Presentación del libro de Jaime Pérez García "Memorias Insulares"

A cargo de Luis Cola Benítez (En la Casa Salazar de Santa Cruz de La Palma, el 11 de noviembre de 2008)

 

          Conozco a Jaime Pérez García desde hace muchísimo tiempo. Mi desmemoria, que a estas alturas de la vida ya hasta me resulta una compañera entrañable, no me permite fijar una fecha exacta, pero si no llega -y será por muy poco- debe estar cerca de los sesenta años, toda una vida desde aquella primera vez en que nuestras trayectorias coincidieron. Desde entonces nuestra amistad, como los buenos vinos, ha ido adquiriendo solera y mejorando con el tiempo, a la vez que crecía mi admiración por su bonhomía y su buen hacer.

          Hemos sostenido largas, muy largas horas de conversaciones y convivencia, que me llevaron a pensar que conocía todos sus entresijos mentales e intelectuales, pues no en vano compartimos la misma curiosidad por nuestra historia, por nuestro pasado, por conocer la vida y hechos de los que nos precedieron, que han forjado lo que hoy somos, y que nos permite intuir lo que podemos llegar a ser, tanto individualmente como en colectividad. Y en esas larguísimas relaciones, en horas y horas de conversaciones a través de los años, jamás Jaime me habló de política ni de nada que se le pareciera.

          Y no quiero decir con esto que la obra que hoy nos ofrece sea un libro de tema político, nada más lejos de la realidad, pero les aseguro a ustedes que nunca me lo imaginé escribiendo un texto como este que hoy se presenta. Y si para mí ha sido una sorpresa este singularísimo y particular “florido pensil” que Jaime Pérez se ha sacado no sé de dónde y nos pone ante los ojos, mayor lo  ha sido el hecho de que me involucre en el asunto, al perpetrar, premeditada y cruelmente, que fuera yo el presentador. Tarea nada fácil dado el tema de que se trata, pero a la que en aras de nuestra añeja amistad ha sido imposible sustraerme.

          Es cierto, como me recuerda Jaime para justificar su petición, que yo conocí por primera vez La Palma en años muy cercanos, sólo unos pocos más tarde, a los de las vivencias que en estas Memorias se relatan. Pero en aquella primera visita -tal vez él lo ha olvidado-, de Santa Cruz de La Palma sólo conocí, y muy someramente, la recova de la ciudad. Así, como suena. Llegué con dos compañeros de viaje en el correíllo, después de una desapacible y bamboleante noche en cubierta -pues el presupuesto no daba para más- y, por todo equipaje un morral, una manta y botas de caminante. No me pregunten qué más conocí entonces de la ciudad. Nos esperaban entrañables amigos palmeros que rápidamente nos llevaron a la recova a comprar provisiones, seguidamente a la guagua hasta Mazo, y a caminar hacia la cumbre, hasta Nambroque. Allí instalamos un campamento que nos sirvió de base durante varios días y desde el que recorrí, a veces en grupo y otras en solitario, los montes, pinares y cumbres de esta isla.

