LA PRIMERA CABEZA DE LEÓN DEL ESCUDO DE SANTA CRUZ

 

Esc. Primera

 

 

LA  PRIMERA  CABEZA  DE  LEÓN  (30 de abril de 1657)

Por Emilio Abad Ripoll

 

CAPÍTULO  I

 

ANTECEDENTES  GENERALES

a) España

          En 1657 reinaba en España Felipe IV, el segundo de los conocidos como “Austrias menores”, en contraposición a la enorme valía e importancia mundial de sus antepasados, los dos primeros Austrias, los “mayores”: Carlos I y Felipe II.  Durante su reinado empezó a hacerse patente la descomposición del poderoso Imperio español. Sublevaciones en muchas partes de los dominios hispanos que daban lugar a la independencia de los Países Bajos y Portugal, y a disturbios importantes en Nápoles, Andalucía, Aragón, Vascongadas y, especialmente, Cataluña, que sería invadida por Francia.

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Felipe IV

          Y a todo eso había que unir las guerras continuas con Francia e Inglaterra (con ésta última se había declarado la ruptura de hostilidades en 1656).

          De sobras era conocida por todos la importancia que para el exhausto erario español tenían las flotas que venían de América. Y al decir todos, figuran en primer lugar nuestros enemigos exteriores, que sabían a la perfección que aquellas columnas de lentos mercantes eran el cordón umbilical que sostenía a la que, todavía, era la primera potencia del mundo. Y las Canarias eran paso obligado, puerto y escala.

b) Inglaterra

          Por lo que se refiere a Inglaterra, por aquellas fechas vivía los últimos momentos de la República liderada por Oliver Cromwell, quien regía los designios de dicha nación bajo la forma de un Protectorado de claro corte militar desde hacía cuatro años (1653) y que ansiaba la posesión de las colonias españolas ultramarinas como fuente inagotable para sus planes de hegemonía mundial, lo que explica el denodado interés por el apoderamiento de la flota del tesoro hispana.

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Oliverio Cromwell

          Según las palabras del estadista británico, “no puede haber nada de mayores consecuencias que interceptar la flota española en su ruta de entrada o salida desde las Indias, para cuyo fin nuestro objetivo es mantener una flota en aquellas aguas, que pueda estar en condiciones de luchar con alguna flota que los españoles dispongan, como uno de los medios más efectivos para finalizar la guerra”. En esa línea aparece la génesis o causa principal que explica las ansias de Cromwell, a través del asalto de Blake a Tenerife, de asestar el decisivo golpe en este sentido, que no sólo conseguiría debilitar sensiblemente las finanzas españolas -y por tanto, su disposición y ánimo para continuar la guerra-, sino que también serviría para estabilizar la frágil economía del impetuoso régimen republicano que lideraba.

          Y ¿quién era Robert Blake? Pues ni más ni menos que uno de los Almirantes que personificaban las puntas de lanza de la agresiva política exterior de Cromwell Sus biógrafos y algunos historiadores anglosajones lo catalogan como uno de los más famosos marinos del siglo XVII y de la propia historia naval inglesa. La Royal Navy lo considera como uno de los “padres” del potencial organizativo y teórico de dicha institución. Fue además el primero en afrontar el ataque desde el mar a posiciones fortificadas enemigas ubicadas en la costa, desarrollando nuevas técnicas e instrucciones que sentaron las bases de las tácticas navales en lo que quedaba de la época de la vela.

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Almirante Blake

           Nacido en 1599, con 41 años, y tras trabajar en distintos oficios, llegó a ser diputado al Parlamento británico, pero al no irle muy bien las cosas, tomó la senda de la carrera militar en el bando constituido por los parlamentaristas y, a pesar de no tener formación alguna en temas castrenses, inició un imparable y llamativo ascenso, avalado en todo momento por victorias y logros de enorme importancia. Entre 1643 y 1645 tomó parte activa y decisiva en varios combates y sus actuaciones le convirtieron en un héroe popular, circunstancia que no escapó a los miembros del Consejo de Estado que, en 1649, al establecer los principios de la Commonwealth británica, se vieron en la tesitura de designar a tres Comisionados o Generales de mar. Fue de esta manera como Robert Blake, con casi 50 años de edad, sin formación náutica alguna, fue seleccionado para encabezar la expansión ofensiva de la Armada  británica.

