Concepto de España

Por Emilio Abad Ripoll.  Pronunciada en Santa Cruz de Tenerife (Casino de Tenerife, 2005), Las Palmas (Real Sociedad Económica de Amigos del País de Gran Canaria, 2005) y La Palma (Casino de Los Llanos de Aridane, 2006 y Real Club Náutico de Santa Cruz de La Palma, 2008)

 

La  dificultad en la definición

          Me dicen que hable del “concepto de España”. Mirando el Diccionario de la RAE de la Lengua encontré hasta 8 acepciones de la palabra, de las que creo que, para lo de esta noche, nos sirven la 1ª (“Idea que concibe o forma el entendimiento”) y la 5ª (“Crédito en que se tiene a una persona o a una cosa”). Es decir, que habíamos de dar respuesta a dos cuestiones: ¿Qué es España? y ¿Qué se opina de España? tanto desde dentro como desde fuera de nuestras fronteras.

          Por lo que respecta a la primera, llama enseguida la atención un tema. ¿Han observado ustedes el interés que existe por conocer lo que es España? Yo creo que es esta una inquietud relativamente reciente, motivada, sin duda, por el constante bombardeo en prensa, libros, radio y televisión, de una tergiversación histórica que lleva a mucha gente a pensar que España no es un país normal, que somos una excepción entre los países de nuestro entorno, perfectamente organizados y asentados. Una tergiversación plagada de falacias, de mentiras, de agravios, en su mayoría inventados, a los que acompañan las correspondientes reivindicaciones, y que intenta conseguir que algunas partes del conjunto nacional se sientan, por lo menos, iguales al todo, al que desearían tratar “de tú a tú”. Y esa colosal patraña hace que unos pocos, conscientes del peligro de desintegración, alcen su voz para contar lo que es España, a la luz de la Historia; y que otros se pregunten desconcertados si tendrán razón quienes dicen que esto hay que organizarlo otra vez, porque lo que prácticamente todos creíamos que era España no consistía más que en una aglomeración de regiones, nacionalidades y naciones sin más relación o cohesión que la derivada de la vecindad geográfica. Y algunos de ellos se angustian y se preguntan que, entonces,: ¿QUÉ ES ESPAÑA?

          Pero,  descontados los que conscientemente tergiversan, los que consciente o inconscientemente vocean la falacia, los que la combaten y los que ven el peligro, pero no saben de que lado está la verdad, desgraciadamente, una parte muy importante del pueblo español - porque desconoce la Historia, porque los planes de estudio de Colegios e Institutos parecen haber reeditado, al tratar del devenir histórico nacional, aquel “no se trata” de determinados apartados de las antiguas Órdenes de Operaciones, porque está narcotizado con la versión moderna del “pan y circo”- pasa del tema, se acerca al borde del abismo, sin ser consciente, o lo que es peor, sin importarle mucho lo que pueda deparar el futuro histórico de nuestra Patria.

          Guardo en casa, un ejemplar de ABC de 1984 que se titulaba precisamente así: ¿Qué es España?, pregunta dirigida a un numeroso grupo de sesudos intelectuales de las más diversas ramas del pensamiento y de la ciencia para procurar satisfacer esa inquietud a través de sus respuestas.

          Las definiciones fueron muy variadas, aunque bastantes de los preguntados, en mayor o menor medida, consideraban España más un futurible que una realidad presente. Así, el doctor en Medicina Rof Carballo contestaba que “España está en proceso de hacerse sobre raíces históricas de gran interés”, respuesta parecida a la de don José María Alfaro, quien opinaba que “España es un proyecto e ilusión de futuro, un todavía, garantizados por su rico quehacer histórico”. Tampoco don José María de Areilza se separaba mucho de los anteriores al decir que “España es una larga voluntad de ser” y que “somos, ante todo, un proyecto hacia el mañana, una voluntad tenaz y definida, un empeño de superación”. Pero don Manuel Alvar se remontaba al pasado y escribía que España es “una voluntad de integración sustentada por la Historia… Voluntad de unión entre Castilla y León, entre Aragón y Cataluña, entre Aragón y Castilla. Servida por la fidelidad mil veces repetida de vascos y valencianos, de andaluces y gallegos. (Y)… esa voluntad tiene más de ochocientos años de querer caminar unidos. Es el pueblo quien hizo España…" Por su parte, don Julián Marías reseñaba un objetivo conseguido, escribiendo que España “es una actitud que cambia dramáticamente a lo largo de la Historia,… que se dilata fuera de su territorio y engendra… algo solamente comparable a lo que fue la Romania: el mundo hispánico." Otro pensador citaba a don Pedro Laín Entralgo quien, al comenzar uno de sus libros, lo hacía con unas inquietantes palabras de Ortega y Gasset: “Dios mío, ¿qué es España?... ¿qué es esta España, este promontorio espiritual de Europa, esta como proa del alma continental?”. Otro conocido intelectual, don Fernando Chueca, afirmaba que era una pregunta sin contestación, que no podía tenerla tampoco si nos preguntábamos que eran Francia o los Estados Unidos. Y no faltaba quien, como don Pablo Garagorri, se quejaba de la dificultad de la respuesta, achacándola a la imprecisión de la pregunta, aunque finalmente se atrevía a decir que España era “una nación entre las naciones de la comunidad que llamamos Europa y cuyos rasgos propios la caracterizan”. También había un militar entre los entrevistados, el Teniente General  Díez Alegría, que titulaba su respuesta “España, mi natura” y concluía la misma diciendo que él había visto lo que era España en el beso apasionado que un soldado de su Regimiento, un chaval vasco, cuando él era Coronel, puso sobre la bandera de la Unidad el día de su licenciamiento. Y la definición que los de mi edad conocimos: “Una unidad de destino en lo universal”.

          Los antiguos “se mojaban más”, es decir que eran, en las luces y en las sombras, mucho más concretos que nuestros coetáneos, pero creo que la razón estriba en que aquellos sí tenían claro que España era una comunidad de tierras, gentes, destino, proyección hacia el futuro, orgullo, o dolor, por su respectivo presente y respeto por el pasado. Y lo que hacían era dar su opinión, su concepto de España, la otra acepción.

          Y si no, fíjense lo que decía San Isidoro de Sevilla: “¡Oh, España!, eres la más hermosa de todas las tierras que se extienden del Occidente a la India: tierra bendita y feliz en sus príncipes, madre de muchos pueblos…”; o lo que opinaba de España y de los españoles aquel anónimo juglar autor del Poema de Fernán González: “Cómo ella (España)- es la mejor de las sus vecindades, / así sodes mejores cuantos en España morades”. O lo que es lo mismo, no sólo España es la mejor, como decía aquel pasodoble, sino también los españoles, por lo menos los de aquel tiempo, eran los mejores. Juan de Mariana lo corroboraba escribiendo que, al compararla con las mejores del mundo, “la tierra y provincia de España… a ninguna reconoce ventaja…”.

          Entre los clásicos, Quevedo pensaba que la decadencia española, que en su tiempo empezaba ya a notarse, se debía a su desvelo por el bienestar de otras tierras, especialmente las Américas: “Y así ella misma, con sus manos, fabricó sobre las propias ruinas el comercio y la felicidad de otros pueblos”. Y Lope de Vega se le acercaba, y en una cuarteta expresaba algo que quizás fuese aplicable a nuestros días: “¡Ay, dulce y cara España, / madrastra de tus hijos verdaderos, / y con piedad extraña / piadosa madre y huésped de extranjeros!”.

