Presentación del libro de Jesús Villanueva Jiménez "El fuego de bronce"

A cargo de Emilio Abad Ripoll (Salón de Plenos del Palacio Municipal de Santa Cruz de Tenerife el 25 de mayo de 2011)

 

          (Primeras palabras de salutación, agradecimientos a Libros Libres, Ayuntamiento y al autor, Jesús Villanueva. Brevísima presentación de Jesús).

          Yo creo que desde siempre me gustó la Historia. En mis primeros recuerdos de lector, de más o menos cuando hice la Primera Comunión, se entremezclan las páginas de los libros de Cuchifritín, con  su hermana Celia y su prima Matonkiki; las divertidas aventuras de un niño inglés, Guillermo Brown, y sus amigos Enrique, Pelirrojo y Douglas y su inseparable perro Jumble; el Guerrero del Antifaz y su permanente lucha contra Ali Khan; el TBO, Flechas y Pelayos (muy remoto) con libros de Historia de España, como Sagunto, Numancia, Fernando III el Santo, Doña Berenguela, El Cid Campeador, Don Pedro de Alvarado, Almanzor, etc., libros estos pertenecientes a una colección  de la editorial Araluce, de pasta dura, con una estampa en color en portada, letras doradas y tamaño libro de bolsillo.

          Unos libros de Historia en los que se repetían palabras hoy en desuso, como sacrificio, lealtad, compañerismo, amor a España, muchas veces Patria, cumplimiento del deber, y otras similares por su sentido de compromiso, que también creo que se me grabaron en el subconsciente para empujarme en el momento de la decisión a seguir el camino que elegí en la vida.

          Pero eran libros que relataban estrictamente hechos históricos, con muy pocas libertades imaginativas, por lo que casi podíamos calificarlos como de “ensayos para niños”. En consecuencia uno empezó a ver la Historia como una sucesión de batallas con sus derrotas y victorias, fechas, Reyes y Reinas, y de luchas entre cristianos y moros, conquistadores e indios o de españoles contra franceses unas veces e ingleses otras. Solamente eso…y eso aburría a veces.

          Más un buen día, cuando tendría 10 u 11 años, un familiar de mi padre vino de la Península a Melilla y seguramente informado de que me gustaban los libros de historia me regaló Napoleón en Chamartín, de don Benito Pérez Galdós. Muchos recordarán aquellas ediciones de los Episodios Nacionales, tamaño cuartilla y portada cruda o blanca cruzada en horizontal por los colores de nuestra Bandera. A mí, la verdad, aquel Pérez Galdós no me decía nada, y casi lo mismo sucedía con el tal Napoleón, del que sabía que tuvo un caballo blanco, que llevaba las riendas en una mano, porque la otra la llevaba oculta en la chaqueta, como si le doliera el estómago, y que por su culpa hubo una guerra en España hacía mucho tiempo. Pero Chamartín era otra cosa. No tenía ni idea de que en el siglo XIX hubiese sido un poblado en las afueras de Madrid y en los 40 ya un barrio de la capital, pero me gustaba el fútbol. Yo era del Atlético de Bilbao, como casi todos los niños de entonces, seducidos por el romanticismo de que todos sus jugadores eran de unas entrañables Vascongadas que en mi atlas venían pintadas de verde (¡lo que ha cambiado la vida!), e imitadores sin descanso ni desmayo de aquella delantera formada por Iriondo, Venancio, Zarra, Panizo y Gainza (¡qué bien sonaban en nuestros oídos infantiles aquellos nombres!). Pero aún así, yo sabía perfectamente que Chamartín era el nombre del estadio del Real Madrid, por lo que deduje, apenas mis ojos se posaron en el título, que el protagonista del libro sería un Napoleón distinto al del caballo, que tenía que ser lo que hoy se denomina extrañamente como “crack”, es decir un figura que habría jugado en, o contra, el Madrid. Y a lo mejor era internacional, por lo de la bandera de la portada.

          Claro que apenas empecé a leerlo, me dí cuenta del error. Apeché, con dificultades eso sí, con el libro que, para mi sorpresa, además, no tenía principio ni fin, pues aparecían personajes que el autor daba por hecho que yo conocía de toda la vida y terminaba dejando abierta la puerta de la historia. Pero en mis infantiles entendederas entró la noticia de que también la Historia, la gran Historia, se podía contar como un cuento o como una novela.

