La Plaza del Príncipe (2) (Retales de la Historia - 6)

 

Por Luis Cola Benítez   (Publicado en La Opinión el 15 de mayo de 2011)

  

          Desde el siglo XVIII existía una pequeña calle que desde la del Castillo, atravesando San José, llegaba a la del Tigre –hoy Villalba Hervás–, donde quedaba interrumpida al toparse con la huerta de San Francisco. Esta estrecha vía, conocida como calle del Saltillo, cuando el Ayuntamiento ya estaba instalado en el antiguo convento pensó prolongarla hasta el barranquillo de Guaite o de los Frailes –cubierto hoy por Ruiz de Padrón–, para limitar y dar acceso al antiguo edificio del exconvento por el lado de la huerta. Esto ocurría en 1844, pero una cosa era lo que se pensaba y otra muy distinta lo que podía hacerse, y aunque años más tarde se encargó al arquitecto que hiciera el correspondiente presupuesto, todavía en 1855 se hablaba del asunto como proyecto. Por fin, con la aportación de los principales contribuyentes y mano de obra voluntaria de trabajadores, se abrió la nueva calle que en aquel tramo recibió el nombre de Consistorio, hasta que bastante tiempo después, en 1895, a propuesta del concejal Manuel de Cámara, se unificó la nomenclatura y ambos tramos recibieron el nombre del padre de la capitalidad de Santa Cruz, José Murphy Meade, en cuyo honor se ha alzado un monumento en la plaza San Francisco en tiempo reciente.

          A pesar de que en 1860 se aprobaron los planos de la plaza, los trabajos se fueron realizando muy lentamente a base de suscripciones y donaciones particulares. No obstante, este mismo año, sin estar ni mucho menos terminada, se procedió a su inauguración coincidiendo con la onomástica del capitán general Narciso Atmeller y Cabrera, dándosele su nombre –Paseo de Atmeller– al tramo lindante con la calle del Norte, por la ayuda recibida para su construcción. Siguieron malos tiempos para el proyecto cuando a los dos años se declaró oficialmente una epidemia de fiebre amarilla y para los primeros gastos de urgencia fue necesario echar mano de la aportación ciudadana de 11.676 reales que formaban el fondo para las obras.

          Superada la situación de emergencia sanitaria, paulatinamente en los años siguientes se continuaron las obras y se fue dotando a la plaza de los elementos necesarios, no sin que surgieran dificultades. Se trajeron unos primeros faroles de Marsella por mediación de la firma Ghirlanda Hnos., que resultaron no corresponderse con los solicitados, aunque al final se aceptaron. Pero no había dinero para el pago, que se demoró años, con el abono del seis por ciento de interés. Lo mismo ocurrió en 1903 cuando se completó el alumbrado con otros faroles de hierro fundido, esta vez importados por la casa Ruiz Arteaga. Se abrió suscripción pública para la adquisición de catorce jarrones de mármol para adornar el perímetro de la plaza, esta vez encargados a José Ravina, que residía en Génova, así como dos estatuas del mismo material –Primavera y Verano– que había ofrecido regalar Manuel García Calveras, ausente entonces en La Habana. Cuando en 1868 llegaron las estatuas se le pasó el cargo a García Calveras, pero no contestó, y hubo que pagar todo de los fondos de las obras. No obstante, cuando regresó a Santa Cruz, se ocupó de la construcción de la escalinata Norte, a base de suscripciones y de sus aportaciones pecuniarias. El alcalde, José Luis de Miranda, encargó a Cuba los laureles de la India, que trajo el capitán Domingo Serís Granier, hermano de Imeldo, en su bergantín El Guanche.

          Bajo los ecos republicanos de La Gloriosa a la plaza se le denominó Alameda de la Libertad, aunque este nombre no obtuvo suficiente arraigo popular y en el sentir ciudadano seguía siendo la plaza del Príncipe. Ya era lugar de reunión, de paseo y de conmemoraciones, como lo fue en la festividad de Santiago de 1870, cuando se mejoró la iluminación trasladando provisionalmente los faroles de la calle de la Marina. Entre los actos programados estaba el reparto a los pobres de 400 libras de pan a cargo de los concejales. Este mismo año, en el bergantín inglés Jesie, llegó la fuente de hierro fundido encargada a Inglaterra por un grupo de vecinos para colocarla en el centro de la plaza, y de la que sólo queda uno de los platos, hoy situado en una esquina del recinto. En la década de los ochenta se celebraba paseo con música un par de días a la semana, a veces amenizado por la banda del Batallón de Cazadores y otras por la banda de sociedad La Bienhechora, a la que se le abonaban 40 pesetas por actuación. Sin embargo, a pesar del empaque que se pretendía dar al lugar, hacia 1895 allí se guardaba el carro y la mula de la recogida de basuras, por no haber otro lugar apropiado.

          Posteriormente, se instaló un kiosco de madera para la música y, en 1930, el actual, según proyecto del arquitecto Eladio Laredo, que ocupó el espacio que había dejado libre la antigua fuente de hierro.

          Estos son retazos de la historia de una de nuestras principales plazas, recoleta, romántica y acogedora, que sigue siendo un remanso aislado del tráfago ciudadano y punto de cita para reuniones y acontecimientos cívicos.

Nota: Fotografía del libro "Santa Cruz de Tenerife, 2003"