          Siglos después, don Marcelino Menéndez Pelayo hablaba de que: “Hoy presenciamos el lento suicidio de un pueblo que, engañado mil veces,… empobrecido, mermado y desolado, emplea en destrozarse las pocas fuerzas que le quedan”, añadiendo acusador que “en vez de cultivar su propio espíritu,… hace espantosa liquidación de su pasado, escarnece a cada momento las sombras de sus progenitores,… reniega de cuanto en la Historia la hizo grande, arroja a los cuatro vientos su riqueza artística y contempla con ojos estúpidos la destrucción de la única España que el mundo conoce,…”. Ángel Ganivet escribía de la realidad de su tiempo, y buscaba un objetivo común: “España ha conocido todas las formas de la gloria, y desde hace largo tiempo disfrutamos a todo pasto de la gloria triste; vivimos en perpetua guerra civil. El rescate de Gibraltar debe ser ahora obra exclusiva y esencialmente española”.

          Muchos ejemplos más podríamos destacar de esta incesante búsqueda de lo que es España. Hace unos minutos hablé del machaqueo constante, pero como han visto la cuestión no es nueva, si bien los antiguos se preocupaban más de ensalzar glorias o denunciar penurias que de cuestionarse la existencia de España o su normalidad como nación.

          Lo que he querido demostrar con este exordio es que, cuando termine, juzguen con benevolencia mi incapacidad intelectual ante el reto que supone explicar lo que ha sido, es y será España, cuando tantos y tan ilustres pensadores, historiadores y  filósofos contemporáneos no llegan a ponerse totalmente de acuerdo, ni siquiera en lo fundamental. Piensen, por ejemplo, en que don Claudio Sánchez Albornoz titula una de sus mejores obras de la siguiente manera: España, un enigma histórico, mientras que mi admirado don Julián Marías escribió un libro, que él mismo reconoce como su mejor obra, que lleva por título España inteligible, es decir asevera lo que don Claudio niega. Y que tampoco es fácil encontrar una respuesta unánime o mayoritaria a la otra cuestión, la de “qué se opina de España”.

          Por ello, en estos minutos que nos quedan por delante, voy, con la mayor brevedad y la mayor concreción posibles, a exponer el determinismo de la realidad geográfica y destacar aquellos hechos que hayan podido, o puedan, influir en lo que es y será España, y en el concepto que desde dentro o desde fuera se tenga, o se haya tenido, de ella, tratar de los intentos de desintegración que hoy nos sacuden, y terminar, apoyándome en pensadores, historiadores y filósofos, con el intento de encontrar alguna solución posible para el futuro; solución que anticipo será difícil y de larga duración en el tiempo y que necesitará de la inteligencia de unos pocos hombres elegidos, pero que es la única que soy capaz de vislumbrar para salir de una forma civilizada de los males y la atonía que nos aquejan.

 

La influencia de la Geografía

          Imaginemos que a mi espalda hay colgado un gran mapa de España en el que se puede estudiar perfectamente la parte peninsular, los dos archipiélagos y las dos ciudades del norte de África. Y mientras lo miramos, podemos observar una paradoja geográfica: por una parte, la Península Ibérica es una fuerte unidad; y si no lo creen comprueben en el mapa como está rodeada por el Atlántico y el Mediterráneo y separada del resto de Europa por una fuerte cadena montañosa, los Pirineos; pero por otra, todos lo conocemos, la España peninsular es un territorio extremadamente variado -¿en qué se parecen las provincias de Almería y de Lugo? por poner sólo un ejemplo-. Viaja uno en coche por ella y se sorprende de la variedad del paisaje; cruzamos amplias mesetas enmarcadas por sierras, pasamos vegas y desiertos, nos topamos con ríos bastante caudalosos, o con barrancos por los que rara vez corre el agua, etc.

          Como consecuencia de esas características geográficas, nuestro ilustre filósofo e historiador D. Julián Marías escribía, allá por 1981, que: “mucho antes de la existencia de una unidad política, Iberia o Hispania era considerada como una única realidad. La estructura física de la Península era una, aunque los habitantes estuvieran divididos en pequeños pueblos que luchaban entre sí, con pocas cosas en común… Estaban unidos por el sitio en que vivían. La Península Ibérica parecía preparada, desde el principio del tiempo, para llegar a ser morada de los españoles”. Luego, las circunstancias históricas, más fuertes en este caso que aquella especie de determinismo geográfico, hicieron que Portugal se separase del conjunto, rompiendo la realidad física, pues prácticamente no existen fronteras naturales de importancia entre los dos países.

          También la Historia llevó a que fuesen España otros territorios, no sólo los dos archipiélagos y las dos ciudades que vemos en el mapa, sino enormes extensiones de terreno allende los mares. Pero, la misma Historia desgajó del tronco común aquella España de América, quedándonos ya sólo con la España europea que se contiene en los límites actuales.

          Hoy en día, aunque desde dentro algunos no quieran verlo así, en palabras de don Manuel Alvar, que podemos certificar todos los que hemos vivido la circunstancia de pasar algún tiempo fuera de la Patria: “… la claridad se hace meridiana cuando se la considera desde fuera: para las gentes de Europa hemos sido siempre una sola entidad, pues los azares internos no cuentan. España es, siempre, la unión de la Península y sus islas. Y esa unión se realiza en el cumplimiento de un destino en la Historia y en la defensa contra el agresor.”

          Pero a ese aislamiento determinado por el mar y los Pirineos, hay que añadir otro hecho: la situación en el mapa del mundo. En los primeros tiempos históricos, cuando la cultura se concentraba en las tierras al este del Mediterráneo, Hispania o la Península Ibérica, en el otro extremo del eje que formaba ese mar dividiendo el mundo conocido -como lo recogen los más antiguos geógrafos-, quedaba alejada del citado foco de cultura y convertida en el Finis Terrae, el confín terráqueo.

          Mas la situación varía cuando aquellos pueblos más avanzados descubren que el subsuelo ibérico es pródigo en metales: el cobre de Río Tinto, el estaño portugués y galaico, la plata tartesa atraen a fenicios, griegos, cartagineses, etc..., por lo que se puede decir que es la riqueza del subsuelo ibérico la que hizo entrar a España en la Historia, en los momentos en que la cultura del Mediterráneo Oriental alcanzaba su período de máximo esplendor; y aparecen Gadir (1100 a. de C.), las colonias griegas, etc. Luego, cuando Roma empieza a imponerse, las riquezas conocidas más las que se siguen descubriendo (oro en Asturias, hierro en Cantabria,…), incluyendo los productos agrícolas, como  trigo y el aceite, influyen decisivamente en la incorporación de Hispania al mundo romano, hasta el punto de que algunos incluso retrasan a estos momentos la incorporación de España a la Historia.

