Presentación del libro de Jaime Pérez García "Santa Cruz de La Palma, recorrido histórico social ..."

A cargo de Luis Cola Benítez  (Real Club Náutico de Santa Cruz de La Palma, año 2004)

 

          Hablar de Jaime Pérez García en Santa Cruz de La Palma, siendo como es -y muy merecidamente, por cierto- Cronista Oficial e Hijo Predilecto de la Ciudad de sus amores, sería una banal pretensión por mi parte. Porque, ¿quién no conoce a Jaime Pérez en La Palma? Gran parte de los viejos adoquines de la calle Real, hoy felizmente remozada, y de tantas otras, han sido y continúan siendo desgastados por su paso sereno y pausado, observando el paisaje urbano de su ciudad, no solamente el físico y material, sino pretendiendo, además, introducirse en su alma, para captar el espíritu de las casonas, de sus moradores de ahora y de antes, empapándose de una atmósfera que le sugiere íntimas reflexiones; decorado y ambiente –él no concibe lo uno sin lo otro- con los que yo creo que ha alcanzado una simbiosis cercana a la perfección. Santa Cruz de La Palma, con su singular encanto de madre hermosa, serena y recatada, lo acoge en su regazo, y él le corresponde, conocedor como nadie de sus secretos, con el más puro y profundo amor filial y le brinda su dedicación y sus afanes.

          Jaime Pérez García ha escrito un nuevo libro. Pero no un libro más. Porque los libros de Jaime Pérez, todos los que ya tiene publicados, han sido escritos con la misma ilusión y rigor que otros dedican a su ópera prima; para él, todos sus hijos son primogénitos. Después de sus muy valiosas aportaciones a la historia de La Palma aparecidas en periódicos, revistas especializadas y tratados genealógicos, llegan los tres volúmenes dedicados a los Fastos biográficos, admirable y riguroso trabajo, imprescindible ya como libro de consulta en la historiografía palmera, en primer lugar, y en la de Canarias en general. Especialmente, como dejó dicho el profesor Régulo Pérez, se trata de la historia de La Palma a través de sus protagonistas. Además, representa un encomiable e inaudito esfuerzo, sin parangón en su ámbito geográfico.

          Pero son sus posteriores trabajos los que de verdad nos admiran y sorprenden por su original manera de enfocar el estudio histórico de una comunidad, realizados con un rigor científico que tiene como base el esfuerzo, la dedicación y la responsabilidad, lo que le acreditan como historiador serio y concienzudo. Jaime Pérez García, lejos de dejarse encandilar por las “alilayas” y banales tramoyas de las historias -de las que seguro tiene un amplio repertorio en sus archivos-, es capaz de rescatar en un océano de datos en el que cualquier otro se perdería, lo substancial de esas historias. Y, con un riguroso soporte documental, las pone ante nuestros ojos de manera clara y llana, permitiéndonos acercarnos a personajes y familias y adentrarnos en sus moradas, en ocasiones pieza por pieza o piso por piso, llegando a las umbrosas bodegas, los altos graneros, los recatados patios o las soleadas huertas, para poder comprender mejor la sociedad en que estaban integrados.

          Tanto el libro que hoy nos congrega aquí como sus antecedentes, Casas y familias de una ciudad histórica. La calle real de Santa Cruz de La Palma y La calle trasera de Santa Cruz de La Palma, son brillantemente comentados y examinados en el prólogo del que hoy se presenta por la autorizad y erudita pluma del profesor Francisco Javier Castillo, de la Universidad de La Laguna. En consecuencia, poco puede y debe añadir aquí quien les habla, al que en este caso no avala más título que el muy honroso y sumamente gratificante de una añeja y profunda amistad con el autor. Por tanto, todo lo que yo pueda decir de la obra de Jaime Pérez García será un atrevimiento por mi parte ante tan autorizado prologuista o una visión subjetiva y parcial, condicionada fuertemente por el entrañable afecto que a él me une.

          Pero como la amistad lleva consigo lazos y compromisos ineludibles, algo tendré que decir de este libro, Santa Cruz de La Palma: recorrido histórico-social a través de su arquitectura doméstica, que viene a completar la más espléndida trilogía dedicada hasta ahora a la historia de la capital palmera, una historia que podemos vivir paso a paso de mano de Jaime Pérez.