          Blake tomó parte activa en los diferentes movimientos tácticos efectuados, tanto en aguas del Atlántico como del Mediterráneo, para garantizar el reconocimiento del gobierno parlamentarista por parte de los restantes estados europeos, con un exitoso balance. Con este historial a sus espaldas, y en este punto preciso de su biografía, se le presentó la oportunidad de asaltar Santa Cruz, donde se refugiaba la codiciada flota del tesoro español.

 

ANTECEDENTES  INMEDIATOS

a) Parte española

          En la segunda quincena de diciembre de 1656 había zarpado de La Habana la flota de Méjico, compuesta por nueve barcos mercantes a los que daban escolta dos navíos de guerra,  Jesús María y La Concepción (conocidos también como Capitana y Almiranta porque en ellos enarbolaban sus insignias, respectivamente el Capitán General de esa flota, un experimentado marino llamado don Diego de Egues, y el Almirante don José Centeno).

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          Tras casi dos meses de navegación, avistaron por fin las Canarias, fondeando en la primera isla que encontraron, La Palma, en cuyo puerto principal inquirió Egues algunas noticias acerca de avisos que le hubieran podido enviar de la Corte, donde, sin duda, se esperaba con ansia e inquietud la llegada de su flota. Ante la negativa, puso la proa de sus barcos hacia Santa Cruz de Tenerife, adonde arribaba el 22 de febrero; y en la rada santacrucera recibió informes sobre los corsarios y buques piratas ingleses que merodeaban por las aguas canarias en busca de buenas presas.

          Don Diego de Egues había nacido en Sevilla, aunque su familia procedía de Navarra. Pasó diez años como paje en la corte de Felipe IV, hasta que fue nombrado corregidor de la provincia de Cochabamba (Perú), donde permaneció un par de años. Sirvió en el ejército español como capitán en el puerto de El Callao, aunque más tarde embarcaría como capitán de arcabuceros en la flota. Guerreó en Francia, aguas del Mediterráneo, San Vicente, puerto de Barcelona (1642), etc. Ascendido a Almirante se incorporó a la protección de las flotas de América, y en 1647 había hecho ya ocho veces el viaje a las Indias. En 1654 el Rey lo nombraba Capitán General de la flota de Nueva España, siendo el viaje que nos ocupa el segundo que realizaba con ese cargo.

          El Capitán General de Canarias, don Alonso Dávila y Guzmán, era oriundo de la ciudad que indica su primer apellido, pero había nacido, por vicisitudes de la carrera militar de su padre, en Jaca. Sirvió al Rey en Flandes durante veinte años, hasta que en 1640 se trasladó a combatir la insurrección portuguesa desempeñando el cargo de General de la Artillería del Ejército de Extremadura. Tras otros diez años en el teatro de operaciones de Portugal, fue nombrado Capitán General de Canarias en 1650; en los primeros años de su mandato, especialmente con motivo de unas levas mandadas a hacer para reclutar gente en el Archipiélago y enviarla a combatir a la Península, no se ganó precisamente el amor de los naturales, aunque en 1655 se le prorrogaría su estancia aquí tres años más. Es ahora cuando Dávila hace gala de un enorme interés por la defensa militar del Archipiélago, especialmente la de la plaza de Santa Cruz de Tenerife, elevando a la Corte numerosas solicitudes, la mayoría aprobadas, en ese sentido.