          Pero el ciclo histórico del Imperio romano llega a su final, y de nuevo la Península regresa a su papel de extremo de un eje cultural que va perdiendo su importancia al desplazarse hacia el norte europeo el centro de gravedad de la cultura, que, además, no alcanza los niveles logrados durante el dominio de Roma. Más tarde, cuando la mayor parte de Hispania es Al Andalus, y queda inscrita geográfica, histórica y culturalmente en la órbita del Islam, se acentúa la tendencia de aislamiento con respecto a Europa. En su Reconquista, España, mejor dicho los reinos españoles luchan individualmente, o si acaso coaligados con uno o varios de los demás, pero con escasos apoyos, en número y calidad, de allende los Pirineos. Hasta que, apenas llegada su culminación, se produce el hecho trascendental del descubrimiento de América. El mundo se amplía; al clásico y limitador “non plus ultra” le sucede el “plus ultra” de nuestro Escudo, el “más allá” que abre todas las expectativas inimaginables para la Humanidad y… para España. Porque la Península Ibérica ha dejado de ser un extremo del eje y se encuentra ahora situada hacia el centro, en una ideal posición geoestratégica que le permite tanto donar al Viejo Mundo un nuevo continente, como llevar a América la antigua cultura europea. De lo que viene después hablaremos luego, pero lo importante es señalar que esa posición geoestratégica recién conseguida ya no desaparecerá nunca, lo que va a influir poderosamente en nuestra Historia.

          Y nos falta hablar de la tierra, de lo que la naturaleza ha podido darle a España en esa cultura del agro, en la que tan pródiga ha sido para otros países. Es curioso resaltar que los autores antiguos (San Isidoro, P. Mariana,…) alababan con desmesura la riqueza agrícola de España, pero la verdad es que la Península no recibe en abundancia esa bendición del cielo que es el agua; y cuando cae, lo elevado del centro mesetario con respecto a las costas y lo cercano de varias cadenas montañosas al litoral hacen que las aguas corran con más rapidez de la deseada hacia el mar, lo que dificulta el cultivo de la tierra, que a veces es arrastrada por las aguas. Y se cierra el trágico círculo de que en aquellas zonas que el suelo no produce, se desertiza, y es bien sabido que cuando el desierto se apodera de un terreno, no lo devuelve. Ello influirá en la Historia de España y de los españoles, pues traerá consigo las hambrunas, las emigraciones e influirá en la personalidad del español, alabado por sobrio cuando muchas veces esa virtud, la sobriedad, se debía a la miseria. La vida durante muchos siglos fue mala, muy mala, para el campesino español, para la gran masa de la población. Quizás por eso decía un italiano en tiempos de Felipe II que “no es mucho que los españoles aventuren la vida, que la tienen tan mala que en perderla poco pierden.” Y me pregunto al hilo de esto: ¿Habría sido España tan pródiga en conquistadores si las tierras extremeñas hubiesen sido un vergel?

          En fin, que para resumir este apartado de la Tierra de España, podemos decir que la Geografía nos determinó en gran manera, aislándonos en un principio; que el subsuelo nos metió en la Historia; que los avatares de esta misma Historia y la propia Geografía nos situaron luego en una posición geoestratégica envidiable; y, por fin, que la climatología y la naturaleza de la superficie de la Península Ibérica no sólo han influido en el carácter y las condiciones de vida de los españoles, sino que han tenido el valor añadido de ser un factor muy influyente sobre la Historia de España.

 

¿Desde cuándo España es España?

          O dicho de otra manera: ¿Desde qué momento histórico podemos asegurar que España existe como Nación? Es esta una cuestión también ampliamente debatida, pero todos los ilustres que se han ocupado de ello coinciden en que esto que llamamos España tiene mucho más de un milenio de existencia, cosa que, por cierto, no pueden decir “todos los países de nuestro entorno”, que es como se menciona hoy en día a aquellos Estados que nos ponen como modelos.

          Pero retrocedamos más aún en el túnel del tiempo,  más allá de 1.500 años, y nos vamos a encontrar con la Hispania romana, y todavía más lejos, y nos toparemos con otras civilizaciones que, en mayor o menor medida,  han contribuido a modelar nuestra sociedad; de modo que, antes de Roma, podemos hablar, entre otras, de la impronta griega y del influjo judeo-cristiano, factores ambos que Marías define como “la matriz de Europa”.

          Mas, para referirnos a nuestra pregunta, la duda se plantea con la Hispania romana. Hay historiadores que defienden que entonces la Península ya se podía definir como España, mientras que la mayoría no opina eso, si bien muchos de los así pensantes resaltan el carácter peculiar de los hispanos -¿o españoles?- de aquellos lejanos tiempos. Américo Castro forma parte del grupo de los que lo niegan con contundencia, incluso acercándose a nosotros varios siglos: “Quienes mantienen en circulación el absurdo de la españolidad de los visigodos y de Trajano, y de Séneca, y de Viriato, transforman en absoluto el proceso del sano discurrir.” Y por si fuera poco añade que “la cantinela de ser españoles” personajes como los citados “es un gran estorbo para darse cuenta de lo que es efectivamente real en la vida española.” Pero nos encontramos con otros, Ortega, Sánchez Albornoz y Marías, por ejemplo, que disienten totalmente de Castro.

           Así, don Julián escribe en su España inteligible algo que para mí es innegable: “El gobierno, las artes, la literatura, la religión cristiana en el mundo romano reciben una huella muy profunda de los hispanos. Los dos Sénecas, Lucano, Marcial, Quintiliano,… ciertamente no eran “españoles” -porque aún no los había- pero, ¿se le podía negar esa condición peculiar entre los romanos, la pertenencia a esa singular provincia que era Hispania?”  Porque ellos, ya, hace tanto tiempo, tenían conciencia de esa condición, conciencia de unidad hispánica dentro del Imperio. Y eso lo expresaron a veces de manera muy clara, sin ambages, como lo hicieron Marcial y Prudencio, que, entonces, hablaban con orgullo de su condición de “españoles”, o aquel Veleyo Patérculo, que llegó a decir: “Balbus Cornelius non Hispanienses natus, sed Hispanus”, lo que todavía osa uno traducir como:”Balbo Cornelio no es sólo nacido en España, sino español”. Nos recuerda don Julián Marías que esa peculiaridad se extendía incluso a la lengua, pues aquí se hablaba latín, sí, pero con acento español.

          Y ya que hemos citado el latín, hay que resaltar que la lengua del Imperio acometió la labor de acabar con la pluralidad lingüística existente en la Península, factor éste muy inconveniente en la formación de una sociedad, y muy difícil también de compartir en el seno de la misma. A partir de que el latín se extendió, de que se hiciera la lengua común, los hispanos podían hablar con los romanos, sí, pero también, y mucho más importante, eran capaces de entenderse entre sí. El nuevo lenguaje se introduzco rápidamente en los núcleos urbanos, pero tardó bastante en llegar a ser común en zonas rurales aisladas o partes del territorio peninsular en que la romanización no fue tan intensa. Con lentitud fueron desapareciendo todas aquellas lenguas primitivas, con la excepción del vascuence, al que, naturalmente se le agregaron en un principio palabras latinas, luego procedentes del romance castellano y posteriormente del castellano moderno; aún así, y contando con esos añadidos, señala don Julián Marías cuando escribía su España inteligible acabando 1984, “ha perdurado como lengua viva, aunque apenas escrita y reducida en su extensión y su uso”. Y añado yo: utilizada desde esa fecha, y aún antes, dentro de esos programas de inmersión lingüística, más que para conservar un tesoro, como elemento diferenciador, disgregador y separatista.