          Al adentrarnos en nuestro imaginario recorrido en la sociedad que vivía en aquella ciudad pretérita, descubrimos modos, modas, hábitos, costumbres y creencias, en definitiva, formas y filosofías de vida que, en ocasiones, hoy pueden sorprendernos, pero que naturalmente responden a las formas sociales de cada momento. A veces, los hechos, los sucesos, las transacciones, son explícitas y meridianas. Pero, otras, dejan abiertos interrogantes que excitan nuestra imaginación y dejan al lector con deseos de saber más de lo que los viejos documentos, escrituras o testamentos nos transmiten.

          Así vemos cómo eran las fiestas de la población y la participación que todos los ciudadanos, encabezados por las principales familias, tenían en las mismas, tradición que venturosamente aún perdura. Y los juegos populares... Por ejemplo, ¿desde cuándo existió el llamado “juego de la bola” y hasta cuándo? Y los oficios o profesiones: bodegueros, carpinteros, pintores, alarifes, que a veces eran verdaderas profesiones y otras eran consecuencia y parte de la actividad familiar, como cuando la viuda doña María de Frías pide a la Real Audiencia que no se le embarace la venta de sus vinos en la lonja de su casa, por ser su único medio de vida o, como bien decía ella, "no tener otra conveniencia". Y, naturalmente, constructores navales, profesión de acreditada y sobresaliente solera en esta isla de San Miguel de La Palma. En ocasiones concurren varios oficios o actividades en una sola persona, como en el caso de Victoriano Rodas, que era maestro, poeta, músico y pintor, actividades todas ellas que encajan perfectamente, como una especie de compendio, en la más auténtica idiosincrasia palmera. ¿Quién, nacido en La Palma, no es algo poeta o algo músico y, en suma, algo artista? Pero también se nos presentan oficios bien peculiares, que nos hablan de otras épocas y de añejas costumbres, e incluso que respondían a necesidades cotidianas, tal como el curioso oficio de “ciriero”, que así llamaban al fabricante de cirios, que a la vista de las abundantes celebraciones religiosas, misas, votos y promesas que se reflejan en esta crónica ciudadana, debió ser una actividad con mucha demanda.

          Y, por supuesto, el comercio, no sólo el local, sino -como ocurría en todas las islas- el que se proyectaba al exterior, especialmente hacia América, constituyendo frecuentemente la motivación del inevitable “sueño indiano” que todo canario ha presentido. En este orden de cosas no era extraño que el comerciante, mercader o “mercante” -así se les conocía también- fuera a la vez el constructor del navío, su armador y su capitán. Es el caso, entre tantos otros, de Antonio Rodríguez de la Cruz, que fabricó el barco Nuestra Señora de la Estrella del Mar, en unión del Licenciado José Guillén -al que acabó comprándole su parte por 4.584 reales- y que, consecuente con el nombre de su navío, donó una imagen de Nuestra Señora de la Estrella a la ermita de San José. Lo perdió todo en un asalto de los ingleses y comenzó de nuevo su carrera como maestre de otro buque en viaje a La Guaira. Debió trabajar muy duramente, pues al morir dejó más de treinta mil pesos, adquiridos decía- "en mis navegaciones y trabajo personal".

          Otros tuvieron la fortuna de no perder el barco, como es el caso de Domingo de Cabrera, también mercante de profesión, que en 1766 hizo viaje a Campeche con escritura de riesgo y regresó dos años después con el mismo navío, el San Francisco de Asís, alias la María. También un hijo del ayudante Francisco Javier Romero, Diego Feliciano Romero y Pintado, que viajó a Campeche en 1764 “con poderes para defender intereses palmeros”, lo que nos lleva a preguntarnos de qué clase de  intereses podría tratarse. Por último, citemos también a José Alejandro Luján, del barrio de San Telmo, que pagó todas las deudas de sus padres y puso sus propiedades a nombre de su madre y hermanos. Dueño y administrador del Santa Rita de Casia, viajó varias veces a Campeche y La Habana y, en 1788, al mando del paquebot San Francisco navegó a Santander y a La Habana de nuevo, siendo de los primeros en aprovechar la nueva libertad de comercio.

          Toda la riqueza que con estos trabajos se generaba, que no era poca, revertía generalmente en la isla y su capital, y daba lugar las más de las veces a un trasiego de propiedades en tierras, casas, mejora de las ya existentes, donaciones, adquisición de obras de arte, etc., que poco a poco fueron engrandeciendo y ennobleciendo la planta de una población con la que -hay que reconocerlo- la orografía nunca se mostró generosa. A Santa Cruz de La Palma, aprisionada desde La Caldereta al barranco de las Nieves por el empuje del Risco, no le ha quedado más remedio que asomarse al mar hasta mojar sus pies en la rompiente de las olas, y aún abrir caminos en ellas hacia otros horizontes, desde los que también se le han abierto nuevas expectativas. De esta forma, en un ir en venir de siglos, pausado e insistente, como la lanzadera del viejo telar de sus famosas sedas, se ha forjado su identidad y ha llegado a ser lo que es y como es, imposible de entender si no se tienen en cuenta estos factores.