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Monumento a Santa Teresa en Ávila, en cuya base figuran placas con nombres de abulenses ilustres; entre ellos se puede encontrar el de Alonso Dávila

 

          El Capitán General de Canarias, Dávila, aconsejó a Egues que desembarcase y trasladase al interior de la isla la plata que transportaban los mercantes, pero el marino, deseoso de entregar cuanto antes el tesoro a él confiado -y que tanta falta hacía en la metrópoli- levó anclas el día 26. Mas pocas fechas después, el Capitán General recibió un aviso del Sargento Mayor de La Gomera informándole que, a través de un prisionero inglés, había conocido que la escuadra de Blake bloqueaba las costas peninsulares a la espera de la llegada de la flota del tesoro. Consciente de la importancia de aquella noticia, el General Dávila fletó un barco ligero que envió tras la estela de Egues para avisarle de la trampa que le aguardaba millas más al norte. El lento navegar de los mercantes, unido a una avería en la nave Capitana, hizo factible el pronto contacto y la transmisión del aviso. Egues, con buen criterio, decidió dar la vuelta y regresar a Tenerife, a cuyo fondeadero llegaría el día 2 de marzo.

          La mala suerte parecía haberse cebado con la flota de Egues, pues como consecuencia de un fortísimo temporal de noroeste que en unos casos rompió las amarras de los mercantes, y en otros obligó a cortarlas, los barcos hubieron de hacerse a la mar y capear como pudieron el mal tiempo, no regresando a la rada hasta el día 7.

          En nuevas conversaciones entre los dos Capitanes Generales, Egues se convenció del enorme peligro que corría el tesoro, por lo que convino con Dávila su desembarco e internamiento en la isla. A la vez, mandaba un aviso a la Corte, en primer lugar para tranquilizar al gobierno, y en segundo para que se aprestase una poderosa flota para transportar el valioso cargamento a la Península con todas las garantías de seguridad. A partir del 12 de marzo se desembarcó y guardó la plata y otros objetos de gran valor, a la vez que también se ponían en tierra todas las mercancías que transportaban los buques, barajándose la posibilidad de reemprender el viaje dentro de unos dos meses.

          Si bien Egues quedó tranquilo por lo que se refería al tesoro, era totalmente pesimista en cuanto a los barcos. Así se deduce de una carta que dirigió al Rey el 14 de marzo y en la que expresaba: “Fío de la bondad de Dios me favorezca para que el Almirante y yo los defendamos (los dos barcos de guerra), pero los demás padecerán la ruina que recelo.” Y no menos pesimista es la misiva que remitía en la misma fecha al Secretario don Gregorio Leguía: “No es menester ponderar a V. md. el sumo desconsuelo con que quedo de verme arrinconado aquí, tan desabrigado e indefenso que sólo puede dilatarse la pérdida de todo esto lo que tardase en sobrevenir un temporal o el enemigo en saber que estoy aquí y venir a arruinallo.” Y días después, en otra: “… me parece asegurar de nuevo a V. md. que el quemar, echar a pique o llevarse los enemigos estos bajeles, sólo podrá durar cuanto tarde en venir e intentarlo.”

          Ese pesimismo, derivado de su experiencia en combates navales, le llevó también a autorizar el desartillado de los mercantes y poner sus 24 cañones a disposición del Capitán General para reforzar la artillería de los castillos y reductos de la Plaza. En contrapartida, se dispuso que dos Compañías de infantes, unos 250 hombres, pasasen a los dos barcos de guerra para incrementar sensiblemente el exiguo número de 60 marineros que constituían su propia defensa.

     Las defensas locales

          Tenerife contaba para su defensa en 1657 con siete Tercios: tres en La Laguna (uno para la gente de la capital y otros dos para los que vivían en un extenso territorio que iba desde Güimar a El Sauzal) y uno con sede en cada una de las siguientes poblaciones norteñas: La Orotava, Los Realejos, Icod y Garachico. Rumeu de Armas calcula que en caso de guerra se podían movilizar unos 10.000 hombres, es decir, prácticamente todos los varones útiles de entre 16 y 60 años.