          Todavía me estremezco al recordar, en una caminata en soledad, la impactante sorpresa que recibí al remontar una altura cubierta de grises cenizas y esqueletos de pinos requemados, y encontrarme de pronto al borde del profundo cráter, aún con fumarolas, del Duraznero. Estaba muy reciente la erupción del volcán de San Juan. Me senté en el suelo, con la sensación de tener el mundo a mis pies o no sé si sobre los hombros, y la emoción fue de tal calibre, que creo que allí me enamoré de La Palma. De sus cumbres Nueva y Vieja, de Los Tilos, Marcos y Cordero, pinares de Puntallana, Pico de la Nieve, Los Andenes, Pared de Roberto y Roque de los Muchachos -todavía virgen-, pinares de Garafía, Las Tricias y de Tijarafe, pueblo en el que terminaba la carretera que venia de Los Llanos. También, más tarde, entrada a La Caldera por la Cumbrecita, los Guanches, Verduras de Alfonso, Taburiente, Tenerra. Amor tantas veces renovado en innumerables acampadas en La Caldera de “antes”, cuando no existían senderos guiados y era una novedad encontrarte un turista. Sin teléfonos móviles, totalmente aislados del mundo. Recuerdo una noche -y esto viene al hilo de las Memorias Insulares de Jaime Pérez- en la que recostados sobre la hierba junto al río de Taburiente, con la inenarrable música de fondo del correr de sus aguas y mirando el más fantástico de los firmamentos cuajado de estrellas, alguien rompió el silencio en el que conscientemente nos sumíamos, para decir: "¡Anda, que si cuando regresemos nos dicen que Franco ha muerto...!" Tan aislados nos sentíamos y tal parecía imposible que aquello pudiera suceder algún día...

          Jaime Pérez nos tenía acostumbrados a presentarnos obras escritas con absoluto rigor científico sobre su ciudad. El monumental trabajo Casas y Familias de una Ciudad Histórica: La Calle Real de Santa Cruz de La Palma, es único en su género, tanto por su contenido como por su estructuración, y estoy seguro que pasará mucho, muchísimo tiempo, para que alguien se atreva, con fundamento, a quitarle o añadirle una coma. El mismo criterio puede aplicarse a La calle Trasera de Santa Cruz de La Palma  y a Santa Cruz de La Palma: recorrido histórico-social a través de su arquitectura doméstica, del que también tuve el privilegio de ser su presentador hace ahora cuatro años. Luego está Los Carmona de La Palma, artistas y artesanos, de los que seguramente le viene a Jaime su amor por el arte y la cultura, y un sinnúmero de otros trabajos, tales como artículos en periódicos y revistas especializados. Y, con toda intención lo he dejado para el final, los Fastos Biográficos de La Palma, obra fundamental para el estudio de la historia de esta isla, que está esperando su definitiva reedición, corregida y aumentada, puesta al día para disfrute de todos, cuya realización esperamos no se demore. Todas estas obras, no sólo son imprescindible compendio de la historia de Santa Cruz de La Palma, sino que se constituyen, también, con su peculiar estructuración, en auténticas y palpitantes crónicas sociales de las generaciones que nos precedieron. Son auténtico y valioso retrato de aquella sociedad en sus distintas épocas.

          Pero, ahora, Jaime Pérez nos sorprende con un libro sobre hechos, datos y vivencias, sin conclusiones, de una época que yo, como el protagonista de la historia, durante mi niñez y adolescencia encontraba de la mayor normalidad. Recuerdo, en los primeros años del bachillerato, empezar el día en el colegio con la ceremonia de izado de la bandera con el brazo en alto al compás del “Cara al sol”. Y les aseguro que, a mis diez u once años, aquello me resultaba la mar de divertido. Así era la vida, no había otra, y los más jóvenes no conocíamos ni teníamos noticia de otras formas de convivencia y, la verdad sea dicha, ni nos importaba entonces. Por este motivo, los verdaderos protagonistas, los auténticos héroes de la historia fueron nuestros padres y abuelos que sí que habían conocido un mundo diferente.

