Los gritos de la agreste de San Andrés

 

 

Por Jesús Villanueva Jiménez   (Publicado en El Día / La Prensa el 23 de julio de 2011)

         

 

          Aún era noche cerrada, sobre las cinco y media de la mañana del sábado 22 de julio de 1797, cuando María, de súbito, abrió los ojos. A su derecha, sobre el jergón de esparto, aún dormía su esposo; a la izquierda, acurrucados uno junto al otro, soñaban sus dos hijos, varón y hembra de dos y tres años: lo que más quería en el mundo. Francisco, el esposo, roncaba a trompicones; ella se desperezó sentada sobre la rústica cama vegetal. A oscuras, palpó los cuerpos y el rostro de los pequeños; respiraban serenamente, como angelitos. Se inclinó sobre el esposo y le susurró algo al oído, después de zarandearle y comprobar que atendía, más dormido que despierto, a sus palabras. María intuyó un asentimiento. Encendió una vela y su minúscula llama dio tenue luz a la humildísima morada de una sola estancia. Luego de refrescarse la cara con agua de una jofaina y engullir un mendrugo en tres bocados, seguidos de un trago de agua, se vistió y salió de la cabaña que habitaba junto a su familia, en el pequeño barrio santacrucero de San Andrés. Aspiró con energía la brisa marina, un bálsamo en la  cálida madrugada, mirando el mar, aún negro, alborotando a no más de cincuenta varas de su casa, que se hallaba al noroeste de la robusta torre defensiva. El esposo, farfullando algo que sólo ella conseguía comprender, se asomó al exterior mientras estiraba los brazos.

          Era día de mercado en Santa Cruz. Como todos los sábados, en la plaza de La Pila se venderían los productos de la tierra que los agricultores tuvieran a bien; esenciales provisiones para la población. Casi todas las familias de San Andrés vivían de la pesca, pero María, además, había logrado mantener con vida media docena de fructíferas plataneras que su padre había plantado hacía unos años. Y María se había propuesto vender esa mañana una buena piña de hermosos plátanos  —que debía rozar las sesenta libras—, y por la que podría obtener algunas monedas.  Francisco colocó con cuidado la piña envuelta en tela de saco sobre la cabeza de la mujer, que, con sobrada habilidad, se la había protegido con una aureola de trapos. Se despidieron sin hablar, con un gesto suficiente, y la mujer enfiló hacia Santa Cruz. Con semejante carga coronando su cuerpo menudo, el pueblo aguardaba a dos horas de camino, pedregoso y polvoriento, estrecho en algunos tramos, orillando el océano. Se requería voluntad de hierro y piernas, riñones y cuello de jornalero, que, sin aparentarlo, ella poseía.

          La agreste, de descalzos pies encallecidos, hechos a los rústicos senderos transitados por cabras y borricos, mataba el tiempo imaginando qué compraría en una de las ventas del pueblo, una vez hubiese vendido aquella piña de plátanos que le escachaba la cabeza. De pronto, le vino a la mente  el aviso del avistamiento de un grupo de barcos que desde la atalaya de Anaga se había hecho, tan sólo tres días antes. ¿Serían buques ingleses?, se preguntaba. Si eran ingleses, malas intenciones traían, se decía una y otra vez, cuando, sin darse cuenta del tiempo transcurrido, observó cerca el castillo del Santo Cristo de Paso Alto, cuyos gruesos muros comenzaban a reflejar la tenue anaranjada luz del incipiente amanecer. Ya queda menos, pensó María. Y la joven agreste miró al horizonte marino, donde el sol enrojecido como un ascua se asomaba, una vez más, desde el principio de los tiempos. Siempre le había fascinado a María el espectáculo multicolor del amanecer, cuando el sol se derramaba sobre el Atlántico, y el cielo se teñía de degradados naranjas, amarillos y azules. Contemplaba el alba, cerca ya del castillo, cuando descubrió, delatado por la luz del nuevo día, algo que aceleró sus pulsaciones. A poco más de una milla, un nutrido grupo de botes cargados de hombres se acercaba a la costa, y, tras ellos, apreció unos enormes barcos, que sin duda no eran pesqueros chicharreros. Enemigos, ingleses, invasores… se dijo para sí, alterada, con el corazón desbocado. Miró al castillo, no vio a nadie entre sus almenas. ¿Qué estaba pasando? ¿Es que nadie estaba viendo lo que ella? Entonces, sosteniendo con ambas manos la piña de plátanos, gritó con todas sus fuerzas: ¡Los enemigos nos atacan! ¡Los enemigos nos atacan! Un soldado se asomó desde la plataforma alta del castillo, la miró y algo le dijo que María no logró entender. Ella volvió a gritar, señalando al horizonte atestado de invasores. ¡Los enemigos nos atacan! El soldado desapareció. Ella seguía gritando, cuando escuchó el estruendo sobrecogedor del cañonazo de una de las piezas de artillería del castillo, un segundo y un tercer estallido. Luego el alboroto: gritos y más gritos precedentes de la fortaleza costera, y, al poco, el tañido incesante de las campanas de las iglesias y conventos de Santa Cruz.

