Ciudad alegre y confiada

Pronunciada por Luis Cola Benítez ( En el Círculo de Amistad XII de Enero el 9 de enero de 2006)

          Santa Cruz de Tenerife, capital de Canarias, ciudad que enamora, abierta, luminosa, acogedora..., alegre y confiada. La Naturaleza ha sido generosa con ella en cuanto a su clima, su abrigada bahía, la grandiosa belleza de las montañas que la rodean, el entorno de suave declive en el que se emplaza... y poco más. Porque la historia nos dice que cuanto es y cuanto ha logrado, sea ello poco o mucho, lo ha sido con su propio esfuerzo, paso a paso, a veces en soledad y casi siempre con dificultad y sufrimiento. También es cierto que, a veces, algunos de sus logros han respondido más al impulso o iniciativas de unos pocos que a sentimiento o ansia alguna de preponderancia, que en su ánimo nunca supo anidar. Jamás ha recurrido a despojar a otros para adornarse con galas ajenas.

          Más bien al contrario. Si algo ha caracterizado a Santa Cruz, y a Tenerife, a lo largo de su historia, ha sido, precisamente, su generosidad para con los demás, con las otras islas y con la patria común, hasta el punto de que, como ha dicho Juan del Castillo, "la generosidad de la Ciudad hace que a la provincia se le llame desnudamente Tenerife", lo que Santa Cruz acepta de forma natural. Y esta característica, esta manera de ser como comunidad, ha llegado a tal extremo en algunos aspectos que, lo que en principio podría catalogarse como virtud se convierte en ocasiones en falta grave, llegando a una absurda y generalizada indiferencia, cuando no culpable ignorancia, respecto al importante papel que ha desempeñado en el concierto insular. Santa Cruz, ni siquiera ha sido capaz de resaltar y grabar ante las sucesivas generaciones las circunstancias y el lugar de sus propios orígenes. Lo señalaba uno de sus más ilustres hijos, el primer arquitecto y urbanista nacido en su suelo, Manuel de Cámara y Cruz: "Ningún monumento, ningún detalle -decía-, recuerda de modo visible, sin necesidad de acudir a las páginas de la historia, el primitivo origen de nuestro pueblo". Así se expresaba, más bien se lamentaba, el insigne patriota. Han transcurrido muchos años desde entonces y nada se ha hecho hasta ahora. Por fin, localizado el punto exacto en que nació la ciudad, parece que hay voluntad de poner remedio a este abandono y a ello se han comprometido conjuntamente -dando muestras de gran sensibilidad hacia nuestra memoria histórica- los máximos responsables de la Ciudad y de la Isla.

          Desde los primeros tiempos de su existencia Santa Cruz asumió, con todas sus consecuencias, el papel de puerta y pasillo canalizador de cuantos suministros de todo tipo precisaban los nuevos asentamientos que se iban consolidando en las zonas más favorecidas de la isla. El esfuerzo en el cumplimiento de esta misión marcó su destino y, durante una larga etapa histórica, constituyó su gloria... a la par que su rémora. Por parte de los primeros máximos responsables, poco importaban los problemas que sufriera el lugar y puerto, mientras la entrada de subsistencias y mercancías que el conjunto de la isla necesitaba para su abastecimiento y desarrollo estuviese garantizada. Este, y no otro, fue el origen de sus primeras mejoras urbanas, tal como el arreglo del primer rudimentario embarcadero junto a la desembocadura del barranquillo del Aceite, o el empedrado de la calle de la Caleta –hoy General Gutiérrez-, primera que recibió esta mejora, y la construcción del primer puente del Cabo sobre el barranco de Santos, en ambos casos paso obligado de personas y bastimentos hacia el camino de San Sebastián, que hasta que se construyó el puente Zurita en 1754 era el único practicable que conducía a La Laguna.

         A tal punto llegaba la necesidad de comunicación que, con ocasión de grave y mortal epidemia que asolaba el entonces llamado Lugar y Puerto, y establecido un férreo cordón sanitario en La Cuesta custodiado por soldados, el Cabildo de la Isla con sede en La Laguna prohibió toda clase de tráfico desde Santa Cruz, ordenando a los soldados que cortaran el paso a los "enfermos y sospechosos" de estarlo, pero permitiendo la libre circulación a los comerciantes y mercaderes, por la necesidad de bastimentos que se padecía en aquella ciudad. Es decir, los guardas no tenían mayores problemas para determinar los casos en los que podían franquear el paso: bastaba ser comerciante para dejar de ser enfermo o sospechoso.