          Pasaron los años; supe de don Benito en las clases de Literatura del Bachillerato en mi inolvidable Colegio de Nuestra Señora del Carmen, La Salle, de mi Melilla. Pero de la historia del siglo XIX, o nos contaron muy poco o yo no estudié lo que debiera, pero lo cierto fue que no me enteré de casi nada.

          Ya de Teniente y de nuevo en Melilla, los Reyes Magos de 1963, a instancias de mi entonces novia, tuvieron a bien regalarme este libro que tengo en las manos: el primer tomo de una edición de Aguilar de los Episodios Nacionales que comprende desde Trafalgar hasta El terror del 24, es decir, la primera serie y más de la mitad de la segunda de las cinco que componen el total. Un libro leído y releído, porque, sin conocer su recomendación, hice lo que decía don Francisco Martínez Viera: “Lea usted los Episodios Nacionales, o vuélvalos  a leer si ya los ha leído”.

          Pronto me entusiasmé con su lectura. Descubrí la cara oculta de las batallas, de los combates; lo que estaba tapado por las páginas del calendario, la mayestática sombra de los Reyes y la imponente figura de los héroes. Las novelas hablaban de amor a la Patria, de valor, de defecciones, de entusiasmos y de poderosos barcos y cañones… pero también hablaban de la gente normal, de la VIDA. Cada uno de los protagonistas era como el núcleo de un átomo de la gran Historia; pero a su alrededor giraban padres, hermanos, esposos, amigos, superiores y subordinados…; todos veían afectadas sus historias personales, sus vidas, por los acontecimientos que se desarrollaban a la par que sus existencias. Los personajes de las novelas de Galdós eran seres que sufrían, pasaban hambre o comían hasta saciarse, reían y lloraban,  o repentinamente sentían el miedo calarles hasta los huesos (recuerdo cuando Gabriel de Araceli, el protagonista, todavía un niño, acababa de pisar la cubierta del enorme Trinidad, nuestro buque insignia, y aún entusiasmado por lo que veía, contemplaba los preparativos para el inminente combate de Trafalgar. Observó que unos marineros cubrían de arena toda la cubierta del barco e intrigado preguntó la razón de aquella operación. La respuesta le llegó de un grumete que le acompañaba: “Es para la sangre”. Y Gabriel sintió terror por primera vez en su vida.). O, por el contrario, se envalentonan y enardecen, como el viejo sacerdote que sufría si se sacrificaba un pollo y era incapaz, según sus propias palabras, de matar un gusanito, que al contemplar desde su balcón el combate en las puertas del Parque de Artillería de Monteleón el 2 de mayo de 1808, se siente dispuesto a bajar a la calle para “alentar a esos valientes diciéndoles en castellano aquello de ¡Dulce et decorum est pro patria mori!”.

          Fue gracias a las novelas históricas de Pérez Galdós como puede remediar parte de mi ignorancia sobre el siglo XIX que he citado antes. Comprendí, y defiendo desde entonces, que para una persona normal, una novela histórica, que se enmarque en hechos contrastados y verificados documentalmente, es, sino la mejor, sí la forma más amena de aprender Historia.

          Bueno, la vida siguió su curso y un buen día mi familia y yo aparecimos por aquí, con la idea de cumplir los reglamentarios 2 años de destino en el Estado Mayor de la Jefatura de Tropas y regresar luego a la Península, con preferencia a la zona de Andalucía. Esos 2 años se han convertido ya en casi 32. Vivimos al principio un año en la esquina de Numancia con la Rambla General Franco, de modo que para llegar a mi oficina, en el piso superior del edificio del Gobierno Militar, recorría buena parte de una calle que se parece mucho a la que era la “mía” cuando niño en Melilla, la que llevaba, y a Dios gracias lleva, el nombre de Avenida 25 de Julio. No tenía ni la menor idea de cuál sería la causa de aquella designación por lo que pregunté a un compañero, aprendiendo de sus palabras que se debía a que, ese día de 1797, Nelson había sufrido aquí una fuerte derrota. ¿Nelson? ¿El invencible e invicto Nelson? Me aseguraron que sí, y poco tiempo después tuve que colaborar con Protocolo del Ayuntamiento para coordinar la participación militar en los actos conmemorativos de aquella victoria. Pero la verdad es que, como casi nadie hablaba de ello, yo tampoco me interesé mucho.