          Tras los romanos son los pueblos germánicos los que consiguen el predominio en Europa; y ocurre un hecho histórico singular: mientras prácticamente en todo el continente las invasiones bárbaras traen consigo la fragmentación -lo que de paso acarreará la decadencia intelectual europea, que va a durar más de 3 siglos- , España se convierte en una excepción, pues bajo la Monarquía visigoda funciona, en palabras de Sánchez Albornoz, como una  unidad, que conserva, prácticamente, la misma división administrativa romana, y que, significativamente, sigue adoptando el nombre de Hispania, que con la lengua romance se transformará en Spania, en España.

           Y observemos: eran unos 7 millones de hispanorromanos y unos 200.000 visigodos. En un principio se redactaron leyes para éstos, los vencedores (el Código de Eurico), y otras distintas para aquellos, los hispanorromanos, los vencidos (el Código de Alarico), pero con Recesvinto se llega a la unificación jurídica con la promulgación del Liber Iudiciorum, el primer Código Jurídico General del Reino.

          Los hispanorromanos eran, en su mayoría, cristianos. Leovigildo trató de imponer el arrianismo, pero su hijo Hermenegildo, el San Hermenegildo de los Veteranos de los Ejércitos, murió por no aceptarlo y su otro hijo, Recaredo, en el III Concilio de Toledo, en al año 589, consiguió la conversión de los visigodos al cristianismo. Se alcanzó también así la unidad religiosa.

          Si a estas dos circunstancias fundamentales -unificación jurídica y unificación religiosa-, se unen la lengua común -el latín-, la unidad política -existencia de una Monarquía única para toda la Península y pervivencia de la administración provincial romana- y la territorial -expulsión de un núcleo bizantino del levante peninsular, sometimiento de cántabros y vascones y rechazo de los francos- (lo que había creado el sentimiento de unión ante un enemigo común) se comprende que, cuando se inicia el siglo VII, ya se podría considerar que España es ya España, un Estado, mientras que, por cierto, en el resto de Europa no hay ni señales de hecho semejante.

  

Lo que sucedió luego

          No voy a ser tan insensato de contarles en detalle a todos ustedes que, por lo menos, conocen la Historia de España tan bien como yo, lo que sucedió luego paso a paso. Pero no me puedo resistir a destacar determinados hechos que van a ser significativos en ese “concepto de España” que nos ha reunido hoy aquí.

          El primero es la inesperada invasión islámica; la España visigoda, no muy fuerte, sucumbe, sí, pero en el subconsciente común queda una imagen añorada,”espectro, fantasma” dice Marías, pero que se convierte en una realidad histórica de primer orden, de extraña fuerza y tenacidad. Y, casi sin saberlo, la España perdida, la España desmantelada por los árabes se convierte en la meta soñada, en un objetivo que pasa por su reconstrucción territorial. Los cristianos no aceptan la existencia de dos Españas y emprenden una larga y discontinua Reconquista. Nos podemos preguntar con Ortega y Gasset cómo pudo llamarse así a una cosa que duró 8 siglos. Y tiene razón, pero tampoco se equivoca cuando define a una nación como “un proyecto sugestivo de vida en común”. Y si existe el proyecto -la Reconquista, la Reconstrucción de la España perdida- es porque ya existe, al menos en el deseo, la nación.

          Se partió de una España minúscula, aquella de Covadonga y pocos riscos más, pero que pervivía, como nación, con un anhelo. Viene a cuento aquí, cuando hablamos de la Reconquista, detenernos en los conceptos que Ortega y Gasset considera, en su España Invertebrada, fundamentales en la formación de la nación española: la incorporación y el particularismo; de la incorporación hablaremos ahora, y dejaremos el particularismo para la penúltima parte de la charla.

          Ortega asegura que la España de la Reconquista se fue rehaciendo a base de incorporaciones y no de anexiones, entendiendo aquella forma, la incorporación “no como una mera expansión de una sociedad, sino como la articulación de dos o más colectividades en una unidad superior, dentro de la cual perviven los elementos integrantes”. Según esta teoría, y tal y como ocurrió en aquel período, los pueblos incorporados no dejaron de existir como pueblos distintos entre sí y distintos del total del que forman parte. Pero Ortega nos advierte también que “si la fuerza central amengua, reaparece la tendencia secesionista”. Y añade algo que nos tiene que hacer pensar vista la actual situación española: “La historia de la decadencia de una nación es la historia de una vasta disgregación”.

          Siguiendo la teoría de Ortega, ¿qué elemento constituyó lo que él califica como "Fuerza central o centrípeta"? Sin duda, la presencia idealizada de la imagen de España completa, de la España perdida, de la España visigoda.

          Y siguiendo su esquema, Asturias pronto incorporó a Galicia; y el Reino de Asturias, en su progresión hacia el sur, incorporó a León, que luego se convertiría en el centro de gravedad de un territorio que se denominaría Reino de León (pero con Asturias y Galicia incorporadas). Y lo que en un principio fue el Condado de Castilla se incorporó a León, con el resultado de nacer el Reino de Castilla y León. Reino que es, en la antigua denominación, Castilla la Vieja, que luego integra a Castilla la Nueva y hasta a Castilla la Novísima, la Andalucía reconquistada por Fernando III. Marías destaca aquí que Castilla ya no es un territorio, es un proyecto, que se hace España.

          En el Este peninsular, Navarra anuda lazos con Aragón, aunque no definitivos. Los Condados aragoneses y catalanes se integran en el Reino de Aragón y el Condado de Barcelona, respectivamente. El enlace de Petronila de Aragón con Ramón Berenguer IV de Barcelona conlleva el nacimiento de la Corona de Aragón, reino tan aragonés como catalán y que se consolida con el nacimiento del hijo de ambos, Alfonso II; y, en conformidad con la tesis orteguiana, luego se produce la incorporación de Valencia.

          Esa es, a grandes rasgos, la hoja de ruta de las incorporaciones en España, que casi culminará con el matrimonio de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón y se completará con las incorporaciones de Granada (1492) y Navarra (1512). Ahora ya no podemos dudar de que exista la Nación española, siglos antes que algunos de los “países de nuestro entorno”. Y cuando la Reconquista termine, aquel anhelo, aquel proyecto sugestivo común volverá a servir de impulso, y con otras miras, España ponga la proa hacia donde el sol se pone, llevando como timoneles a dos personajes excepcionales: Isabel y Fernando, con quienes la vieja España, la España perdida, la España recuperada se movía hacia el futuro más brillante jamás soñado.

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  La rendición de Granada, por Francisco Pradilla y Ortiz  (1882)

  

El Imperio, la decadencia y la Leyenda Negra

          No es objeto de esta charla hablar del Imperio español, ni de su formación, con esa serie de casualidades históricas que situaron en el trono a Isabel y Fernando,  ni tampoco voy a entrar en profundidad en el hecho más importante de la historia de la humanidad, tras el nacimiento de Jesucristo: el descubrimiento de América; ni en la gesta más grande acometida por nación alguna: la colonización del Nuevo Mundo; ni en otra saga de desgracias en la familia real que llevan al poder a Carlos I de España y V de Alemania. Entre otras cosas porque para los siguientes dos meses esta casa tiene otras actividades programadas.