        Desde los primeros tiempos Santa Cruz contribuyó con su caudal humano -en ocasiones hasta desangrarse en recursos y fuerza productiva- en numerosas cabalgadas y expediciones a la vecina costa africana, descubriendo nuevos territorios, poblando o fundando villas y ciudades de Norte a Sur de todo el continente americano, en las guerras de Flandes, en las campañas de Portugal o en la del Rosellón o en la guerra de la Independencia. Además, siempre supo estar a la altura de las circunstancias cuando alguna de sus hermanas orientales sufría invasiones berberiscas; cuando, en las terribles hambrunas de los pasados siglos, El Hierro, Canaria, Fuerteventura o cualquier otra isla pedía desesperadamente socorros en forma de grano o agua para la más elemental subsistencia. Incluso, una vez, al saberse de algunos navíos que habían zarpado de Andalucía, donde se sufría el cólera, con destino a Lanzarote, y no teniendo las autoridades provinciales medio de comunicarlo a aquella isla, los ediles del ayuntamiento de Santa Cruz y los propios vecinos fletaron un barco, con cargo a su peculio particular, para que les llevara el aviso. O bien, cuando en 1888 la fiebre amarilla asoló La Palma y la Diputación Provincial prometió alegremente una ayuda de 30.000 pesetas, que no tenía, y Santa Cruz se ofreció a adelantar el dinero, gran parte del cual fue cubierto con aportaciones personales de los propios concejales. Otras veces eran las terribles hambrunas que se padecían en las islas orientales y que obligaban a sus moradores a una masiva emigración forzosa hacia Tenerife –por ser la de mayores recursos-, adelantándose al fenómeno que hoy conocemos como el de las “pateras”. En alguna ocasión se trató de una auténtica avalancha y sólo por el Sauzal llegaron en un día más de seiscientos habitantes de aquellas islas, que fueron remitidos a Santa Cruz, alojados en conventos y casas particulares, llegando a repartirse, con un considerable esfuerzo y las aportaciones de los vecinos, hasta unas 1.500 raciones diarias de comida. Nunca la duda o la indiferencia han sido disculpa para que Santa Cruz retardase el prestar ayuda en cuantas ocasiones ha sido necesaria, dejando constancia a lo largo de los siglos de su vocación de servicio, de su patriotismo y de su benéfico ánimo con el prójimo, tal como lo acreditan los títulos que la adornan.

          Tal vez sea esta forma de ser derivada de la más profunda idiosincrasia de esta población anclada en el Atlántico, secular escala obligada en las rutas intercontinentales. Siempre se ha dicho que Santa Cruz se distinguía por ser una ciudad abierta a todos: al Mundo; pero este decir sólo parecía referirse a la hidalguía de su espíritu de acogida, a su hospitalidad, al hecho de que -como escribió el lagunero Luis Álvarez Cruz-, "moje sus pies en el mar" para dar su amable bienvenida a cuantos a su suelo llegan. Y sólo pensar en sus cualidades de anfitrión no deja de ser, si no un error, al menos una visión parcial de su verdadera naturaleza como pueblo, porque Santa Cruz ha sido y es, además y especialmente, una ciudad que se proyecta hacia el exterior. Hacia el exterior de su propio ámbito geosocial, del territorio que ocupa, comenzando por la propia isla y proyectándose hacia los demás, sin más límite que un horizonte que más se agranda cuanto más se avanza. Este espíritu de universalidad que animó, entre otros, a los fundadores del Gabinete Instructivo, de la Institución de Enseñanza, del Museo de Bellas Artes, del Ateneo Tinerfeño o a los promotores de “Gaceta de Arte”, es lo que la diferencia, esencialmente, de otras ciudades.

          Otras ciudades, en las que históricamente han prevalecido los factores convergentes, que han hecho que todos los impulsos y todas las voluntades confluyeran hacia un solo punto, que ha terminado convirtiéndose en gran polo de atracción, envolviendo tentacularmente y aglutinando cuantos centros de actividad política, socioeconómica, cultural o de servicios se podían dar en su ámbito de desarrollo e influencia. Estos impulsos convergentes, prolongados hasta tiempos bien recientes, fueron la consecuencia de una dinámica vital que puede calificarse como “centrípeta”.

          Por el contrario, Santa Cruz ha sido históricamente fuente de impulsos divergentes que, emanando de su propia idiosincrasia, se abren en abanico hacia el resto de la isla, del conjunto de ellas, y aún más allá. Cuando se viene a esta ciudad desde el exterior de la isla nadie dice “voy a Santa Cruz”, sino “voy a Tenerife”, porque en Santa Cruz de Tenerife -ya lo dijo María Rosa Alonso- "ningún tinerfeño se siente forastero, porque Tenerife es una suma de pueblos en el que todos nos sentimos chicharreros." A lo largo de su vida como entidad con personalidad propia, nunca ha tenido problema en permitir que los polos de atracción se establecieran fuera de su jurisdicción, pensando, no sé si algo ingenuamente en ocasiones, que lo que convenía o era bueno para el conjunto, también lo era para sí. Son de sobra conocidos y precisos los casos que avalan que la actitud vital de Santa Cruz responde a una dinámica “centrífuga”. Existen, es cierto, otras razones y otros componentes de origen histórico, económico y social que habría que tomar en cuenta, -como serían el temprano e histórico minifundismo de Tenerife frente al tradicional latifundismo presente en otras islas- pero en los que ahora no es el momento de entrar. Pero ocurre que esta actitud, como pauta de conducta colectiva, no sólo comporta un “estilo” sino que, además, conlleva una filosofía que precisa de una voluntad de acción ante las situaciones que se le plantean, de lo que muchas veces Santa Cruz de Tenerife no ha sido plenamente consciente.

          Sin embargo, y que no se tome por victimismo plañidero, pues es sólo la constatación de hechos históricos, cuando ocasionalmente Santa Cruz ha tratado, no de pedir lo de otros, sino de reclamar lo suyo o de defender sus derechos, pocas veces le han sido reconocidos en un primer intento y, si se han alcanzado, generalmente ha sido a base de insistentes y laboriosos trabajos. No obstante, cuando pienso en Santa Cruz, cuando hablo de Santa Cruz, forzosamente tengo que ser optimista. Y de igual modo tendrán que pensar cuantos repasen su historia; historia de adversidades y de luchas, de solidaridad y de entrega, de sufrimientos y heroicidades, que a la par de constituir su gloria han devenido en crisol forjador de su carácter como comunidad, y de las irrenunciables raíces de la única población que ha ostentado en solitario, durante más de un siglo, el rango de Capital de las Islas Canarias.