          Siguieron pasando los años, y tras casi 5 fuera del “Chicharro”, volví como Jefe de Estado Mayor de la Capitanía General. Y pocas semanas después, allá por la primavera del 96, el Teniente General me dijo que le acompañase una tarde a una reunión con la Tertulia de Amigos del 25 de Julio. Salí de la cita, y a ellos se lo he contado muchas veces, convencido de que aquellos señores eran un grupo de ilusos, cargados de muy buenas intenciones, pero sin más poder que su insistencia y el convencimiento de que tenían razón en la necesidad de que no se dejara pasar sin pena ni gloria el Bicentenario de lo que en sus conversaciones definían como la Gesta, pues por estos lares a nadie parecía importarle un ardite lo que el hecho había significado para Santa Cruz, para la isla, para Canarias y para España. Y creí que nada o muy poco -si acaso aquello en lo que pudiera apoyarles Capitanía- conseguirían.

          Afortunadamente me equivoqué de pleno. Aquellos ilusos lograron una celebración de tal calibre que, si uno hace un repaso de lo que ha sido en los 25 últimos años la actitud de nuestros dirigentes más cercanos hacia la Cultura y la Historia, creo que los actos del bicentenario fueron el único hito que perdurará en el tiempo y en el recuerdo.

          Más tarde al pasar a la Reserva, me incorporé al grupo de los ilusos y con ellos me sigo ilusionando, enfadando y entristeciendo por tanta dejadez y tantas cosas que habría que hacer. Pero hoy no es el momento de hablar de ello. Sigamos con los libros.

          Pues bien, la celebración y sus secuelas, desde el punto de vista bibliográfico, se saldaron con la edición de más de decena y media de libros (pueden comprobarlo en nuestra página web). Todos ellos son obras derivadas de una meticulosa y exhaustiva investigación histórica, son ensayos y biografías que han derramado toda la luz que es posible verter sobre la Gesta y sus personajes principales. Esos libros están ahí, algunos agotados, pues las tiradas fueron cortas (aunque varios pueden descargarlos de la página web de la Tertulia); otros, supongo, deteriorándose en los depósitos de las entidades que sufragaron su edición; y algunos en las librerías. Pero hay que reconocerlo: No han llegado al gran público.

          Por eso, una vez tuve la osadía de imaginar que yo podría enmendar ese yerro escribiendo una novela con personajes de carne y hueso, “de la calle”, que junto a los que ocupan un lugar en la Historia y llenan las páginas de esos libros que he citado, vivieron la angustia de la amenaza, la exaltación de los combates, en algún caso el dolor de las heridas, y todos la alegría de la victoria. Pero necesitaba apoyo y consejo; y lo busqué en un amigo, uno de los primeros ilusos, Luis Cola. Al comentarle una noche que regresábamos de alguna conferencia hacia nuestras respectivas casas que quizás fuese necesario escribir una novela sobre la Gesta, y antes de que yo le hubiese desvelado totalmente mis intenciones, me dijo, con esa modestia suya tan grande como su bonhomía y su sapiencia, que él “una vez había escrito una novelita”sobre ese tema. Jamás se lo había oído comentar y le rogué que me la dejase leer. Al día siguiente me entregaba una resma de hojas de impresora antigua, de aquel papel continuo con agujeritos en los bordes, con el título de 1797. Cinco días de julio. Efectivamente, por el tamaño era una novelita, pero por el contenido era un libro con todas las de la ley, que recogía ese período de tiempo en la vida de un honrado herrero de Santa Cruz que se vio envuelto en la mayor aventura que jamás pudiera soñar.  Con permiso de Cola hablamos con Francisco Pomares, director de Ediciones Idea y el proyecto se hizo novela. El verano pasado se reeditó, gracias a la Concejalía de Cultura del Ayuntamiento y les aseguro que es una obra ideal para entusiasmar a la gente joven en el conocimiento de la Gesta. Bueno, tras el libro de Luis, y como a mí no se me ocurría nada que pudiese mejorarlo, abandoné mi proyecto de llegar a convertirme en Premio Cervantes de Literatura.