          Pero, y sólo para resaltar lo que aquello fue, recojo aquí las palabras contenidas en la obra La España Imperial del autor británico Elliot, quien en 1965 escribía que, a pesar de la carencia de recursos naturales, “… en los últimos años del siglo XV y primeros del XVI, pareció como si hubiera sido superada (la citada carencia) de modo repentino y casi milagroso. España, mera denominación geográfica durante tanto tiempo, se había convertido en una realidad histórica. Los observadores contemporáneos se habían dado cuenta del cambio…. Los embajadores de Isabel y Fernando eran respetados y sus ejércitos temidos. Y en el Nuevo Mundo los conquistadores estaban edificando por su propia cuenta un imperio que no podía por menos que alterar grandemente el equilibrio del poder en el viejo continente. Durante unas décadas fabulosas, España llegaría a ser el mayor poder sobre la tierra. Durante estas décadas sería nada menos que la dueña de Europa, colonizaría enormes territorios ultramarinos, idearía un sistema de gobierno para administrar el mayor –y más disperso- imperio conocido hasta entonces en el mundo, y produciría un  nuevo tipo de civilización que habría de constituir una aportación única a la tradición cultural europea.”

          Y se pregunta Elliot con asombro: “¿Cómo pudo ocurrir todo esto y en tan corto espacio de tiempo? ¿Qué es lo que dinamiza de repente a una sociedad, despierta sus energías y la lanza a la vida?" Yo creo que he citado ya varias veces la respuesta a esta pregunta en los textos de Ortega, Marías, Sánchez Albornoz, Vaca de Osma y otros: La existencia de un proyecto común, ilusionante y en el que se creía.

          Cuando la Leyenda Negra aparezca (hablaremos de ella dentro de un poco), para sus impulsores será la codicia la principal motivación de todo lo que se preguntaba el británico Elliot. Pero no creo que ese fuera el leit motiv cuando la mayoría de los conquistadores, exploradores y descubridores sabían la alta probabilidad que tenían de pagar con su vida la aventura. Bernal Díaz del Castillo, en su apasionante La historia verdadera de la conquista de la Nueva España, habla ya en su primera página de que “hemos servido a Su Majestad en descubrir, conquistar, pacificar y poblar todas las provincias de la Nueva España”, con la concisión y la concreción que se pide en los escritos militares. Descubrir, conquistar, pacificar y poblar. Y cuenta como en ese empeño, de los 450 hombres que partieron a la empresa con Cortés desde Cuba, cuando él escribe sólo viven 5 (y añade que muchos de los muertos tienen como sepulcros los vientres de los indios que los devoraron); que de los 1.300 de Pánfilo de Narváez sólo sobrevivieron 10 u 11, que están muertos casi todos de los 1.200 de Francisco de Garay, así como los 15 de Lucas Vázquez… Y concluye aclarando algo el porqué: "Y a mí, a lo que se me figura, con letras de oro debían estar escritos sus nombres, pues murieron aquella crudelísima muerte por servir a Dios y a Su Majestad, y dar luz a los que estaban en tinieblas, y también por haber riquezas que todos los hombres vinimos a buscar." De acuerdo en que buscaron la riqueza, pero antes está el servir a Dios y Su Majestad, el dar luz a los que estaban en tinieblas…, en definitiva: el proyecto ilusionante y común al que me vengo refiriendo en varias ocasiones esta tarde.

          Pero, como nos recuerda Elliot, España no sólo está en América, o en el Pacífico,  está también en Europa, defendiendo el catolicismo ante los turcos, y, en ocasiones, contra los “Cristianísimos” Reyes de Francia y los mismos Papas, e intentando evitar el cisma de la religión cristiana. Temas que, si Carlos I no hubiese sido Emperador de gran parte de Europa, a lo mejor no nos hubieran afectado como nos afectaron, ni hubieran tenido para nosotros las consecuencias que tuvieron.

          No podría haber otra consecuencia, tras tan colosal esfuerzo, que la decadencia, que afecta antes o después a todos los Imperios. Pero en esa decadencia -que en modo alguno es cultural, y si no recordemos el Siglo de Oro- es negada por no pocos, argumentando que lo que en verdad sucedió fue que otros países, especialmente Inglaterra, crecieron,  y perdimos el papel hegemónico jugado durante mucho tiempo. Otros la matizan y limitan a unos 60 ó 70 años, los que van desde los intentos separatistas, uno de ellos conseguido, de Portugal y Cataluña en 1640, hasta el final de la Guerra de Sucesión, aproximadamente 1714, porque en el siglo XVIII España, en opinión de la inmensa mayoría, se reencuentra y vuelve a crecer espiritual y materialmente. Y si contamos, como debemos hacer, con la España de América, ésta, en ese siglo, vive un esplendor y una riqueza realmente impresionantes.

          Y aparecerá un XIX que se inicia con el desastre de Trafalgar -ahora sí nos quedamos sin flota, no cuando lo de la Invencible- y la invasión napoleónica. No recuerdo de quien es la cita, creo que de Camilo José Cela, quien bendice a Napoleón porque nos vuelve a unir en una empresa común: la de expulsarlo de la Península y recuperar la libertad. Pero inmediatamente después todo es dilapidado por la nefasta política del "Deseado" y la aparición de diferentes tendencias, no políticas, lo que podría ser deseable, sino sobre la propia existencia de España. Y desaparece la ilusión en el proyecto común, la fuerza centrípeta de que hablaba Ortega y Gasset, y aparecen las centrífugas, las de los separatismos, y se emancipan las provincias y virreinatos del otro lado del mar: la España de América, casi al completo, se desgaja del tronco común de las Españas.

          Pero creo que es ya momento de hablar de un factor que minó, y mina, nuestra credibilidad y nuestro prestigio en el exterior y la propia confianza en el pasado y el destino de España: la Leyenda Negra.

          Se dice que todos los países, especialmente los que han sido, o son, importantes tiene su Leyenda Negra. Pero yo no estoy de acuerdo, en absoluto, con ello. La Historia de Europa, desde la Edad Media, hasta ayer mismo, está llena de persecuciones y crueldades, que se contemplan de muy distinta forma a como se hace con España. Veamos algunos casos: Francia sigue siendo “la dulce y cultivada Francia” sin que nadie parezca recordar sus sangrientas guerras de religión durante todo el siglo XVI, que culminaron en la trágica "noche de San Bartolomé", en la que murieron más hugonotes que supuestos herejes ajusticiados por la Inquisición española durante su existencia de varios siglos; y es objeto casi de veneración la Revolución francesa, considerada como la puerta noble de la entrada a la democracia, con su lema de "Libertad, Igualdad y Fraternidad" campando en su dintel, sin que se cite con la frecuencia que se merece el hecho salvaje de que las cabezas de sus reyes y de otros miles de personas fueron a parar a la cesta del verdugo que manejaba eficazmente la guillotina. De Alemania alabamos su cultura y su sensatez, sin que rememoremos a Lutero, ni a la Guerra de los 30 años, ni a los crueles procesos contra la brujería, ni, ayer mismo, lo sucedido en ese país, de lo que hoy sólo se culpa a una clase dirigente de un determinado partido político. Tampoco merece la atención acordarse de las decenas de millones de rusos asesinados directamente por el régimen marxista de Stalin, o muertos en los campos de concentración. De las trágicas secuelas de ese sistema político, ¡qué poco se puede leer! ¡qué pocas películas podemos ver! Me pregunto ¿han rodado alguna? Italia, el país del refinamiento, ¿no vivió las crueldades sin fin de las luchas entre sus ciudades? Inglaterra, que se nos presenta por algunos como el gran modelo de civilización (ya saben, la flema, el fair play…), ¿cómo puede ocultar una historia tan increíblemente cruel como la que transcurre desde la Edad Media hasta el siglo XVII? ¿Y la simpatía y el buen talante de un tal Enrique VIII?  Por no hablar de su durísima legislación penal, o del maltrato físico a los niños, hoy en día, autorizado en bastantes centros docentes.  O de la rapiña colonial (por cierto, ahora me acuerdo de Gibraltar), o del trato a los colonizados (¿dónde están los indios que habitaban América del Norte?)...