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El Hércules: "el cañón más precioso del mundo"         

          Por lo que se refiere a las fortalezas y artillería, existían en San ta Cruz tres Castillos: el principal o de San Cristóbal, con 19 cañones, entre ellos el Hércules, que iba a jugar un gran papel en las horas que se avecinaban, en la actual Plaza de España; el de San Juan, al sur, con 7; y el de Paso Alto con 4. Intercalados entre ellos existía un cierto número de reductos y plataformas: San Miguel, desembocadura del barranco de Tahodio, margen izquierdo; Nuestra Señora de la Candelaria, desembocadura del barranco de Almeyda, margen izquierdo; San Antonio, que por estar situado en la huerta de los Melones (parte baja de Almeyda), recibía también el nombre de batería de los Melones; la Cruz o el Calvario, parte alta de lo que luego sería la calle de la Marina; primera y segunda baterías de Roncadores, pequeños reductos entre el anterior y el fuerte de San Pedro (entrada derecha a la estación marítima actual); batería de Santo Domingo, aneja al citado principal; Nuestra Señora de la Concepción, en la caleta de Blas Díaz; y San Telmo, junto a la ermita de su nombre, con un total de 37 cañones (12 de ellos procedentes del desartillado de los mercantes de la flota de Nueva España). Y acababan de terminarse aquel mismo año dos nuevas baterías: una en la desembocadura del barranco de Valle Seco, que se artilló con 8 cañones de hierro de los procedentes de los barcos, y otra al pie de la montaña del Bufadero, con 10 cañones de bronce de la misma procedencia. En total, por tanto, se contabilizaban en la plaza 85 cañones, si bien bastantes de ellos no se encontraban en buen estado de servicio. Y no hay que olvidar la muralla que discurría por todo el frente marítimo de la plaza, desde San Juan a Paso Alto, hecha de piedra y barro y con una altura de metro y medio.

          Por lo que respecta a la flota del tesoro y otros cinco barcos más que se encontraban en la rada, se concentraron entre San Cristóbal y Paso Alto, los más pequeños pegados a la costa y los mayores al ancla, en primera línea, para protegerlos. Esta disposición de Egues fue un error táctico de primera magnitud, pues impedía a algunas de las baterías de tierra batir los barcos enemigos.

b) Parte inglesa

          A mediados de febrero de 1657, el mercante inglés The Catherine, en el trayecto entre las islas Barbados y Londres, se cruzó con una flota de 24 naves que parecían tomar el rumbo de Canarias. Fechas después, el mismo barco se iba a encontrar con la flota de Blake y su capitán informó al Almirante de lo que había visto. Esa noticia, y la feliz circunstancia para Blake de que la flota británica se encontrase bloqueando los diferentes enclaves portuarios principales del Atlántico y del Mediterráneo peninsular, especialmente La Coruña y Cádiz, le brindaba la oportunidad de dirigirse a aguas canarias con la certeza de que el enemigo no iba a contar con refuerzos inesperados desde dichos puntos de origen. Si a eso unimos la taxativa orden del gobierno inglés para actuar sin dilaciones contra las flotas españolas procedentes de América, la cosa quedaba totalmente clara.

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          Los historiadores británicos achacan a Blake cierto espíritu conservador, excesivo incluso, ante los diferentes avisos que le iban llegando para que tomase cartas en el asunto y enfilase la proa de sus naves para Santa Cruz. Blake tuvo la paciencia, habiendo recibido confirmación por parte de otras fuentes de la realidad de la presencia de la flota del tesoro en aguas santacruceras, de esperar a recibir refuerzos en embarcaciones y víveres, para comenzar a poner en ejecución un futuro asalto. El Almirante inglés incluso fue consciente, a través del servicio de espionaje, que la flota española se había reforzado de manera importante, y con todo no aceleró los preparativos para el ataque.

          Como explicación a este comportamiento, la historiografía inglesa lo justifica argumentando que Blake quiso, con la espera en Cádiz y en aguas portuguesas, aguardar a que los españoles mandasen a las islas las últimas embarcaciones de guerra de que disponían a fin de recibir y escoltar la flota del tesoro, para así acabar definitivamente con el poderío naval español. Según Firth, “destruir los últimos buques de guerra que España pudiera reunir parecía, para él, un objetivo de mayor importancia que interceptar la flota de la plata en su camino a las Islas”. A tenor de estas indicaciones, el papel de Canarias iba a ser el de servir de señuelo para eliminar el potencial marino del mayor enemigo de Inglaterra.