          Pero un buen día, y hora es que hablemos otra vez de él, Jesús Villanueva se rozó con los ilusos. Asistió a varias de nuestras conferencias y presentaciones y le entró el hormigueo por conocer a fondo los entresijos de la Gesta. Me pidió consejo acerca de los libros que debía leer para aprender todo lo que pudiera de los antecedentes y los consecuentes del hecho y finalmente decidió que era capaz de escribir una novela que diera a conocer a la gente, no sólo tinerfeños y canarios, sino también del resto de España, y especialmente a los británicos, un hecho que nuestra historiografía toca muy poco y en la inglesa es prácticamente inexistente. Ambicioso proyecto, sin duda.

          A partir de entonces empezamos a mantener más contactos, manteniéndome informado de cómo iba tomando cuerpo el libro. Y una mañana me dejó pasmado cuando me dijo que había llegado ya a los 300 folios. Claro que casi me dio un patatús cuando, algunas semanas después, se presentó en casa con las más de 500 hojas de tamaño DIN A-4 que componían el original de la novela, pidiéndome hiciese el favor de leerla, corregirla en todo lo que yo creyese conveniente y darle mi opinión. Así lo hice, me gustó y tan sólo tuve que corregir, si se puede llamar así, esas palabras que Windows se empeña en modificar sin pedirnos permiso. Pero quedaba la prueba del algodón, el "Nihil Obstat", es decir que la novela pasase por las manos de Luis Cola, que confirmó mi primera opinión.

          Jesús podrá hablarnos si quiere luego del largo embarazo que supone la de búsqueda de editor; de la suerte de encontrar en Libros Libres al mejor experto en partos bibliográficos; y la feliz llegada al mundo, la ansiada publicación, al fin, de su obra.

          Con toda sinceridad les aseguro que ésta es una gran novela. Una novela que definí, ante el escepticismo de algunos y casi el "vade retro" de otros, la primera vez que en público hablé de ella, como galdosiana. Jesús sabe que más de una vez le dije que era una verdadera pena que Galdós no comenzase sus Episodios Nacionales con Tenerife, en lugar de Trafalgar, pues entonces el hecho se hubiese conocido en todo el mundo. Y no hace tres semanas que el Cronista Oficial de Las Palmas, don Juan José Laforet escribía en ABC un artículo que titulaba “Nelson, un nuevo episodio nacional”, expresando en él que El fuego de bronce “constituye un relato que puede ser considerado un nuevo episodio nacional.” Por eso Jesús me mandó inmediatamente el artículo por correo electrónico. Claro que si hubiese sido así, no hubiese tenido yo el honor de presentar la novela y ante semejante auditorio.

          Para mí lo mejor de la novela es que Villanueva ha sabido captar perfectamente la que ha sido la idea básica, el caballo de batalla que ha montado la Tertulia desde hace ya bastantes años. Y ese concepto no es otro que el de que la Gesta no terminó en la luminosa mañana del 25 de julio de 1797 en la Plaza de Candelaria, cuando el  sol por levante enmarcaba los colores de la bandera que ondeaba señera en el cercano Castillo de San Cristóbal, testigo mudo y poderoso (lo acababa de demostrar) del desfile de las vencidas tropas inglesas hacia sus barcos. Ni mucho menos. La Gesta, como tantas veces hemos repetido en palabras del Marqués de Lozoya, “el hecho más importante de la Historia de Canarias desde su incorporación a la corona de España” llegó mucho más allá en el tiempo y en sus consecuencias.

          La Gesta supuso la concesión de escudo, el villazgo, la creación de ayuntamiento propio, cuya sede ocupamos hoy nosotros, y luego, en 25 años justos, la capitalidad del Archipiélago, es decir el encumbramiento máximo al que podía llegar aquel pequeño Lugar y Puerto, aquella heroica Plaza fuerte.