          Y conviene ahora detenernos, y refrescar la memoria a muchos desmemoriados, en las razones -el porqué y el cómo- que llevaron a designar a Santa Cruz Capital de Canarias. ¿Cuál fue la razón de que aquello sucediera? Porque no existió nunca, antes de la época constitucional, quiero decir antes de 1812, pueblo alguno que de forma oficial fuese capital de las Islas Canarias. En realidad, desde su conquista, y por imperativos geográficos derivados de su misma condición de islas -es decir, de su “aislamiento”-, cada una de ellas se constituyó de forma natural en un ente política y administrativamente autónomo, a pesar de las evidentes diferencias originalmente existentes entre las llamadas islas de señorío y las realengas. Quiero decir, para que se entienda bien, entre las islas que eran propiedad particular de sus señores, y las que desde el principio dependieron directamente de la Corona.

          Ni siquiera la existencia de la Real Audiencia -creada en 1526 y establecida el año siguiente- para entender en los asuntos de Justicia, implicó nunca la idea de capitalidad que hubiera llevado consigo un centro administrativo superior, más aún si vemos que, por las ordenanzas de la chancillería de Granada, su sede podía mudarse y establecerse en la isla que se estimase oportuna. Tal es así, además, que desde muy poco tiempo después de su creación, en 1531, el Cabildo o Ayuntamiento de Tenerife obtuvo real cédula para que los oidores del recién estrenado organismo no se entrometieran en conocer en asuntos que eran competencia propia del concejo insular, incluidas las que entonces constituían las importantes decisiones en el ramo de sanidad -por la perenne guardia ante las invasiones epidémicas- o en las autorizaciones para la saca de granos -por las frecuentes hambrunas-. Algo similar ocurrió en las relaciones jurisdiccionales de la Audiencia con los ayuntamientos o cabildos de las otras islas, incluso el de Gran Canaria. Al poco tiempo de su creación, debido a la pestilencia que invadía aquella isla, la Audiencia se trasladó por casi tres años a Tenerife, y ni aún entonces perdió nuestro concejo insular ninguno de sus privilegios; bien al contrario, otra cédula real de 1532 recordó y ordenó a los oidores del alto organismo que no se entrometiesen ni impidiesen al Cabildo el conocimiento de las apelaciones hasta diez mil maravedíes, como habitualmente se hacía. Luego, las órdenes de Felipe II de 1566 recordaron y dejaron bien claras las competencias de la Audiencia sólo en las causas civiles y criminales, y cómo las apelaciones debían dirigirse a la de Granada o la de Sevilla, según los casos. Tampoco en el ramo militar tuvo la Audiencia ámbito de actuación, pues otra real orden de 1663 le recordaba que no debía entrometerse en el conocimiento de las causas militares, que debían ser remitidas al supremo Consejo de Guerra.

          El único ramo del gobierno y administración pública que a raíz de la conquista tuvo un centro de dirección fue, como no podía ser menos, el de la Real Hacienda del Reino. Al principio, como todo lo demás, se estableció en La Laguna, pero en 1585 es el propio Cabildo quien decide bajar las oficinas de la Aduana a Santa Cruz y, -como dice Cioranescu- al comprobar en la práctica lo mucho que le convenía estar cerca del puerto, allí se quedó definitivamente. Al consistir sus rentas en los productos de almojarifazgo y en el aprovechamiento de la orchilla que el Estado se había reservado, los empleados y jefes de este ramo se fijaron en Santa Cruz. Y como Santa Cruz era entonces La Laguna, obviamente debe entenderse que las oficinas de la Aduana continuaron en La Laguna, pero habían cambiado de barrio.

          Poco después, en 1589, se creó la figura de capitán general –siendo el primero Luis de la Cueva y Benavides- que, suprimido el cargo de regente de la Audiencia, era al mismo tiempo presidente de ella, asesorado por letrados en las cuestiones de justicia civil y criminal. En cuanto a la hacienda, le decía el rey a la nueva máxima autoridad insular: "tendreis particular cuenta en el buen recaudo de mi hacienda y de ordenar lo que viéredes que conviene para que no haya fraude." Pero, especialmente, las reales instrucciones que se le confieren son bien explícitas: "Habeis de tener entendido que la principal causa que me ha movido a instituir y establecer el cargo que llevais, ha sido la defensa y seguridad de las islas."Esta precisa instrucción real llevaba implícito el que luego resultó ser poder omnímodo de los capitanes generales, puesto que es evidente que cualquier actividad económica, administrativa o de gobierno tenía que supeditarse forzosa y lógicamente a la defensa y seguridad de las islas, lo que constituía, como expresamente puntualizaba el mandato real, "la principal causa", la verdadera razón de ser de su autoridad.