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          De todas formas, da la impresión de que Robert Blake pecó en exceso de precaución, siendo el parecer de sus capitanes, a los que no prestó atención, ya desde finales de febrero -cuando se tuvo sospecha de haberse dirigido la flota a Santa Cruz-, el encaminarse sin pérdida de tiempo hacia las Islas para interceptar la flota del tesoro. Pero todo cambió con los informes que recibió Blake en la tarde del 21 de abril, que daban pie a la posibilidad real y accesible del asalto a Santa Cruz. Ese mismo día la flota británica pondría rumbo hacia el sur, compuesta por más de 30 navíos de guerra y 5 barcos auxiliares.

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CAPÍTULO  II 

 

EL  ATAQUE 

 a) Los preparativos por ambos bandos

          En las primeras horas de la madrugada del lunes 30 de abril de 1657, llegaba con prisas al puerto de Santa Cruz un navío de aviso procedente de Gran Canaria. Era portador de un alarmante mensaje: a unas 6 ó 7 millas se hallaba maniobrando una poderosa escuadra compuesta por más de 30 barcos que enarbolaban pabellones ingleses. (Existen discrepancias entre los historiadores acerca del número exacto de buques que formaban parte de la potente flota de Blake. Unos se quedan en 32 y otros elevan las cifras hasta 40. Sí parece ser aceptado que participaron directamente en el ataque 28 y que otros -normalmente se dice que 4-quedaron apartados de la lucha). Inmediatamente se adivinó en Santa Cruz que aquellos barcos componían la flota inglesa del almirante Robert Blake, y que su misión no podía ser otra que destruir los navíos fondeados en la bahía y, a renglón seguido, intentar tomar la Plaza, pues los británicos pensarían lógicamente que el importante tesoro que desde América habían transportado los mercantes ya estaría oculto en el interior de la isla.

          Se activó la alarma: San Cristóbal disparó unos cañonazos, las campanas de las iglesias tocaron a rebato y partieron mensajeros a caballo hacia La Laguna para avisar a don Alonso Dávila y al Cabildo de la amenaza que se cernía sobre la Isla.  El Capitán General llevaba apenas una semana residiendo allí, estudiando la posibilidad de establecer en Tenerife una guarnición fija - o presidio- consistente en unos 100 hombres, para lo que el Cabildo debía facilitar las pretaciones económicas correspondientes.

           El aviso traído a Santa Cruz era cierto. Impulsada por vientos muy favorables, la escuadra inglesa había avistado las alturas de la isla el sábado 28 de abril, y en la noche del día siguiente, los barcos echaban el ancla fuera de la bahía, en las proximidades de la punta de Anaga; a bordo de todos ellos comenzaban los febriles preparativos para el combate que se avecinaba. Blake ordenó que dos fragatas, la Plymouth y Nautwich, exploraran el interior de la bahía santacrucera, y en las primeras horas de la mañana del lunes 30 sus señaleros informaban al Almirante que los navíos españoles, pese a las dificultades para identificarlos, ocultos por las sombras de los montes de Anaga, permanecían aún en el interior del puerto y pegados a la costa. Cerca de las seis de la mañana del aquel día, los capitanes de la flota inglesa acudían, en consejo de guerra convocado por Blake, a su buque insignia, el St. George (o Royal George) para recibir las últimas instrucciones antes del ataque.

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           Blake tenía ya experiencia suficiente como para saber que ante tripulaciones disciplinadas y eficientes artilleros, como era el caso de la Royal Navy, y con la enorme superioridad en bocas de fuego de que disfrutaban los ingleses, las baterías de tierra no podrían resistir durante mucho tiempo. Un par de años antes, en una situación similar, pero con menos fuerzas a su mando, había destruido la flota tunecina en Port Farina. Ahora las circunstancias eran aún más favorables, por lo que no tenía dudas acerca del final de la batalla. Sólo vacilaba ante una disyuntiva: si entrar en fuerza con toda la flota en la bahía tinerfeña o hacerlo en dos divisiones: una, que iría en vanguardia y se encargaría de destruir los galeones y los dos barcos de guerra de escolta, y otra, a continuación, que se ocupase exclusivamente de las baterías terrestres. Y si se inclinaba por esta última línea de acción, ¿cual de las dos divisiones mandaría él? 