          Por eso la novela empieza antes del verano de 1797, narrándonos las vidas sencillas de aquellas gentes, que uno, a las pocas páginas parece ya conocer de algo. Porque aunque quizás no se llamaran de igual manera, en los dos pequeños núcleos que eran Santa Cruz y La Laguna tuvieron que vivir, soñar, gozar y sufrir seres como Fermín y Pilar, venteras como Carmita, amigos hasta el sacrificio como Damián, mala gente como el cejijunto y el señorito caciquil, soldados como Juan Diego y sargentos como Padilla, desgraciados como Fabián, viejos enamorados de las glorias de la historia de su patria, como el lagunero don Bernardo, viejitos cotillas e ingenuos como don Cosme y don Paco, aguadoras como Segismunda… Y bastantes más que hasta hoy permanecían ocultos tras las figuras históricas tan estudiadas de Gutiérrez, Marqueli, Estranio, Grandi, Siera, Adam, Forstall, Marrero, etc. Al igual que existieron estos, también los otros, con otros nombres fueron protagonistas de la Gesta.

          Y también por la razón de captar perfectamente el significado de la Gesta, Jesús no pone la palabra FIN tras la capitulación. La novela sigue y cuenta el acto del 29 de julio en la iglesia del Pilar, un acto que muchos vecinos no entienden, pero intuyen que va a ser trascendente para su Santa Cruz. Y finaliza en plena alegría popular porque el Rey, en compensación por la sangre vertida y la victoria alcanzada, ha concedido Pendón (¡Dios mío, que algunos se avergüenzan de lucir por las calles de la ciudad!) a la flamante Muy Leal, Noble, e Invicta Villa, Puerto y Plaza de Santa Cruz de Santiago de Tenerife (que todavía ganaría por la caridad de sus gentes el de Benéfica, que ostenta en su escudo, además de el de Fiel, concedido por la Junta Suprema de Canarias por ser la primera localidad del Archipiélago en demostrar públicamente su Fidelidad a Fernando VII cuando la invasión napoleónica, título que nunca sus ediles han reclamado).

          En aquella tarde de alegrías y voladores, Santa Cruz y la pareja protagonista, por caminos diferentes van a comenzar una nueva vida.

          Repito que esta es una gran novela, que además y por lo que dije al principio, era necesaria, pues en sus páginas miles de personas van a descubrir algo de lo que, en muchos casos no tenían ni idea. Ojalá que nuestros nuevos gobernantes municipales e insulares la lean también y recuerden lo que ya dije antes, que Cultura e Historia son los pilares básicos de cualquier proyecto político. Que si a una sociedad le quitamos, como sucede actualmente, esas dos fuentes culturales e históricas de las que se nutren sus raíces, está condenada a desaparecer.

           Además, como también dije en ocasión de la presentación de la monumental biografía del general Gutiérrez, esta era una deuda que había que saldar con aquellos tinerfeños -recordemos una vez más que en la salvación de Santa Cruz participó toda la isla-. Hoy, las almas de Fermín, Pilar, Damián, Carmita y los demás deben estar revoloteando, gozosas por este hermoso Salón de Plenos.

          Voy a terminar y me van a permitir que le diga dos cosas a nuestro autor.

          La primera es que, con los pies en el suelo, disfrutes de este triunfo ganado a base de esfuerzo y sacrificios personales y familiares. Acuérdate de que en el último día nos pedirán cuentas de lo que hemos hecho con los talentos que se nos concedieron, por lo que esperamos que a este libro sigan otros, pero siempre, como has hecho en esta obra, con el más escrupuloso respeto a la verdad. Casi termino con el consejo que don Víctor Zurita Soler daba a los jóvenes periodistas, y que yo me atrevo a ampliarlo a los autores: “Servicio a la verdad, corazón para defenderla y trabajo, mucho trabajo.”

          La segunda es comunicarte ante todos que en la última Asamblea General Ordinaria que la Tertulia celebró el pasado 25 de abril, se aprobó por unanimidad que esta tarde te ofreciese formar parte de ese grupo de ilusos que constituye la Tertulia Amigos del 25 de Julio. Todos deseamos tu aceptación.

          Y nada más. Muchas gracias a todos por su atención.

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