          ¿Sufren esos países citados, por poner sólo unos pocos, unas acusaciones tan constantes como las que soporta España, a la que se le recuerda a cada rato la Leyenda Negra, haya o no motivo? Hace unos meses, cuando el seleccionador español de fútbol, de forma particular, para incitar a un jugador lo comparó a un compañero de su equipo inglés, que, dio la casualidad que es negro, a él y a todos nosotros se nos tachó de racistas. Un diario inglés que se recibe en la Biblioteca Militar titulaba su crónica del asunto diciendo que España seguía anclada en el oscurantismo de la Inquisición. Sinceramente creo que la Leyenda Negra española es única en la Historia, y también sinceramente, aunque sé que esto no le gustará a algunos, considero que lleva años tejiéndose otra en torno a los EE.UU., aunque aún es pronto, históricamente hablando, para confirmarlo.

          Hay muchos trabajos sobre la Leyenda Negra. Hace algo más de un mes saqué de nuestra Biblioteca Militar un libro escrito hacia 1914 por Julián Juderías, que trata de probar lo injustificado de las acusaciones, muchas de las cuales desmonta, pero desde un punto de vista que idealiza todo lo que España hizo en el mundo, lo cual tampoco es verdadera historia. Y acudo a Julián Marías, quien explica las condiciones necesarias para que la Leyenda Negra nazca, crezca y se desarrolle,… pero no muera.

          El señor Marías no se preocupa de refutar los hechos de que se acusa a un país, sino que lo que le ofende es que “partiendo de un punto concreto, aunque sea cierto, se extienda la condenación y la descalificación a todo el país, a lo largo de toda su historia, incluida la futura.” La de España, añade, “nace a comienzos del siglo XVI, se densifica en el XVII, rebrota en el XVIII y reverdece con cualquier pretexto, sin prescribir jamás.” Y es francamente interesante su teoría de las tres condiciones coincidentes que deben darse para la Leyenda Negra:

               a) Que se trate de un país importante, “que haya que contar con él”.
               b) Que exista una secreta admiración, envidiosa y no confesada por ese país.
               c) Que exista una organización para orquestar la Leyenda.

          Examinemos las tres condiciones con respecto a España:

               a) Tras su reunificación política, España empieza a aparecer en todas partes: Europa, América, Asia, Pacífico. Con España se tropieza vaya uno donde vaya y, además, como decía Elliot, España aparece de súbito. De una forma que Marías califica por lo insólita, de “insolente”, porque ¿qué eran Castilla y Aragón hace muy pocos años en el horizonte general de Europa?

               b) Ese inmenso poder suscita admiración. Fíjense todo lo que hay que admirar en aquella España: su potencia militar, con unos Tercios invencibles; sus increíbles navegaciones y descubrimientos; las míticas conquistas de grandes imperios con apenas unos cientos de hombres por cada hazaña; la realidad y el mito del oro y la plata; la continua y acelerada fundación de ciudades, con bibliotecas, imprentas y universidades; el dominio directo de varias grandes partes de Europa; la difusión de la lengua castellana a un ritmo vertiginoso; el siglo de oro de la cultura; … A veces, esa admiración es pura, pero en otras va acompañada de la envidia, el resentimiento y la hostilidad.

               c) Cuando estaba realizando el curso de Estado Mayor en los Estados Unidos, uno de mis compañeros, comandante del Ejército norteamericano y de ascendencia hispana, me recomendó un libro que pude encontrar en la maravillosa Biblioteca de Fort Leavenworth. Estaba escrito por Philips Powell, editado a principios de los 70 del pasado siglo y llevaba por título Tree of Hate, lo que podemos traducir como Árbol de Odio. Powell coincidía con lo de la organización que cita Marías, e insistía en la pluralidad de orígenes de nuestra Leyenda Negra. En Italia, donde las tropas catalano-aragonesas tan alto habían puesto el pabellón con el Gran Capitán; en Alemania, como consecuencia de la reforma protestante y la contrarreforma española; en Francia, que sufría lo indecible con el predominio español en Europa, y que era capaz de aliarse con los enemigos del cristianismo en su odio a España; en Flandes, por la ocupación española -sin que tampoco recuerde nadie hoy día que Bélgica es católica porque España estuvo allí; en Inglaterra, por el dominio de los mares y el afán mercantilista; en los judíos, dolidos y resentidos por la expulsión (claro que antes lo habían sido de Inglaterra y Francia, pero eso no contaba)… Y a mediados del XVI, todos esos esfuerzos, que eran convergentes en su ataque a España, encuentran un aglutinador inesperado: un librito, la Brevísima relación de la destrucción de las Indias de Fray Bartolomé de las Casas, lleno de exageraciones e infundios.  Y el complemento final es el falseamiento descarado de la Historia en Hispanoamérica, circunstancia que hoy en día aún se nota, y más cuanto más al norte de lo que fue la España de América.

          Ya tenemos, pues, el núcleo original, al que se suma la inercia histórica y, de vez en cuando, el refuerzo de disidentes de cualquier campo y por cualquier motivo, como señala Julián Marías, de los rivales en cualquier actividad y de grupos afectados (judíos, moriscos, emigrantes,…) reaviva el tema, tan grato por ahí, y desgraciadamente también para algunos de por aquí. Y tras nuestra guerra civil (¡como si lo que ocurrió en el mundo, y por dos ocasiones, en el siglo XX hubieran sido unos juegos florales!) se ha resaltado en muchos de los casi 20.000 libros que de ella se han escrito nuestro carácter sanguinario, nuestro odio a la libertad, nuestro rechazo a la convivencia, nuestro fanatismo y nuestro oscurantismo religioso, y no sé cuantos defectos más. No sé lo que nos dirían si le hubiéramos cortado alguna vez, en la Edad Moderna, la cabeza a nuestros Reyes; o si uno de ellos se hubiera dedicado, por puro entretenimiento, ya que no televisaban entonces al Manchester o al Liverpool, a matar a sus esposas; o en una sola noche, por ejemplo la de Santiago Matamoros, que es más español, hubiésemos eliminado a miles de judíos; o hubiésemos preparado sofisticadas cámaras para gasear a gentes de otras razas, aun cuando fuesen compatriotas; o hubiésemos encerrado a los indios americanos en reservas para no mezclarnos con ellos…

          ¿Qué consecuencias ha tenido, y tiene, la Leyenda Negra para España? Es fácil enumerarlas: Pérdida de prestigio, mal concepto de nuestra Historia y de nuestro pueblo, dificultades en las relaciones internacionales por los prejuicios y las más graves, a mi entender, las derivadas de las relaciones con Hispanoamérica. ¿Y para los españoles?  Entre estos podemos distinguir con Marías y Vaca de Osma, tres grupos: Los que se la creen, y que son arrastrados a una profunda depresión histórica con el alejamiento anímico consiguiente de su propia Patria; los que se indignan, y tras un rechazo absoluto de la Leyenda, terminan con un desprecio, también universal, de lo ajeno y una exaltación, a veces ridícula, de lo propio; los que luchan, con la verdad histórica por delante, por deshacer el entuerto y que, desgraciadamente, son los menos y muchas veces ni escuchados dentro de nuestro propio país. Pero considero que lo peor de todo es que desde el siglo XVI, especialmente en el XVII, los españoles hemos dudado del gran proyecto para el que el destino nos había encaminado. Recuerden: Recuperación de la España perdida -  Integración -  España unida - Supranación con la integración de pueblos heterogéneos. Lo del proyecto sugestivo común. Y así nos ha ido.