          Transcurridos cinco años -en 1594- se volvió a nombrar regente de la Audiencia, pero en 1625 se restauró el anterior sistema de los capitanes generales que, a su vez, volvían a ser presidentes de aquella. En 1661 se autorizó al capitán general Gerónimo Benavente y Quiñones para que pudiera residir en la isla o población que mejor estimara para el más eficaz servicio y, por lo visto, decidió estar la mayor parte del tiempo en Santa Cruz, en donde incluso, para su mayor comodidad y recreo, se hizo construir un camino apropiado para poder pasear en su coche de caballos, camino que durante más de dos siglos fue conocido como “Paseo de los Coches” -histórico y evocador  nombre que no estaría de más rescatar-, origen de nuestras actuales Ramblas. Más tarde, en 1723, sería el marqués de Valhermoso, que en las archirrepetidas palabras de Viera y Clavijo fue "el que hasta entonces más mandó y por más tiempo", el que, definitivamente, fijaría en Santa Cruz la residencia oficial de los capitanes generales. Por aquel tiempo se creaba por R.O. el Batallón de Infantería de Canarias, también con sede en el puerto y plaza de Santa Cruz. Durante bastantes años no se dieron mayores variaciones en lo administrativo en Canarias.

          Sin embargo, poco a poco, a través del tiempo, tuvieron lugar diversos hechos, algunos de trascendental interés para Santa Cruz. En 1657, por real cédula del 18 de junio, se había creado el Juzgado superintendente de Indias con residencia en Santa Cruz y atribuciones en todo el Archipiélago, y aunque al establecerse en 1718 la Intendencia General de Canarias la figura del juez superintendente quedó relegada a un segundo plano, la sede del organismo fiscalizador se mantuvo inalterada. En 1763 se creó por primera vez el servicio de correos, fijando su sede en Santa Cruz la Administración principal. Más tarde, en 1778, fue Santa Cruz por su indiscutible liderazgo económico, el único puerto canario habilitado para el comercio libre de todas las Indias occidentales. También el ramo de Sanidad se estableció en Santa Cruz por instrucciones recibidas por el Cabildo de la isla en 1787, aunque tardaron en cumplirse cerca de dos décadas. Hasta entonces, los diputados de Sanidad eran regidores del Ayuntamiento de La Laguna y allí residían, siendo normal que delegaran en el alcalde ordinario del puerto, pero al hacerse obligatorio que los diputados residieran en él y crearse las Juntas de Sanidad en 1812, su sede quedó fijada en Santa Cruz. Ninguno de estos logros y concesiones se había hecho realidad rebajando los merecimientos de ninguna otra población o isla. En ningún caso fue a costa de nadie.

          Es obvio que Santa Cruz era entonces La Laguna, pero el puerto siempre consideró que los logros de una parte lo eran también del todo, es decir, de Tenerife. En 1701 el lagunero convento de San Agustín solicitó para su colegio la autorización de ampliar los estudios y conferir grados académicos, la cual se concedió en el mismo año, pero se opusieron a ella los Dominicos y el Cabildo Catedral de Canaria, y el país quedó privado de este importante beneficio durante 43 años, a lo largo de los cuales tuvo lugar una empeñada contienda. Por una R.O. de 18 de junio de 1744 se instaló, por fin, la Universidad de La Laguna, pero, aunque parezca imposible, la declarada oposición a ella continuó aún con más fuerza, hasta que los enemigos lograron su cierre a los tres años y la creación en Canaria de un Seminario eclesiástico. Y Santa Cruz sintió la dentellada como en carne propia. Igual ocurrió más recientemente, cuando la Universidad de La Laguna fue degradada por los mismos que tenían la obligación de preservarla y engrandecerla, y se le obligó a perder su carácter regional. Y, mucho más recientemente, ahora mismo, ante la irreparable pérdida en desolador incendio de la sede episcopal, antiguo palacio de los condes del Valle de Salazar, pérdida que Santa Cruz llora como propia y por la que nos sentimos desolados, aunque algunos que se la dan de “progres” no quieran entenderlo.

          Al llegar el primer período constitucional está centralizada en Santa Cruz la administración militar y de marina, la económica y comercial y, en gran parte, la civil. El pueblo que durante el primer siglo de su existencia, al menos, recibía el nombre de Villa de Santa Cruz de Añazo, primero, y luego de Tenerife, siempre alegre y confiado, sin saberse el motivo perdió dicha titulación de “villa”, sin hacer por su parte nada para conservarla, señal inequívoca de la poca importancia que daba a su propia historia. Tenemos que llegar al principio del XIX cuando, en 1803, como consecuencia de su sonada victoria de seis años antes en el intento de invasión de las fuerzas británicas mandadas por Horacio Nelson, se vio recompensado con los títulos que acompañaron al privilegio real de Villa exenta. Por fin, después de más de tres siglos de existencia, Santa Cruz tenía jurisdicción propia y era dueña de sus destinos. Lo que no tenía era un solo real para atender a las necesidades que su nueva condición le demandaba e imponía.

          En este trascendental momento histórico, en La Laguna, aunque el Cabildo ya no ostentaba el ilimitado poder de épocas pasadas, sus más insignes nombres, sostenedores de ilustres Tertulias, mantenían muy alta la influencia de la Ciudad, apoyados también por los terratenientes de más lustre de La Orotava y Garachico, que simpatizaban con ella y la apoyaban en sus pretensiones y proyectos. Por su parte -dice Desiré Dugour-, Las Palmas, confiada en la fuerza que entonces tenía su clero y en la alta Magistratura de la Audiencia, miraba con indiferencia los esfuerzos de los prohombres de Tenerife, y asistía complacida a la decadencia del que consideraba su adversario, el Cabildo lagunero, lo que sin duda le favorecía en sus aspiraciones.