          En lo material, Canarias había vivido los alegres años veinte de la posguerra de la primera mundial. A pesar de las muchas carencias, una familia corriente de clase media podía acceder a un cúmulo de artículos de consumo de cualquier procedencia: mantequilla holandesa o australiana, galletas inglesas, carnes uruguayas o argentinas, cervezas alemanas, mantas escocesas..... Luego las cosas se fueron complicando, pero no llegaron a ser tan trágicas en cuanto a los abastecimientos como en los años de la guerra civil y la década de los cuarenta. Testimonio de ello es este libro, con sus tasas, racionamientos, controles, fiscalizaciones, que en un verdadero alarde de  investigación nos pone a la vista Jaime Pérez. Sin embargo, paradójicamente, llama la atención la completísima carta que el Hotel que acogió a su llegada al protagonista de esta historia ofrecía en su comedor, en aquellos años: sopa de garbanzos con pata de cerdo, potaje de berros, puré de legumbres, huevos a la orden y tortilla de jamón, pescado a la marinera, frito con ensaladilla o a la vinagreta, pescadilla frita, merluza rebozada, calamares fritos, langosta con mayonesa, arroz con carne, lomo al natural, cordero al horno, filete embarrado, chuleta a la plancha, riñones al jerez, cabrito en mojo, lengua encebollada, pollo en salsa, flan y fruta. Tres platos a elegir y flan costaban 10 pesetas, aunque había un menú del día por 6 pesetas. Por lo visto, para el bueno de don Filiberto no debía contar el racionamiento que entonces se sufría.

          En lo social, aunque es verdad que casi se partía de cero, los avances y mejoras llegaban muy lentamente. En lo político..., ocurrían cosas en las que entonces yo no reparaba, que poco después no entendía y, algunas, sigo sin entender. Si hasta el 17 de julio de 1936 ser de izquierdas o pertenecer a un sindicato era como ser bajito, alto, rubio, moreno, gordo o miope, es decir, de lo más natural, cómo es posible que a partir del día siguiente se te encausara por aparecer tu nombre en un listado. Sigo sin entenderlo. Como tampoco entiendo que, hasta que se terminó el conflicto, para la otra facción, la de enfrente, fuera motivo de persecución ser de derechas, católico, cura o simpatizante de un partido conservador. Tal vez por ello, nunca he entendido qué es “éso” que llaman la izquierda y la derecha. Ni me interesa entenderlo.

          Jaime Pérez nos presenta un libro testimonio, al que le ha echado valor. Y, al mismo tiempo, aunque él no lo diga -y tal vez ni repare en ello, ni le importe- es un libro denuncia. Una tremenda, espesa y contundente denuncia. Si es cierto -y yo creo que lo es- lo que nos dice el gran maestro británico de la historia Edward H. Carr, en el sentido de que los hechos puros y duros son el núcleo, el hueso mismo del melocotón de la Historia, y que las deducciones y opiniones controvertibles que de ellos pueden extraerse conforman la pulpa, este libro contiene fundamentalmente hueso, pero nos deja la puerta abierta, nos invita, nos brinda la oportunidad, para que nosotros extraigamos la pulpa, unas veces sabrosa y otras ácida o amarga, de donde parece que no la hay. Y yo me permito invitar a todas los lectores de este singular libro que hagan ese ejercicio intelectual y que cada uno saque sus consecuencias.

          Eran los tiempos de lo que se llamaba el Movimiento con mayúscula, no sé por qué, puesto que ¡pobre el que se atreviera a moverse! Y de las Jerarquías del mismo -también con mayúscula-, que parece ser que eran una cosa muy seria. Pero, aparte de lo ideológico, en lo práctico, en el día a día, para la población no se aportaba demasiado en aquellos años, tal vez porque no era posible dadas las circunstancias en que vivía el país. Hagamos una excepción con el Mando Económico, verdadera rara avis por sus logros, eficacia y aportaciones, tanto en lo económico como en realizaciones sociales, inauditas en aquellos tiempos con los medios que había disponibles.