          Hacía ya unas jornadas que uno de sus mejores subordinados, el capitán Stayner, que mandaba un hermoso barco de 52 cañones, el Speaker, le había propuesto algo parecido a la segunda línea de acción, ofreciéndose a mandar la primera división, compuesta por 12 buques, mientras que el resto debía quedar a la expectativa, fuera del alcance de los cañones costeros.  La idea no había gustado al Almirante y la rechazó. Pero ahora avaló parte del plan de Stayner, variándolo en el sentido de que los demás barcos, que constituirían otra división, participarían también en la lucha. Blake destinó 12 de los mejores buques y los puso bajo el mando directo del "padre" del plan, que se completaría a su gusto con la posterior entrada en la bahía de la 2ª división (unos 20 barcos con 560 cañones) que el propio Blake comandaría y que sería el golpe definitivo a las supuestas maltrechas defensas tras el raid de Stayner. 

           Las órdenes de Stayner eran sencillas y claras: los once capitanes deberían seguirle formando una línea, hasta que llegase el momento de echar el ancla frente a los barcos y las defensas enemigas, lo que le situaría a él en el puesto de mayor riesgo, al estar muy cerca del castillo principal. Tenían que anclar a cierta distancia de la costa para que hubiese espacio por si fuese necesario virar los barcos durante el combate. Los buques de esa división comandada por Stayner eran los siguientes: Speaker (52 cañones), Lyme (50 c.), Lamport (50 c.), Newbury (50 c.), Bridgwater (50 c.), Plymouth (50 c.), Worcester (46 c.), Newcastle (40 c.), Foresight (36 c.), Centurion (52 c.), Wriceby (52 c.), y Maidstone (32 c.). Es decir, 12 navíos con 560 cañones. Como vemos la artilería inglesa superaba abrumadoramente a la española: 1.120 cañones contra los 85 que contamos más arriba.

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El Speaker artillado con 52 cañones

          En los planes de movilización de los Tercios de Milicias se preveía la utilización de hogueras en los puntos más altos de la isla para que a todos llegara la alarma. Así se hizo en esta ocasión y pronto fueron concentrándose los milicianos en las cabeceras de sus respectivas compañías. El Capitán General bajó a Santa Cruz apenas recibió el aviso, encomendando a su lugarteniente don Bartolomé Benítez de las Cuevas que acelerara la reunión y el desplazamiento a la zona de peligro de los tres Tercios laguneros, y que igualmente se preocupara de hacer lo propio con el siguiente más cercano, el de La Orotava. Dávila intentaba defender con aquellos hombres, lo más pronto posible, la muralla del Lugar de Santa Cruz y reforzar las exiguas guarniciones de los castillos, fuertes y baterías, pues era consciente de que Blake intentaría desembarcar en busca del tesoro de la flota. El Sargento Mayor de la Isla, don Juan Fernández Franco se encargó, por su parte, de concentrar y hacer llegar al puerto de Santa Cruz a los milicianos de puntos tan alejados como Los Realejos, Garachico e Icod.

          Don Alonso, aún casi de noche, y antes que llegaran a Santa Cruz las primeras Unidades de Milicias, estaba ya inspeccionando las distintas organizaciones defensivas, empezando por la estratégica de Paso Alto. Con sus Alcaides y artilleros repasó dificultades, especialmente las relativas al suministo y disponibilidades de pólvora y municiones,  y a ellos les dio las últimas instrucciones para hacer frente a la terrible tormenta que se avecinaba.   