  

El siglo XX

           Cuando termina el siglo XIX, se produce el llamado “Desastre del 98”: los últimos restos de lo que fue la España de América se separan también del árbol de las Españas. Y lo hace, y esto es sintomático y confirma la veracidad de las teorías de Ortega y Marías, ante el estupor de unos pocos, que no pueden dar crédito a que ya sólo seamos una nación cualquiera en el conjunto mundial, y –he aquí lo grave- la indiferencia del conjunto de la nación.

          Llega el pesimismo en los destinos de la Patria, todo lo contrario de la ilusión común; pesimismo que si hoy, transcurrido más de un siglo, analizamos resultaba injustificado, puesto que ni hubo quebranto económico con la pérdida de Cuba y Puerto Rico -¿quién se beneficiaba de quién?-, ni tampoco pasó nada en la España europea, que siguió su curso político: la Regencia de Dª. María Cristina hasta la mayoría de edad de Alfonso XIII.

           Pero nos faltaba otro gran desastre: la guerra civil de 1936-39. D. Julián Marías, en un artículo escrito en 1980, que se titulaba “¿Cómo pudo ocurrir?” comenta que lo que estaba sucediendo en España en los primeros años de la década de los 30 llevaba al pueblo español a un estado de ánimo que él define como de “horror ante la pérdida de la imagen habitual de España”. ¿Y cuales eran las causas de ese horror?

          La primera era la de la ruptura de la unidad de España, que se sentía amenazada por regionalismos, nacionalismos y separatismos, con límites vagos y poco definidos entre ellos.

          La segunda se sustentaba en la pérdida de condición de país católico, aun cuando algunos o muchos de los propios católicos no lo fueran de manera absoluta.

          Y la tercera la perturbación violenta de los usos y costumbres en el entramado de la vida familiar y social, incluidos los lingüísticos.

          Se pregunta nuestro filósofo si alguien (partidos, dirigentes políticos, votantes, pueblo en general) podía desear la guerra, para concluir que no; pero muchos de ellos sí deseaban fervientemente:

               a) Dividir el país en dos bandos.
               b) Identificar al “otro” con el mal.
               c) No tenerlo en cuenta, ni siquiera como peligro real o como adversario.
               d) Eliminarlo, quitarlo de en medio políticamente, o físicamente si era necesario.

          Aquello fue un naufragio, pero no un hundimiento y la enorme vitalidad de España, (de la que se asombraba Ortega y Gasset a su regreso del exilio en 1945 calificándola de “insultante vitalidad”) aún en los peores primeros momentos del hambre y el racionamiento, reflotó el barco. Y, aunque hoy se niegue, hubo, ilusión, mucha ilusión. De nuestros padres, para que nosotros, la generación que nació durante la guerra o en los años inmediatamente posteriores, no sufriésemos lo que ellos habían pasado; y también de nosotros, que quisimos buscar para nuestros hijos unos horizontes económicos y sociales de los que en nuestra infancia y primera juventud no pudimos gozar. Y, con ese proyecto común por delante, antes de “entrar en Europa”, en la década de los 70, llegamos a estar más cerca de ella en muchos aspectos que lo que estuvimos bien metidos en los 90. Y si no se lo creen, lean los atinados artículos del Profesor Velarde Fuentes.

          Y en la segunda mitad de los 70 surgió, otra vez, un proyecto histórico atractivo: España volvía a ser un Reino, se elaboraba una nueva Constitución y, contra la ruptura que muchos propugnaban, surgía la innovación: Volver a crear una legitimidad -la Monarquía- partiendo de una legalidad –el orden institucional del régimen de Franco-. Y se concluyó con éxito, como siempre que España tiene un proyecto común.

           Pero algunos, acabo de citar la Constitución, no veían muy claro que en el artículo 2 de la Carta Magna se proclamara que la Nación española estaba formada por nacionalidades y regiones, pues pensaban que algún día las nacionalidades querrían ser nación, las partes igualar al todo. Y no se equivocaban, como hoy mismo estamos viviendo.

          Ortega y Gasset, en su España Invertebrada, dedica un gran espacio a lo que considera un gran defecto del carácter español, considerado individual o colectivamente, lo que él califica como particularismo, al que achaca la desintegración histórica de España. Quiero resaltar que ese libro de Ortega está escrito en 1920, pero que es tan actual que nuestros políticos nacionales, los que deben garantizar la solidaridad entre las nacionalidades y regiones de que habla el artículo 2 de la Constitución, debían de tenerlo como manual para su comportamiento político; como libro de lectura, para los ratos de ocio, junto al sillón; en la mesilla de noche para leer unas hojas antes de dormir; y al toque de maitines debían repasarlo por si se les había pasado algo.

           Dice Ortega que “la esencia del particularismo consiste en que cada grupo deja de verse a sí mismo como parte, y en consecuencia deja de compartir los sentimientos de los demás”; y añade, y como ven hablo en presente aunque el libro se escribiera hace 85 años, que a esos grupos particularistas “no les importan esperanzas o necesidades de otros, y no se solidarizará con ellos para auxiliarlos o apoyarlos”. ¿Les suena de algo? Y resalta que, incluso, “pueden tomar cariz agresivo”. Finalmente resume diciendo que, si algo no lo impide, “las partes del todo comienzan a vivir todos aparte”. Me parece que es imposible más claridad para definir lo que hoy se vive en España. Pero lo que verdaderamente me hace pensar es que Ortega, repito, en 1920, prosiga diciendo que aunque “son el vasquismo y el catalanismo las manifestaciones más acusadas del estado de descomposición de España”, y que la gente se preocupa por lo que sucede o puede suceder en Vascongadas o en Cataluña, no lo hace por el nihilismo (ya saben, la negación de cualquier principio religioso o social) existente en todo el territorio nacional.

          Dice luego que en nuestro país existen particularismos de clases, de profesiones, de individuos y añade una frase lapidaria: “Hoy es España más bien que una nación, una serie de compartimientos estancos”, para culminar con el pareado del clásico: “Está aquí una pared de otra  más distante / que Valladolid de Gante”.

          Y es verdad, tristemente cierto. Estamos viviendo en nuestra Patria, dentro de las mismas Comunidades Autónomas, en nuestra sociedad, ese estado del espíritu en que creemos no tener por qué contar con los demás. No oímos más que “Nosotros”, “lo nuestro”, … en fin, que cualquier pueblo o aldea se considera a sí mismo el ombligo del mundo.