          Pero también eran los tiempos de aprender a vivir el día a día y de saber sacarle el mayor partido posible a lo que estaba a mano, que era  bien poco. En las fiestas de los barrios, en bailes y diversiones, en la organización de actos culturales -en lo que Santa Cruz de La Palma siempre ha sido maestra- o, simplemente, jugando apasionantes partidos de fútbol en la carretera con una pelota de trapo o yendo alguna noche al cine al aire libre del Parque de Recreo. O convirtiendo en todo un acontecimiento social la llegada del correíllo. Recuerdo ver la calle Real, en su confluencia con la plazoleta del muelle, como si fuera ocupada por una manifestación -sería la única permitida entonces- y era porque llegaba el correíllo. Y estoy hablando ya de los años cincuenta. Recuerdo las sabrosas tapas del “Quitapenas” y la cerveza bien fresquita con berberechos en “La Pérgola” y los bailes del Nuevo Club o del Casino, a los que entraba con tarjeta de transeúnte que Sergio, el recordado hermano de Jaime, me facilitaba. Los Carnavales y los polvos de talco y, alguna vez, no recuerdo el motivo, hasta asistí a bailes en el Hotel Florida.

          También tengo memoria del tramo último del barranco de los Dolores, todavía sin cubrir entre el Puente y la Marina, lo que me parecía muy extraño, y de acudir a reñidos partidos de baloncesto en la plaza de Santo Domingo. A pesar de que yo siempre he sido fundamentalmente “futbolero”, asistía a ellos, especialmente a los que jugaban los equipos de las chicas, aunque, naturalmente, en lo que menos me fijaba era en las alternativas del partido. También dejar constancia de que mi primera Bajada de la Virgen fue la del año 1955; asistía a los ensayos en el Teatro Chico y aún recuerdo trozos de la música y letra del Carro. En aquellos años no había artistas foráneos ni agrupaciones invitadas: los roles, los coros, los actores, los solistas, eran de lo que da la tierra, y era sorprendente el buen gusto, la responsabilidad y el cariño con que acometían la labor de engrandecer sus fiestas, con lo que al mismo tiempo engrandecían su ciudad. Luego, al ver los resultados, para mí era como un milagro.

          Un valor añadido del libro con el que nos sorprende Jaime Pérez es la valiosa sinopsis de datos, cifras, precios y fechas, entresacados y reunidos de documentos y prensa de la época, papeles sueltos siempre difíciles de localizar y, muchas veces, de existencia precaria, que de esta forma aseguran una deseable perdurabilidad y unidad, lo que hay que agradecer también al interés de CajaCanarias y del Cabildo Insular de La Palma en editar esta obra. Además, en el aspecto social, la historia de la ciudad se ve enriquecida con un amplio catálogo de nombres de quienes, de una forma u otra, participaron en los hechos de aquella época, bien fueran autoridades -las famosas “jerarquías”- u otros cargos públicos, profesores del Instituto, artistas locales o del elenco de compañías dramáticas visitantes, sin olvidar las sociedades deportivas y sus componentes, desde futbolistas hasta -lo que para mí era desconocido en La Palma- boxeadores. Y tampoco olvidemos, y ojalá pudiéramos hacerlo, lo que representó el odioso racionamiento, no sólo de los productos alimenticios, sino también de sábanas, gasolina o neumáticos para coches. Era la única manera de repartir entre todos -estraperlos aparte- lo poco que había.

          También nos cuenta el autor cómo eran los actos oficiales -todos cortados por las mismas tijeras-, las procesiones y funciones religiosas, algunas de las cuales constituían auténticos acontecimientos sociales en la vida de la ciudad, la Fiesta del Libro, los actos de inauguración de los cursos lectivos, las visitas oficiales, bien de personajes políticos o de buques, como el Galatea. En fin, el gran valor de este libro es que con todos estos mimbres y otros muchos que omito y que en él están contenidos, se tejió la historia cotidiana del Santa Cruz de La Palma de aquellos años, bajo la égida de aquel a quien llamaban el Caudillo y el paternal amparo de “tío Blas”.