          Mientras amanecía llegaba el  Tercio principal de La Laguna, formado por gentes que vivían en la propia ciudad o muy cerca de ella, con su Maestre de Campo, don Cristóbal de Salazar y Frías. Sus Compañías desplegaron inmediatamente a la izquierda de la población (mirando al mar), desde el Castillo de San Cristóbal hasta el de Paso Alto, teniendo a su frente a los navíos españoles fondeados en la bahía. Más tarde aparecieron los otros dos Tercios laguneros, constituidos mayoritariamente por gentes del campo y villas y aldeas más o menos cercanas a la capital. A ellos les correspondió ir cubriendo el frente de la derecha, desde San Cristóbal hacia el sur. Los últimos en incorporarse, como era lógico, fueron los infantes milicianos de las Unidades alejadas (Icod, Garachico y Los Realejos), hambrientos y muy cansados; aún así tuvieron tiempo de participar en la acción, aunque su principal aportación fue más moral que otra cosa, pues su  aparición contribuyó a elevar el ánimo de los defensores. En esos momentos, la plaza estaba defendida por unos 6.000 hombres. (Algunos elevan ese total a 12.000, lo que nos parece imposible, pues, como vimos, Rumeu estimaba en 10.000 el máximo de movilizables para las Milicias en toda la Isla; además algunas unidades, por la lejanía, no pudieron incorporarse a la Plaza con tiempo para participar en el combate). De todas maneras, no dejaba de ser, pese a las carencias de armamento e instrucción, una fuerza respetable y, que sin duda, contribuyó a que Blake desistiera de roer aquel hueso que ya era más duro de lo que pensaba.

          Hay que destacar también que los tripulantes de los barcos españoles anclados en la bahía acudieron a sus puestos; la mayoría de ellos, seguramente, con el convencimiento íntimo de que sólo iban a jugar un papel casi testimonial, pues los mercantes se habían desartillado. Sólo eran una especie de muralla avanzada, e inerme, que se acercó a tierra lo más que pudo buscando acogerse a la protección del fuego propio.Los dos navíos de guerra fueron empavesados y preparados para entrar en combate, mandados personalmente por el Capitán General don Diego de Egues y el Almirante don José Centeno. 

           Y mientras las Milicias descendían al puerto de Santa Cruz de Tenerife, la población civil impetraba el auxilio divino en templos y parroquias, particularmente en el monasterio de San Miguel de las Victorias, en el que dispusieron los frailes que la milagrosa imagen del Santo Cristo fuese colocada "en andas al descubierto, pidiéndole á Su Divina Majestad se sirva de darnos buenos sucesos contra la armada inglesa, que está infestando esta isla". (1)

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El Velo del Cristo de La Laguna

(1) Juan Tous Meliá, en su artículo “30 de abril de 1657¿Hubo un milagro en Paso Alto?”, publicado en El Día el 29 de abril de 2007, (Ver en esta web el citado artículo en "Tertulia y prensa escrita" - "Artículos propios sobre otros temas")  recoge lo siguiente de varios autores (Ossuna, Rumeu, Anchieta): “En el entusiasmo bélico y fervor religioso de aquel tiempo, un Alférez del Tercio de la ciudad pasó al templo de San Miguel de las Victorias y tomando el velo que cubre la venerada imagen del Santísimo Cristo de La Laguna, lo izó a manera de bandera, llevándolo al hombro.”

 

 b) El combate

          A las ocho de la mañana de aquel 30 de abril de 1657, una línea de buques enemigos  enfiló el puerto de Santa Cruz. A su cabeza, como estaba previsto en el Plan de Operaciones, navegaba el Speaker de Stayner. Seguía soplando viento de levante, lo que favorecía la progresión de los barcos ingleses, que pronto tuvieron que deshacer algo la formación al recibir los primeros disparos desde El Bufadero y Valle Seco, si bien sin ningún otro efecto negativo. Al acercarse más, las defensas costeras que tenían posibilidades, incluyendo los milicianos parapetados tras la muralla, abrieron fuego sobre los barcos, que, no obstante, prosiguieron su audaz entrada y anclaban a tiro de mosquete de las defensas españoles aproximadamente a las 9 de la mañana. Se podía decir que Santa Cruz iba a empezar a ganarse "la primera cabeza de león." 

