mando, pero, pese a eso, también siempre fue compañero, amigo, maestro: hermano mayor en una palabra.

          Y hablemos un poquito de Laura. Personalmente, cuando la he tratado, especialmente en los largos meses de la enfermedad de su padre, me ha parecido ver en ella una persona que se esfuerza por agradar y por apoyar; una mujer sensible -como artista que es- que derrama amor en su marido, en sus dos hijos (de los que con tanto orgullo habla) y en su madre; y que guarda en un rincón del corazón el perenne recuerdo de su padre, recuerdo que sale de su boca apenas se cruzan cuatro palabras con ella.

          A Laura le gustó siempre el arte, desde chiquitita, y ya durante los tres años que vivió en Buenos Aires, como consecuencia de un destino de su padre en la Embajada de España en Argentina, estuvo asistiendo a clases de cerámica, pues en principio parecía inclinarse hacia la escultura.

          De vuelta a España, y otra vez en la tierra del chicharro, en 1994 asistió a clases impartidas por don Manuel Tejeiro, para el siguiente año ingresar en la Facultad de Bellas Artes. Pero la vida, que, como dijo alguien, a veces te empuja a caminar por senderos distintos de los que tu planeabas, la obligó a dejar la pintura y dedicarse a su propia familia; sólo en ocasiones se permitía coger los pinceles a manera de un escape sentimental en su quehacer diario.

          Mas los hijos fueron creciendo, con lo que, como conocen todas las mamás que haya aquí, hay más tiempo “para una”, y Laura, todavía sin entrar en la “década prodigiosa” que cité antes, empezó de nuevo a pintar; y tras la muerte de su padre ella misma confiesa que aún lo ha hecho con más intensidad, como si quisiera volcar el dolor de su corazón en los lienzos y en las telas. Y ahora no para.

          Me decía anteayer que le gustaba mucho la pintura impresionista -como a mí-, pero que cuando, realizando un trabajo con Ramón Salas en la Facultad, descubrió al pintor norteamericano Jackson Pollock, recibió un gran choque. Y estudiando a Pollock y su “action painting”, fue conociendo también a Georges Mathieu, sus trazos caligráficos y su “happening” o pintura rápida; y a Mondrián, con sus rayas y sus cuadros o rectángulos de vivos colores; y a Samuel Francis, con sus grandes óleos que presentan manchas de colores brillantes… Y esos cuatro autores son en estos momentos sus fuentes de inspiración, como es fácil comprobar en la exposición, ya que el color y la diversidad de los materiales desempeñan un papel fundamental en la producción artística de Laura Azcárraga; y queda claro en la combinación de acrílicos, materiales sintéticos, lacas, pinturas para cristal, aplicados sobre soportes tan diferentes como tabla, tela o metacrilato.

         Y lo mejor es que Laura está teniendo éxito. Desde hace ya un año y pico dos establecimientos comerciales, Muebles Decorart y el Centro Comercial del Mueble, le solicitan sus obras que se venden muy bien. Esa circunstancia le ha dado la confianza suficiente para atreverse a montar esta exposición en solitario; y no sólo eso, sino que ya piensa en otra dentro de 18 meses.

          Ya voy a terminar. Vine aquí a hablar de Laura, a presentar a Laura Azcárraga, y no a hacer una valoración crítica de su trabajo, para lo que, sinceramente, tampoco me encuentro capacitado. Y por eso no voy a concluir mis palabras destacando trazos, colores, luces o sombras; eso lo deben determinar ustedes según su particular sensibilidad artística y los gustos de cada cual. Pero sí quiero decirles que cuando miren y contemplen esos cuadros piensen que son una muestra de algunas de las características más valiosas que tiene el ser humano: su voluntad de trabajo, su capacidad para vencer al dolor íntimo con el arte; y que vean en ellos el reflejo del amor que la pintora sabe dar a quienes la rodean.

          Esto es, nada más y nada menos, lo que considero el verdadero valor de esta muestra. Esta noche, Laura, esta tu primera noche de gloria (te auguro que habrán muchas más) todos los que te quieren están orgullosos de ti, como lo hubiera estado tu padre si estuviese entre nosotros. Pero ten la seguridad de que desde arriba, desde detrás de una nube en forma de chapela, estará diciendo aquello tan suyo de “¡Pero qué figura eres!”.

          Los demás te damos las gracias porque, además de lo dicho, en tu pintura y en tu forma de ser y actuar destaca la ilusión; esa ilusión que tanta falta hace en el mundo en que vivimos. En nombre de todos, enhorabuena y muchas gracias.

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