          A María el corazón le latía deprisa, la respiración agitada. En ese instante pensó en sus hijos, lo que más quería en el mundo. Sólo pensaba en sus hijos. Dio media vuelta y se encaminó hacia San Andrés. Aceleró el paso, con el corazón en la boca, como si la piña de plátanos no le pesara. María seguía pensando en sus hijos. Tras de sí, las campanas seguían sonando, y Santa Cruz amanecía ya en pie de guerra.

          Así debió suceder —imaginemos esta pincelada de ficción— aquel amanecer del 22 de julio de 1797. Ciertamente, una agreste dio la voz de alarma, al descubrir al invasor acercarse a la costa tinerfeña. En estas fechas se cumple el 214 aniversario de la gloriosa Victoria de Santa Cruz sobre aquella poderosa escuadra británica al mando del, por entonces, contralmirante Horatio Nelson, uno de los grandes marinos de la Historia, y también uno de los personajes más idolatrados en el Reino Unido.  Aquí, en nuestro Santa Cruz, se presentaron 9 buques de guerra que sumaban 393 cañones, con 2.000 marineros e infantes de marina instruidos y experimentados, armados hasta los dientes, con el incuestionable objetivo de tomar la plaza, para continuar con el resto de la isla y, posteriormente, invadir por etapas cada una de las Canarias. Seguros estaban los británicos de que no sería más que un paseo militar; una victoria inapelable, rápida, casi vertiginosa. Y así era porque bien conocían los británicos que sólo contaba Santa Cruz, para su defensa, con un puñado de soldados del ejército regular y unos regimientos de milicias engrosados por campesinos sin instrucción y mal armados; y bien conocían también que la plaza contaba con sólo 89 bocas de fuego repartidas en 16 baterías de costa; y, sobre todo, bien sabían que ninguna escuadra española podría acudir en auxilio de las islas, dado que el grueso de la Armada española se hallaba bloqueada en la bahía de Cádiz.

          Pero no contó Nelson ni con la pericia, ni el oficio, ni la experiencia, ni la templanza del comandante general del Archipiélago Canario, don Antonio Miguel Gutiérrez de Otero González-Verona, militar de brillantísima hoja de servicio, anciano de 68 años, burgalés de Aranda de Duero, tinerfeño de adopción (quien dos años después cerró sus ojos para siempre en la tierra que supo defender del invasor, y entre nosotros continúa). Cómo tampoco contó Nelson con el coraje de los santacruceros, tinerfeños, canarios y españoles de otras regiones que aquí se batieron con valor y con orgullo; con la fuerza de la razón y los arrestos que halla el hombre que protege la vida de los suyos, que defiende su tierra, sus raíces, su patria: sus principios.  Y digo hombre como digo mujer, porque me vienen a la mente aquellas aguadoras de Santa Cruz que en la mañana del 22 de julio, jugándose la vida por la escarpada montaña, subieron, por tres veces, agua, alimentos y toldos (para resguardo del sol que achicharraba) a los defensores que cortaban el avance británico, desde la Altura de Paso Alto. Como tampoco contó Nelson con el acierto providencial del teniente de Artillería, comandante del bastión de Santo Domingo, don Francisco Grandi Giraud, que abrió una tronera que miraba a la playa a la izquierda del castillo de San Cristóbal, donde dispuso un cañón que barrió con devastadora metralla aquella orilla de arena negra y callaos, la madrugada del 25 de julio, convirtiendo en un infierno el desembarco inglés, e hiriendo gravemente en el brazo derecho al mismísimo Nelson, brazo que le tuvo que ser amputado en el navío Theseus. Aquel cañón se llamaba y se sigue llamando El Tigre. Y los británicos fueron vencidos en Santa Cruz la mañana del 25 de julio de 1797 por una fuerza muy inferior, por eso aquella gloriosa Victoria pasó a la historia como la Gesta del 25 de Julio de 1797.