          En cuanto a Santa Cruz, añade su primer cronista refiriéndose a su recién estrenada condición de Villa exenta, "no se ocupó desde luego de aprovecharse de la posición que acababa de conquistar. El nuevo municipio, compuesto de hombres prácticos, más bien que políticos, se contentó con el triunfo que acababa de obtener...; y sin llevar más allá sus aspiraciones, trató tan solo de utilizar su nueva posición, en pró de las ventajas materiales de su localidad y aún del país..." Y aclara: "Es verdad que hasta entonces ni la ciudad de Las Palmas ni mucho menos la de La Laguna, consideraban a Santa Cruz como adversario temible, ni que pudiese adquirir más influencia que la que ya tenía.  Sabían, sí, que encerraba en su seno dos poderosas palancas, el comercio y la concentración administrativa civil y militar; pero como a pesar de su emancipación no daba señales de querer valerse de ellas para su engrandecimiento, La Laguna confiada en su Cabildo y Corregidores y Las Palmas en su Obispado y Audiencia, se durmieron en las delicias de la Cápua..."

          Las Cortes de Cádiz dictaminan entonces que deben formarse las Juntas preparatorias electorales y, mientras los diputados canarios se enzarzan en discusiones sobre la sede que debía corresponder a dicha Junta en Canarias -que evidentemente llevaría en sí misma la condición de primer órgano superior político-administrativo con jurisdicción sobre todas las islas-, alguien observa que en el artículo 3º del Decreto se explicita que el "Capitán general de la provincia fuera el presidente de la Junta, si se hallaba en el pueblo en que aquella se situase." Y ese alguien fue el propio capitán general, con residencia en Santa Cruz, quien al amparo del Decreto estableció la Junta preparatoria. Así  lo participó al jefe superior político de la provincia -que así se denominaba entonces a los gobernadores civiles o delegados del Gobierno-, quien a su vez lo comunicó al Ministro de la Gobernación. De esta forma, el 18 de diciembre de 1812, se leyó en las Cortes el oficio del ministro dando cuenta del establecimiento de la Junta electoral en Santa Cruz, por lo que las discusiones en que estaban enfrascados los diputados canarios y los dictámenes librados hasta el momento, quedaban sin efecto. Este fue el primer triunfo de Santa Cruz en pro de sus derechos de capitalidad, derechos que, repito, a nadie arrebató, puesto que no existía capitalidad alguna hasta entonces. Efectuadas las elecciones de diputados a Cortes y provinciales el 30 de mayo de 1813, el jefe superior político convocó a estos últimos y la Diputación Provincial se instaló en Santa Cruz de Tenerife como cabecera de todas las islas. Por cierto que, como la nueva Diputación no disponía de sede propia, el Ayuntamiento ofreció realquilarle parte de la casa que ocupaba en la parte alta de la plaza de la Candelaria, esquina a la calle del Castillo. De esta forma, el nuevo órgano provincial podía disponer de salas donde celebrar sus sesiones, a la par que el ayuntamiento recibía una ayuda para pagar el alquiler, pues muchas veces debía más de un año de renta dada la absoluta carencia de fondos municipales.

          Pero, como es sabido, el siglo XIX español fue turbulento y de continuos vaivenes políticos. En 1814 quedó abolida la Constitución de Cádiz y la administración pública volvió a los mismos cauces por los que discurría antes de 1808. Se suprimieron los jefes políticos, encargando de sus funciones a los capitanes generales, que recuperaban también la presidencia de la Audiencia, y se disolvieron las Diputaciones provinciales. Pero todos estos cambios para nada afectaron a la residencia de las autoridades.

          En 1820 se proclama de nuevo la Constitución del 12. Vuelve el jefe político y es nombrado un nuevo capitán general, y ambos vienen de forma natural a Santa Cruz, no a otra población, a tomar posesión de sus destinos. De nuevo se instala la Diputación Provincial y se celebran elecciones a Cortes y a la Diputación. Por parte de Las Palmas vuelve a reactivarse la cuestión de la capitalidad, y la discusión se empeñó de nuevo con creciente calor, pero sin añadir razón alguna que no fuera ya conocida y sin aportar novedades al debate. La ley se promulgó el 27 de enero de 1822 y, respecto a Canarias, exponía: "Canarias.- Población: 215.108 almas.- Diputados: tres.- Capital: Santa Cruz de Tenerife." El mismo día se votó la organización militar del territorio, repartido en trece distritos, correspondiendo el número 13 a la provincia de Canarias, también con capital en Santa Cruz.

          En todo este largo proceso mucho tuvo que ver un ilustre tinerfeño, al que poco a poco se le ha ido reconociendo su ímproba labor a favor de Santa Cruz. Me refiero a José Murphy Meade -cuya estatua se encuentra desde no hace mucho tiempo en la plaza de San Francisco-, sin duda el político más importante entre los nacidos en esta ciudad, que perseguido por el absolutismo falleció en el exilio mejicano, enfermo y olvidado. Santa Cruz tiene pendiente esta deuda, persistiendo aún la ineludible obligación de saldarla, para lo que no sería una mala fórmula la localización y traslado de sus restos para que descansen acogidos en el Panteón de Hombres Ilustres de nuestra capital.