          Y es curioso constatar, ciñéndonos al patrimonio de sus moradores, como a pesar de la proliferación en ciertas épocas de tantos mayorazgos y vinculaciones, en lo que simplemente se era fiel a la tónica general de los tiempos, en ocasiones la propiedad se dividía y dividía hasta límites increíbles. Así, llega a ocurrir que la mitad de una casa de la calle Garachico es adquirida por un ciudadano como consecuencia de una herencia, pero para hacerse con la otra mitad se vio precisado a comprar nada menos que a dieciséis propietarios diferentes. Y, más recientemente, ya en el siglo XIX, hay quien adquiere un solar en la calle Apurón por compra a diecinueve titulares.

          Está claro que la propiedad urbana es considerada a través de los tiempos como una inversión que no sólo aporta seguridad, sino que en muchos casos implica otra serie de valores, tales como  prestigio, nivel social, representatividad, etc. A poco que se pueda, se trata de dar la mayor prestancia y decoro a las casas de habitación, a sus fachadas e interiores, y Santa Cruz de La Palma posee un rico catálogo, del que Jaime Pérez se constituye con sus obras en auténtico y autorizado portavoz.

          A veces las calles, los lugares, no son conocidos por sus nombres oficiales o por el de las personas que allí viven, sino por peculiaridades de la arquitectura o de su inmediato entorno. Ahí está el caso de las casas de La Palmita, nombre que aún perdura; o el más peculiar aún de la casa del sargento mayor Bartolomé de Frías, en la calle de Díaz Pimienta, la que a pesar del renombre y lustre de su propietario fue conocida, debido a la novedad que entonces representó su construcción, como “la casa de la azotea”, y así se le llamó durante más de dos siglos. También era muy de tener en cuenta la situación de la propiedad dentro de la accidentada topografía del  entramado urbano y la manera de que no se perdieran las ventajas de su ubicación: un propietario podía vender el solar frontero a su casa, pero en la escritura se hacía constar expresamente la prohibición de levantar dos pisos “para no perder la vista panorámica”.

          El trasiego de propiedades de cualquier clase era muchas veces consecuencia de herencias y este libro deja buena constancia de ello. Pero a veces las transacciones eran bien peculiares en cuanto a la forma y plazos de los pagos, en una sociedad como la canaria en general, que fue durante siglos deficitaria en numerario, lo que daba lugar a singulares acuerdos que hoy pueden sorprendernos pero que eran entonces bastante normales. Doña Prudenciana vende, junto a la ermita de San Sebastián, a cambio del pago de 4 reales semanales, ocho fanegas de trigo en agosto y 150 pesos para el entierro de ella y de su hermana. Y, en 1729, se vende un navío en 26.000 reales, a cobrar un tercio en dinero, otro en trigo y otro en ropa.

          Pero hay más, mucho más, en la obra de Jaime Pérez. Ahora se habla mucho de la “historia de las mentalidades” y, si mentalidad es la cultura y modo de pensar que caracteriza a un pueblo, a una generación, este libro es un denso compendio de la materia en cuanto a Santa Cruz de La Palma se refiere. La arquitectura, el comercio, el devenir de las propiedades, la formación de las calles y de los barrios, es sólo la materialización física y el escenario de un modelo de vida que le es característico a la comunidad, y que se basa en un conjunto de hábitos, creencias, modas y costumbres, que comportan toda una filosofía vital.

          Era normal en las sociedades pretéritas demostrar ante los demás el lustre y categoría social, fuera su origen por estirpe familiar o por el poder económico alcanzado, basándose en ostentosas manifestaciones de fe religiosa. Ello daba lugar fundaciones, legados, donaciones y votos de todas clases y de todos los colores. Las principales familias se implicaban a través de este proceder, no sólo con las órdenes religiosas y el clero en general, sino también con el conjunto social de su entorno, en el que el común de los ciudadanos agradecía estas muestras de fe y prodigalidad que a todos enaltecían. Pero no era extraño que, tras grandes faustos y demostraciones -se llegaba incluso a falsear informaciones de nobleza- se ocultaran penurias y miserias familiares. Había que contribuir como fuera al mayor esplendor de las fiestas y conmemoraciones y se estipulaban donaciones y se hacían fundaciones, se dejaban legados para celebrar funciones, enramar altares, encender lámparas, hacer luminarias y lanzar voladores, aunque se hipotecaran casas y propiedades y se gravaran con tributos imposibles de redimir.