          Vuelvo a insistir en que la narración de Jaime Pérez, que se desarrolla en una época tan polémica y controvertida, corresponde exactamente a la realidad que a los adolescentes de entonces nos tocó vivir. Los que entonces teníamos la edad del protagonista de estas Memorias no sólo no conocíamos otra cosa, sino que creíamos, sin que se nos ocurriera analizarlo, que aquello era lo normal. Por lo tanto, lo aceptábamos sin problemas. Y Jaime Pérez nos lo traslada con total fidelidad y, como en él es habitual, con todo rigor y sin tapujos. Al mismo tiempo, no es capaz de disimular y mucho menos tratar de ocultar, su apasionado amor por la ciudad que le vio nacer y en la que se desarrollan los hechos. Una ciudad que lleva en el alma y a la que, como en todos los amores apasionados, de vez en cuando entra a saco y la desnuda sin el menor pudor, para desentrañar sus más recónditas historias y ponerlas al alcance de todos nosotros.

           Decía el ilustre cura y profesor lagunero Heraclio Sánchez, exponiendo un acertadísimo pensamiento: “Las más grandes tragedias de la vida humana son secretas; tienen por escenario el corazón y, como único espectador la propia conciencia”. Pues bien, Jaime Pérez ha llegado a  identificarse tanto con Santa Cruz de La Palma, que no hay rincón del corazón ni de la conciencia de la ciudad que él no conozca y que no haya investigado.

          Pero hay algo más. Agatárquides, seguidor de la escuela peripatética, fue uno de aquellos personajes singulares que nos legó la cultura helena, que varios siglos antes de Cristo escribió el relato de un insólito periplo por el Mar Eritreo, que hoy conocemos como Mar Rojo. Desconozco si Jaime ha leído a este gran historiador griego, pero no cabe duda de que ha acertado al aplicar a su texto uno de sus principales postulados, que siempre deberían tener presente cuantos toman la pluma para transmitir tanto sus conocimientos como sus sentimientos. Comenzando por aplicárselo a sí mismo, decía Agatárquides, con total lucidez:

               "... si alguien suscita ambigüedad en su sentencia, con ello se quita fuerza al discurso... Si lo dicho se comprende con claridad, también el lector puede sentir la misma emoción; mientras que lo que carece de claridad pierde también su fuerza expresiva".

          Y Jaime Pérez,  consciente o inconscientemente, aplica esta norma a cuanto escribe, al hacerlo con un estilo llano, directo y sin recovecos discursivos, de forma que cuanto expresa y trasmite nos llega con total y absoluta claridad.

          Para terminar, deseo decir y aclarar algo de lo que me parece que aquí, en la cuna de Jaime Pérez García, no se han percatado todavía, tal vez porque los árboles no les han permitido ver el bosque, y es posible que tenga que llegar alguien de fuera para desvelar la verdadera perspectiva. Ni el Excmo. Ayuntamiento de Santa Cruz de La Palma, ni sus instituciones y entidades culturales -Cosmológica, Casino, Real Nuevo Club, etc.-, ni los ciudadanos que en ellos están representados o a ellas pertenecen, son de verdad conscientes de lo que Jaime Pérez García representa para esta ciudad.

          Jaime Pérez no es sólo el Cronista Oficial de la Ciudad, título que tiene muy sobradamente acreditado, pues nadie, en los últimos quinientos años, ha desmenuzado su historia más íntima, desde su arquitectura y su arte, hasta sus casonas, sus familias, sus personajes, tal y como él lo ha hecho, con amor y minuciosidad. Y, por si fuera poco, con un encomiable rigor científico, que hará que su obra perdure en el tiempo. No es sólo, además, Hijo Predilecto de la capital insular, título que en reconocimiento de su meritísima trayectoria le ha sido muy justamente concedido y que él guarda celosamente y con orgullo. Jaime, con su callada actitud y su aspecto exterior de siempre, algo cansino y como si se aburriera del mundo, fachada a la que no hay que hacer mucho caso, es mucho más que todo lo dicho. Sépanlo definitivamente todos ustedes: Jaime Pérez García “es” Santa Cruz de La Palma. En palabras más cultas y más de acuerdo con la vasta erudición del autor de este libro que hoy se presenta, puede decirse que Jaime es trasunto de esta “nobilisima palmaria civitas”.

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