          En 1823 se vuelve a repetir la historia anterior. Vuelve el absolutismo, queda anulado todo lo hecho en el período liberal, cesan las autoridades e instituciones constitucionales y se nombran otras nuevas, pero, como anteriormente, las autoridades no revocadas y las nuevamente nombradas, sin que hubiese indicación expresa, siguen residiendo en Santa Cruz. El año siguiente se establece una nueva administración con el nombre de Intendencia de policía, con vastas atribuciones civiles y políticas, que viene a sustituir a los anteriores gobiernos civiles. Esta Intendencia también viene a establecerse en Santa Cruz, así como el Comisionado regio lo hizo en 1827. Por último, en 1830 se establece por R.D. la Junta de Fomento de Canarias, también con sede en Santa Cruz. Al llegar la ley de reorganización territorial de 1833, era Santa Cruz Capital de hecho y de derecho de Canarias. De hecho porque aquí residían todos los centros administrativos; de derecho, porque esta residencia tenía legítimo origen en disposiciones o implícitas autorizaciones del gobierno.

          Hasta este momento Santa Cruz se limitaba, cuando se veía obligada a ello, a reivindicar su indiscutible capitalidad, que era la única cuestión planteada, primero por La Laguna y Las Palmas, y luego sólo por Las Palmas. En esta situación, en abril de 1839 se celebraron elecciones de diputados a Cortes, en las que ganó el partido de Canaria, y no pasó nada. Pero en las del mes de octubre, cuando ganó el partido de Tenerife, inmediatamente Las Palmas se apresuró, por primera vez, a pedir la división provincial. Y dice el prestigioso historiador Marcos Guimerá Peraza, con su visión de certero analista de nuestro siglo XIX: "La idea divisionista, pues, aparece ya de una manera clara en este año de 1839, como sucesora de la idea de capitalidad." A partir de esta fecha fueron ochenta y ocho años, a lo largo de los cuales demostraron un enorme tesón, los que tardaron los partidarios de la división provincial en ver colmados sus deseos.

          Desde entonces, desde que Santa Cruz fue despojada de la capitalidad de Canarias, hasta ahora han transcurrido casi otros tantos y, ¿cuál ha sido la actitud de Tenerife? Sorprendentemente, por los elementos de juicio que  todos  podemos barajar –es decir, por la percepción que tiene el común de los ciudadanos-, se ha limitado durante años a desplegar una política puramente defensiva. En todo caso, cuando se han planteado iniciativas capaces de consolidar o reactivar su histórico liderazgo, han surgido diferencias, al parecer insalvables, entre los mismos que tenían el ineludible deber de llevarlas a buen fin, que han dado al traste con las legítimas expectativas surgidas.

          Y, ahora, llegados a este punto, procede aportar unos datos -algunos creo que inéditos-, que pueden resultar sorprendentes para ciertos “expertos” actuales -según los denominó no hace mucho tiempo un periódico local-, expertos que decían textualmente [La Opinión de Tenerife, 28.11.2005] que, "a pesar de las malas relaciones históricas entre La Laguna y Santa Cruz", ambas ciudades deben avanzar hacia una futura unión. Pues bien, mucho antes de que estos “expertos”, y mucho antes también de que los más renombrados paladines del siglo XX de la por tanto tiempo “cacareada” fusión de Santa Cruz de Santiago y San Cristóbal de La Laguna, se atribuyeran los méritos de aquella idea, mucho antes, repito, un sector importante y representativo de ciudadanos ya había esgrimido el mismo argumento como el más lógico y consecuente camino que debía seguir Tenerife en su trayectoria natural hacia el interés común, lo que nos viene a demostrar que no son tan ciertas las “malas relaciones históricas” a que aludían los citados “expertos”. Porque a estos ciudadanos los acaudillaba, en primer lugar, nada menos que el M. I. Ayuntamiento de San Cristóbal de La Laguna, erigiéndose así en auténtico pionero de una avanzada idea entonces, que en ocasiones ha sido más tarde denostada por la miopía intelectual de algunos acomplejados. El 14 de octubre de 1822, en escrito dirigido al Ayuntamiento de la Villa de Santa Cruz, el de La Laguna expresaba sus deseos de unión y concordia, -decía- por "las importantes y trascendentales utilidades que de una unión sincera, franca  y fraternal se seguirán no solamente a los dos mismos pueblos que casi deben confundirse en uno solo y mirar como propios y comunes a ambos las ventajas y establecimientos de cada uno, sino también a toda la Provincia en general". Y continuaban los representantes de La Laguna: "...de manera que en obsequio de tan interesantes objetos, aun cuando en los respectivos vecindarios o en algunas almas apocadas, se hubiesen anidado pasajeramente algunos de aquellos zelos, que son tan frecuentes entre los pueblos limítrofes, y que no tienen otro apoyo que la misma proximidad, estas frívolas preocupaciones que de ningún modo autoriza la razón, se deberían sacrificar ahora en las aras del Patriotismo..." imponiéndose  sobre "las ruinas de las distinciones locales, del vil egoísmo y de los intereses exclusivos."

          Esto lo decía, repito, el Ayuntamiento de La Laguna en 1822 por acuerdo plenario, en escrito firmado, en primer lugar, nada menos que por su alcalde don Tomás de Nava Grimón, por don Josef González de Mesa y don Diego Hernández Crespo, de lo que daba fe el secretario municipal don Josef Albertos. Vale la pena subrayar la frase en la que se dice que se debe "mirar como propios y comunes a ambos las ventajas y establecimientos de cada uno." Es decir, se daba por hecho, con pragmática y generosa visión de futuro, que ambas partes se beneficiarían, recíprocamente, de "las ventajas y establecimientos" de la otra.