          Durante al menos un par de siglos, estas y similares manifestaciones externas de exaltada fe envolvían la vida cotidiana como un sudario, lo que no debe extrañarnos hoy, pues no podemos medir la historia pasada con vara del presente. Sencillamente, era lo que había. En una casa –en lo antiguo de Brier- de la calle  entonces llamada de la Cuna o del Hospital, al hacer un inventario se reseñan en la sala, aparte de unos pocos muebles, nada menos que veintiocho cuadros, todos de santos; un auténtico museo sacro particular. Y los testamentos nos dejan constancia de la preocupación por la salvación que embargaba a los otorgantes, que trataban de alcanzar a cualquier precio, como en el caso de doña Jerónima de Boot, cuando hizo un importante legado “para mayor honra y gloria de Nuestro Señor, gozo de los Ángeles, alegría de los Santos y provecho de los fieles vivos y difuntos”, disponiendo se dijeran nada menos que dos mil misas rezadas –expresa- “para que ayudada por ellas pueda mi ánima ver a Dios más presto”.

          Otro testamento, de mediados del XVII, que nos deja un curioso modo de ver las cosas, es el de las hermanas doña Inés y doña María de Pina, que hacen gracia y donación de las dos terceras partes de una casa a Juana, de dos años, hija de María, su esclava mulata, a la cual, desde antes de nacer, le habían dado carta de libertad, cosa que ratificaron de nuevo "por lo mucho que la queremos y los buenos servicios que de su madre hemos recibido"; pero nada dicen de dar la libertad a la madre. Y aún se dan casos más curiosos, como el de doña María Teresa de Frías, cuando legó a una amiga o parienta su silla de manos, pero con la condición –decía- "de prestarla a mi prima doña Inés de Vandeval siempre que la haya menester para salir", lo cual nos habla de un ambiente social amable y cordial.

          No me es posible terminar sin detenerme en algo muy característico de la sociedad palmera y que este libro demuestra que nos es uso de hoy, ni mucho menos. Puede decirse que su tradición se remonta al principio de su historia. Me refiero a la sorprendente habilidad popular, con exacta precisión y acierto, para poner apodos o sobrenombres, tanto a los convecinos como a los visitantes. Ni yo mismo, en los ya lejanos veranos palmeros de mis tiempos juveniles, me libré de ello. Se trata de una manifestación del espíritu comunitario, que encierra un exacto y crítico sentido de agudeza y de humor. A vuelapluma, encontramos a Antonio puntofijo, Pedro el Canelo, María la polla, Ana la cohinita, Domingo ferraguz, María la patata, las hermanas Melchora y María las palmitas, Bartolomé agujetas. Hasta en los topónimos se refleja la sabiduría popular, ¿habrá nombre con más exacto contenido descriptivo que el de la Cuesta de Mataviejas?

          Por último, permítanme una pequeña vanidad de tipo familiar. He quedado sorprendido al comprobar que, al firmar contrato el Ayuntamiento con la empresa Electrón en 1907 para el suministro de alumbrado público, se hace constar que las luces deben encenderse “a la hora que señalara para la puesta del sol el Almanaque de los Obispados de Canarias”. Este almanaque fue fundado por mi bisabuelo José Benítez en 1865 y publicado, luego por su hijo y más tarde por un nieto, durante ochenta y cinco años consecutivos, pero yo desconocía que tuviera capacidad notarial para dar fe astronómica.

          Felicidades, Jaime, por tu fructífero trabajo, que todos deseamos y esperamos que continúes con éxito, y gracias por el espléndido regalo que nos haces con este libro. Todos, interesados o no por la Historia, te somos deudores. Especialmente tu querida Santa Cruz de La Palma, que con su espíritu barroco, su corazón romántico y su mente ilustrada, sin duda tiene que sentirse orgullosa de su hijo predilecto.

          Y, precisamente, Santa Cruz de La Palma tiene la obligación de reparar en que la obra de Jaime Pérez García, en su conjunto, tiene mucho de sentido y desgarrado grito, a veces con ciertos visos de angustia, en defensa de un riquísimo patrimonio material, artístico y espiritual, que ya quisieran para sí otras muchas ciudades. Que este grito, esta llamada, no caiga en el vacío.

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