          Es, sin duda, en mi opinión y en la de muchos entendidos, la Gesta del 25 de Julio, el acontecimiento histórico más importante de Canarias, luego de agregarse el archipiélago a la Corona de Castilla a lo largo del siglo XV. Sin embargo, apenas se conocen los hechos por las gentes de nuestras islas, menos aún en la península y no digamos ya en el resto de Europa. Muchos creen en el Reino Unido que Nelson perdió el brazo en Trafalgar, que nunca estuvo en Tenerife, y los que más dicen conocer defienden que en Santa Cruz no hubo más que una escaramuza, cuatro tiros; que aquí vinieron los ingleses a apresar algunos barcos fondeados en la rada y a saquear el pueblo; y que se dieron media vuelta sin más, de puro aburrimiento. Pero lo cierto es que desde el día siguiente de conocerse en las Islas Británicas aquella fatal derrota, se trató de ocultar, de enterrar para la historia. Y a lo largo de dos siglos los historiadores ingleses siguieron y siguen empeñados en cubrir con un tupido velo la realidad de aquella única derrota de su venerado Lord Nelson. ¿Y qué hay de los historiadores españoles?, se preguntarán muchos, con razón. Eso mismo me pregunto yo, por decir algo y no hurgar en la herida de nuestros propios defectos.

          Eso sí, ¡cuánto se ha escrito y hablado sobre nuestra derrota en Trafalgar! Pues les ofrezco la siguiente reflexión: En Trafalgar no tanto le iba a España. Si es cierto que perdimos a grandes marinos como Gravina o Churruca, y a la Armada Española se le escapó del todo la hegemonía en el Atlántico, pero eso ya estaba cantado, desgraciadamente, gracias a la ineptitud de nuestros gobernantes. Fue el soñado y ambicionado proyecto de Napoleón de invasión de las Islas Británicas lo que frustró Nelson en Trafalgar. ¿Y qué le iba a España en ese entierro? Nada. Muchísimo más se defendió en Santa Cruz aquel 25 de Julio de 1797, porque aquella victoria española evitó que hoy Canarias fuera otro Gibraltar. Por cierto, para los paisanos que hoy se apenan de la derrota británica —a más de uno se lo he oído decir—, por eso de haber podido pertenecer al Imperio, sólo les digo que se equiparan a los desertores (que también los hubo) de la madrugada del 25. Y me refiero a los que huyeron por cobardes, no por ignorantes y desorientados, como fue el caso de muchos campesinos milicianos. Esos paisanos que hoy se lamentan de la victoria de Santa Cruz sobre los británicos, aquel entonces serían despreciados y acusados de traidores.

          Y es la hora de reconocer a ese grupo de idealistas, de patriotas, a esos hombres que fundaron hace 16 años y hoy forman la Tertulia de Amigos del 25 de Julio, porque ciertamente, sin el empeño que han mantenido durante este tiempo, sin los ensayos históricos fruto de la investigación de varios de sus miembros, sin la multitud de conferencias y artículos de prensa, ¿quién conocería hoy algo, al menos, lejano o acertado sobre la Gesta? Sinceramente, creo que esta gloriosa página de la Historia de Tenerife, de Canarias y de España hubiese sido engullida por el ingrato olvido, como tantas otras cosas.

          Como también es la hora de invitar a todos los canarios a que visiten el magnífico museo que alberga el Centro de Historia y Cultura Militar de Canarias, en las dependencias del Establecimiento de Almeyda, donde se pueden apreciar multitud de objetos y armas requisados a los ingles aquellas jornadas del 22 al 25 de julio, así como reproducciones de los buques de guerra, lienzos alegóricos, dos banderas británicas apresadas en combate, y una magnífica maqueta  a escala del Santa Cruz de la época, entre otras muchas cosas. Y celebremos también las recreaciones que desde hace unos años, con gran mérito, viene realizando la  Asociación Histórico Cultural Gesta 25 de Julio de 1797.

          Entre tanto, me hago una pregunta, ¿a qué esperan los responsables políticos de la enseñanza en Canarias para incluir la historia de la Gesta del 25 de Julio de 1797 en la asignatura pertinente?

 

          María regresó a San Andrés, agotada por el ritmo de sus pasos. Su esposo le dijo que se había oído el lejano estruendo de un cañonazo y luego de más cañonazos, procedentes de Santa Cruz. Y María, abrazada a sus hijos, comiéndoselos a besos, le contó lo que había visto, y que había avisado a gritos a los soldados del castillo de Paso Alto. Tan sólo tres días después, bien que escucharon y presenciaron  María y su esposo el fuego atronador que los cañones de la torre de San Andrés hicieron sobre algunos barcos invasores. Y tiempo más tarde, además de María y su esposo, todos los chicharreros pudieron contemplar cómo lucía una tercera negra cabeza de león en el histórico escudo de Santa Cruz de Santiago.