          Pero no es el único antecedente documentado. Más tarde, en 1856, un grupo de 634 de los más conspicuos vecinos –y la Historia vuelve otra vez a sorprendernos- también de la ciudad de San Cristóbal de La Laguna, en una exposición suscrita por ellos y dirigida al rey en solicitud de que se conservara el Obispado de Tenerife, decían: "Separado de La Laguna por una calle rural de solo tres millas de distancia y constantemente frecuentada por empresas de ómnibus y carruajes particulares, se encuentra la Ciudad de Santa Cruz Capital de la provincia, que debe considerarse como un solo pueblo con el de La Laguna."

          Este otro texto tiene la suficiente enjundia para permitirnos una doble puntualización. Por una parte, el hecho de que en él se llame "ciudad" a Santa Cruz cuando todavía era villa, es indicativo de la relevancia que ya poseía la población del puerto, reconocida, incluso, como se ve, por La Laguna. Por otra, piénsese lo que representaba entonces la frase "que debe considerarse como un solo pueblo", esgrimida como esperanzador argumento revestido de deseada realidad por los propios laguneros.

          Pero aún hay más. No hace mucho que otro diario tinerfeño [El Día, 16.10.2005] rescataba del periódico lagunero Las Noticias, edición del 28 de septiembre de 1928, la crónica de una reunión celebrada en aquel Ayuntamiento con asistencia de treinta y cinco de sus más sobresalientes ciudadanos, en la que, entre otras cosas, se decía: "Nos place, como tinerfeños, lo que ayer se acordó en este Ayuntamiento, que es algo así [...] como un abrazo cordial que La Laguna tiende al pueblo hermano que sube a dar con ella, y que andando el tiempo [...] tan apretado puede llegar a ser, que fundiéndose amorosamente los dos pueblos en uno solo, [...] surja esplendorosa, con la vitalidad e importancia que ya algunos vislumbran, la nueva y grande ciudad de Tenerife..." Se refería el periódico a la reunión preparatoria de la cesión de La Laguna a Santa Cruz de parte de su territorio, con la definición de nuevos límites jurisdiccionales, cuya acta se firmó el 12 de octubre siguiente. Por Santa Cruz firmaron Pedro Schwartz y Mattos, Arturo Ballester y Campos, Juan Martí Dehesa, Diego Guigou y Costa y José Maldonado Dugour; por La Laguna, Enrique González Medina, José Rodríguez Moure, Juan Reyes Vega, Agustín Cabrera Díaz y Domingo García Cruz. Todos ellos grandes próceres de nuestra tierra, entre los que basta  destacar al citado en último lugar, Domingo Cabrera Cruz, quien se definía a sí mismo como "barro y espíritu de La Laguna" y que, según sus propias palabras, proclamaba a los "cuatro vientos" –decía- su profunda convicción, no sólo de las indudables ventajas que a ambas ciudades reportaría su unión, sino que con ella, y vuelvo a citarle textualmente, "la vieja ciudad de los Adelantados [...] volverá a ser guía y antorcha de Tenerife."

          Pero volvamos atrás en el tiempo. Muchos años antes de que esto se dijera, un gran patriota, al que pienso que todavía no se le han reconocido sus méritos como denodado defensor de Tenerife, su tierra de adopción, expresaba: "...puede llegar un día en el cual La Laguna y Santa Cruz se hallen más íntimamente unidos... lo dejamos escrito -añadía- estimulando a los buenos patricios de La Laguna y Santa Cruz, que los hay en gran número, que contribuyan a extinguir los funestos sentimientos de inmotivadas rivalidades, de envidiosos rencores injustificados, excitando los generosos impulsos de una noble emulación de fraternal concordia, y esperar con entera fe, llegue un día en que La Laguna y Santa Cruz sean un solo pueblo, que sí llegará".

          Y añadía: "Y en efecto, las antiguas rivalidades que enemistaban hasta el odio, y dividían un barrio de otro barrio, un territorio de otro territorio, eran consecuencia natural de la ignorancia...; hoy las naciones han cambiado radicalmente su modo de ser político y social; entonces, los privilegios que despertaban las ambiciones, las vanidades, los egoísmos, formaban las parcialidades o bandos; ahora, la igualdad del derecho que amparando el de todos, armoniza los intereses y los concierta sobre la base de la justicia; y ¿quién se atrevería hoy a sostener esos deplorables egoístas exclusivismos locales, rémora que detiene a los pueblos en el camino del progreso hacia su prosperidad, su paz y bien estar, sin recurrir en la animadversión pública?"

          Todo esto lo decía Pedro Mariano Ramírez de Atenza en 1881.

          Han transcurrido cerca de dos siglos desde el primer escrito de los munícipes laguneros, siglo y medio desde la fecha de aquella exposición de los más de seiscientos vecinos, casi ochenta años desde la reunión en el Ayuntamiento de La Laguna y más de siglo y cuarto desde las palabras de Pedro Mariano Ramírez..., y hoy cabe preguntarse, ¿dónde están los que él denomina "los buenos  patricios de La Laguna y Santa Cruz"? Sabemos que los hay, como los ha habido siempre, pero ¿dónde se encuentran? Todos podemos poner ejemplos, todos conocemos a más de uno, pero pienso que, tal vez, no son conscientes del papel que les corresponde y al que renuncian. Pero la responsabilidad que les atañe es enorme ante la historia, ante la historia de su propio pueblo, que siempre les echará en cara su cómoda postura. O tal vez también sean víctimas de la apatía e indiferencia que parece anegar hoy a nuestra sociedad respecto a la política, que sólo parece interesar, por obvios motivos, a los que han hecho de ella su profesión como actores o como cronistas especializados. Y, si es así, ¿cuál es la razón?  ¿de quién es la culpa? ¿Acaso es que está adormecida la conciencia colectiva de nuestro pueblo?