          Para terminar esta parte, regreso a don Julián Marías, quien, infinitamente mejor que yo, y con una clarividencia similar a la de Ortega, no en vano fue su discípulo, escribe en noviembre de 1978, cuando ya las Cortes habían aprobado la Constitución pero aún no había sido promulgada:

               “Hay en algunas regiones fracciones considerables, y, sobre todo, fuertes grupos políticos aquejados de insolidaridad. No les interesa nada de España en su conjunto; no tienen ojos más que para los temas particulares de su región; tienen desdén por la nación, unido a un narcisismo ilimitado y sin crítica de su región propia. No se les ocurre siquiera separarse, porque necesitan la totalidad de España para subsistir económica, social, demográfica, políticamente; incluso para que la sociedad general corra con los gastos originados por las lenguas particulares… Esta insolidaridad no me parece demasiado simpática, pero esto no es lo más importante: lo grave es que es un error debido a la miopía, ya que, sin la prosperidad de España en su conjunto, todas sus regiones sin excepción están condenadas a una vida precaria, y esa insolidaridad lleva directamente a un angostamiento que desemboca inexorablemente en el provincianismo o el aldeanismo.

               Pero no es esto lo que más me inquieta. En algunos grupos políticos -que no son los más extremosos ni explosivos-  late la voluntad de desarticular la estructura nacional de España. Es decir, no se limitan a conseguir tales o cuales medidas que juzguen favorables a su región particular, sino que tiene obvio interés en manipular aquellas otras que consideran ajenas y de las que se sienten insolidarios… Se trata de grupos extremadamente minoritarios, pero con suficiente capacidad de control de partidos, asociaciones y medios de comunicación. Su influencia en la génesis del texto constitucional ha sido notoria y absolutamente desproporcionada a su importancia real.”

          Y ahí queda eso. Repito, escrito en noviembre de 1978.

          ¿Soluciones? La Constitución y el resto del conjunto legislativo español las ofrecen, y en abundancia, cuando se trate de grupos abierta o solapadamente separatistas. Claro que, para eso, se necesitan políticos con mayúsculas, de grandes miras, no personajillos más preocupados por conservar cargos y prebendas. Políticos que no trafiquen con la Unidad de España y no dialoguen de España con quienes no quieren que España exista.

          Otro caso es el del pueblo. El olvido de la Historia (¿cuándo empiezan los niños a estudiar la Historia de España?) es la causa fundamental de lo que ocurre. Por eso, malévolamente, han tenido buen cuidado en muchas regiones por eliminar ese tema nacional de los planes de estudio, y sustituirlo por otro comunitario, “particularista” en los que, en muchos casos, la verdad se tergiversa sin recato o se miente claramente, para presentar una serie de agravios y quejas, un victimismo total, por culpa de ese Estado español, ni siquiera España, que chupa del bote que se llena con el esfuerzo, especialmente, de los de esas regiones y muy señaladamente, de los nobles habitantes de la propia. ¿Remedios? La aplicación estricta de lo que las leyes educativas señalen para el conjunto nacional. Y si no lo señalan en este apartado histórico, incluirlo. ¿Para qué está el poder legislativo? Y, aunque perdiéramos, de hecho ya están perdidas, al menos dos generaciones, empezar con los niños de 4 años, desde la Primaria, a que conozcan, amen y sientan España. Toda España. No sólo las excelencias de Villanueva del Alcornocal o de Bollullo de la Ribera. ¿Quién le pone el cascabel al gato?, me preguntarán. Pues los mismos de antes. Los políticos de verdad, que serán pocos, pero que existirán y a los que los demás debemos seleccionar y apoyar. ¿No les parece que éste podría ser el punto de partida para un nuevo proyecto sugestivo común?

 

 Una idea como punto final

          Si esta charla hubiera sido para contarles algo de la Historia de España, habría llegado ahora el momento de decirles buenas noches y gracias por su atención; pro se me pidió hablar del “concepto de España”, que engloba también su futuro.

          Me han oído repetir, quizás hasta la saciedad, lo del proyecto común, aquella secuencia de Unificación – Reconquista – Reunificación/España – Supranación.

          Ese esquema debemos mantenerlo. Sin desde luego abandonar Europa, antes bien tratando de incardinar en el Viejo continente, como ya lo estuvo cuando éramos “las Españas”, a la España de América, o, al menos sirviendo de puente entre Europa y el Mundo Hispánico. Así como no creo en esas expresiones del “Tercer Mundo” o del “Primer Mundo” para calificar naciones que no tienen en común más que la pobreza o el bienestar, sí considero correcto hablar de lo hispano como un Mundo que comparte lenguaje (comprensible incluso para los brasileños), religión, una historia común de más de tres siglos, usos, costumbres, formas sociales, estilos de vida, sangre…

          Pero para ello se necesita imaginación e ilusión. Y volvemos a lo de hace unos minutos, hombres y mujeres de talla universal, capaces de entusiasmar con la idea que podía ser la empresa de nuestro tiempo y de los que están por venir: La reconstrucción de las Españas, la unión de la europea con la americana, con Ibero América o Hispanoamérica -de paso, desterremos de nuestro diccionario particular esa expresión de Latinoamérica-.

          No se trata de volver al pasado, de volver a crear los Virreinatos y las Provincias americanas; se trata de unirnos en una empresa común, de determinar hacia donde convergen las zonas de interés de los países iberoamericanos y de la vieja España. Que ese objetivo de convergencia sea el nuestro: el español, el chileno, el mejicano o el venezolano. Y que todo lo que hemos hecho, allá y acá, por los de allí y los de aquí, sea nuestro, hasta conseguir que se cambie el “nosotros los europeos”, si el que habla es madrileño, catalán o canario, y el “nosotros los americanos” si es de Tucumán, de Cartagena de Indias o de Managua, por un “nosotros los hispánicos”.

          ¿Qué será muy difícil? Seguro. ¿Una utopía? Posiblemente. Pero tenemos mucho adelantado, muchos vínculos comunes de los que el más importante es la lengua. Y así como los académicos hispánicos están tejiendo una red riquísima con palabras y acepciones de ambas orillas, hay muchas otros hilos, como la economía, la cultura, incluyendo los deportes, el comercio, etc. etc. que pueden ir formando una trabazón, una tela de araña inmensa. ¿Se imaginan ustedes, una vez anudados los vínculos, lo que serían los problemas si se apoyaran las soluciones en los recursos, humanos, científicos, económicos, políticos de más de 20 naciones y 400 millones de personas?

          Bienvenidas sean esas reuniones de Jefes de Estado y Gobierno iberoamericanos,  si los temas que se discuten y se plantean en ellas van en ese sentido.

          Así termino queridos amigos, con cinco deseos en el fondo de mi corazón:

               - Que en lo que hoy llamamos España se imponga la cordura, cesen las perspectivas distorsionadoras y polémicas, las mentiras históricas que “han aventado la visión serena, la veracidad”.

               - Que aquellos que elegimos para regir los sucesivos gobiernos de España, tengan la valentía y la decisión de aplicar las leyes a quien y cuando sea conveniente para el bien de la Nación.

              - Que esos mismos sean capaces, modificando legalmente las normas que hagan falta, repasando las atribuciones conferidas a las Comunidades y venciendo el temor a la pérdida de votos, de rectificar todo lo que ya se ha hecho mal en perjuicio de la unidad de España, empezando por la educación histórica de nuestros nietos. Ese podría ser, sin duda, un inicio de sugestivo proyecto en común.

              -  Que junto a los gobernantes del otro lado del Atlántico, busquen la continuación del destino histórico de España, de las dos Españas.

                Que dentro de cien años, una persona, en este mismo salón, comience sus palabras diciendo: “Queridos amigos: Nos reunimos hoy aquí representantes de la gran España, la que tiene una rama en Europa y otra en América; de este Mundo Hispánico floreciente que tiene por delante un sugestivo proyecto común…”

 

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