          Cuando se cumplió el primer centenario de la designación de Santa Cruz como Capital de la provincia de Canarias, un periódico local se refería a la situación que Tenerife sufría, cuando sólo trataba de defender lo suyo, en los siguientes términos: "Aquí ya se acabó el patriotismo porque lo han matado los directores de esa nefasta política de componendas, que dejan hacer todo cuanto quieren que se haga a los enemigos..., con tal que a ellos se les permita recoger las migajas..., cuando no son ellos mismos o sus parientes más cercanos los que disfrutan los manjares del presupuesto." Y añadía el mismo diario: "...tales mañas se han dado nuestros políticos profesionales en desbaratarlo todo y rodearnos de enemigos..." Esto lo decía el periódico El Progreso en 1921, poco antes de que la provincia de Canarias fuera dividida.

          En tiempos pasados, pero no demasiado lejanos, la corporación municipal en pleno dimitía y la ciudadanía se echaba a la calle sólo ante la sospecha de la existencia de algún proyecto que comprendiera decisiones que pudieran perjudicar o ir en detrimento de Tenerife. Hasta las mujeres se manifestaron en alguna ocasión, encabezadas por la esposa del propio alcalde. Desde hace ya muchos años, demasiados años, se nos han presentado los hechos consumados y no se ha alzado ni una sola voz de aquellos a los que los ciudadanos habían dado sus votos y tenían la obligación de defender los derechos e intereses de todos. Sólo alguna noticia o declaraciones en la prensa, con visos de lamentos ante lo que, al parecer, se ha admitido una y otra vez como irremediable.

          No soy yo el llamado a aportar soluciones, ni sabría hacerlo. Pero que no se me pida que guarde silencio, porque no puedo ni debo renunciar al derecho de proclamar en voz alta mis pensamientos, que, por otra parte, sé que comparto con muchos de mis conciudadanos.

* * * *

          He comenzado por calificar a Santa Cruz, a nuestro Santa Cruz del alma, como ciudad “alegre y confiada”, lo que, obviamente, podemos extender a todo Tenerife. He tratado de exponer las raíces, la idiosincrasia que la caracteriza como comunidad, y los datos, los hechos históricos incuestionables en los que se cimentó su capitalidad, ganada a pulso una veces y otras otorgada por sus propios méritos, en ningún caso en menoscabo o en detrimento de otros. Pero igual que ocurrió con su inicial apelativo de villa, que se perdió sin que se conozcan las causas, estos méritos no han contado, históricamente, con los defensores adecuados. Pero, no miremos a otro lado buscando culpables; la culpa sólo es nuestra. En ocasiones han surgido personas o grupos transmisores de ilusión, pero no han sido constantes en el esfuerzo, o han sido engullidos por la vorágine de influencias ajenas o, lo que es peor, de intereses mercantiles o personales. Para ellos, falsos patriotas -y que cada uno de ellos mire en su conciencia-, la más enérgica repulsa. Pero también he proclamado mi optimismo y estoy seguro de que llegará el momento en que Tenerife, Santa Cruz y San Cristóbal de La Laguna, encontrarán el camino. Su historia, su propia realidad, les hace acreedores de ello.

          Para terminar en tono más distendido, me han venido a la memoria unas octavas, un tanto ripiosas, declamadas por un improvisado vate en 1843 y que aunque dedicadas a La Laguna, bien pueden aplicarse a todo Tenerife:

                    "Despierta, sí Laguna, que te llaman  // los hijos de tu cuna con fervor // y dirige la vista a los que claman  /  que vuelvas a tornar a tu esplendor."

          O bien los versos finales de aquel poema de 1902, debido a Isaac Viera, en los que, sin duda rememorando al entonces recién desaparecido Gabinete Instructivo, clamaba:

                   "¿Dónde está la dulce lira  //  de aquel trovador isleño,  //  que combatió con empeño  //  el error y la mentira?  // 

                    ¿Dónde están Pulido, Izquierdo  //  Azcárate y Gil Roldán?  //  Villalba y Dugour, ¿do están?  //  ¡Con qué dolor los recuerdo!  // 

                    Aquí irradiaron la luz  //  espléndida del talento  //  y con cívico ardimiento  //  lucharon por Santa Cruz.  // 

                    Y esta noche al evocar  //  el recuerdo de esos hombres,  //  resuena al citar sus nombres  //  el aplauso popular."

 


          Con la esperanza, que fervientemente desea convertirse en certeza, de que estas modestas reflexiones pudieran servir de estímulo a hombres de todo Tenerife capaces de igualar a los citados, me atrevo a pedir a ustedes, que han tenido la paciencia de escucharme, el más encendido aplauso para tan ilustres nombres, auténticos patriotas, laguneros o chicharreros, que supieron luchar con visión de futuro por su pueblo -como bien dijo el poeta- “con cívico ardimiento”.

- - - - - - - - - - - - - - - - - - - -