           Es muy importante volver a destacar el grave error cometido por parte española con los lugares de atraque de los barcos propios, pues sus altos cascos impedían el cañoneo desde castillos y baterías. El propio Stayner escribiría, refiriéndose a la Almiranta y a la Capitana que  ''Me sirvieron de barricadas, pues la primera me protegía del fuego del fuerte más cercano y la otra de los cañonazos del castillo grande". No obstante, de los fuertes y baterías se les hizo algún daño, mientras ellos volcaban todos los fuegos de su artillería contra las naves españolas.(1)

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          En consecuencia, en los primeros momentos el cañoneo contra los barcos españoles fue durísimo, y respondido solamente por los dos barcos de guerra, la Capitana y la Almiranta, pues ya sabemos que los demás estaban totalmente desartillados. El terror tuvo que hacer presa en las tripulaciones de los mercantes y muchos hombres se arrojaron al mar para tratar de ganar a nado la cercana costa. Los capitantes que sobrevivian en unos y los oficiales en otros trataron de encallar los barcos para que el enemigo no se apoderase de ellos, aunque algunos no pudieron evitar el abordaje por parte de los marinos ingleses. La Capitana y la Almiranta mientras que con los cañones de una banda sostenían el desigual duelo contra los ingleses, con los de la otra - la paralela a tierra- trataban de hundir nuestro propios buques encallados o abordados.

          Entre las diez y las once, Blake, al frente del resto de la flota inglesa entraba en el puerto. Seguían una ruta paralela a la de Stayner, pero navegaban algo más lejos de tierra.

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    El Royal George de Blake encabezando la 2ª división de la flota en la rada santacrucera         

          Pero, pese a lo fácil que parecía que se les habían puesto las cosas, los ingleses empezaban a sufrir las primeras contrariedades. Hemos comentado que comenzaron a abordar aquellos mercantes que no habían encallado, con el convencimiento de que sus tripulantes los habían abandonado, pues habrían visto gente arrojarse al mar. Pero no contaban con la disciplina de gran parte de la marinería, que, en algunos de los barcos y parapetada tras las bordas, con sus mosquetes impedían que las barcas se acercasen a las que creían fáciles presas. Y por si fuera poco, desde los reductos y parapetos los milicianos tenían un fácil blanco en las lanchas que intentaban remolcar los barcos y sacarlos a mar abierta. Tras más de una hora de lucha, de los 9 mercantes 4 habían encallado -y por tanto no pudieron ser llevados por el enemigo; 3 ardían de proa a popa, bien por fuego propio o ajeno; y  tan solo dos pudieron ser tomados y remolcados por los inglesee. El resultado fue que de los nueve navíos mercantes, cuatro se salvaron, arrimándose a tierra y encallando; tres, se quemaron sin que pueda precisarse por quién, y los otros dos fueron capturados y remolcados por los ingleses. Según Rumeu de Armas eran éstos un navío procedente de Santo Domingo con algún cargamento de corambre y otro que traía carga variada de las Indias.

          Si bien la Almiranta y la Capitana habían sostenido valientemente un combate tan desigual contra barcos muy superiores en número, la llegada de la división de Blake hizo ya inútil la resistencia Hacia las doce del medidodía, toda la escuadra inglesa, casi 30 buques, se cebaba contra nuestros dos barcos de guerra.  La primera era la que había sufrido más daños, y el Almirante Centeno, para evitar que el enemigo pisase su navío y se apoderase de la bandera con las armas del rey, decidió incendiarlo. Ordenó preparar una mina cuya mecha se resistía a prender, hasta que una bala enemiga la hizo explosionar y el barco comenzó a arder. El propio Almirante sufrió quemaduras de importancia.

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           Ahora la Capitana se convertía en el único blanco de toda la flota enemiga, pero siguió resistiendo casi otra hora. Por si fuera poco, el voraz fuego declarado en la Almiranta, la obligó a levar anclas, derivando hacia la costa, donde encalló, en la zona de la huerta de los Melones.  Al igual que Centeno, Egues ordenó preparar una mina, al ver que era ya imposible resistir. Del Speaker arriaron tres lanchas con marinos para apoderarse de la bandera de la Capitana, pero los milicianos laguneros de la compañía de don Tomás de Nava Grimón, que estaban parapetados tras la muralla en aquella zona del despliegue, reaccionaron con rapidez. En un principio sus descargas impideron que los enemigos abordasen el barco esañol, y después un grupo se echó al mar, se apoderaron de una lancha, tras matar a los ingleses y se llevaron orgullosamente como trofeos su armas.

           Los barcos enemigos, en su ensañamiento contra los dos únicos buques de guerra españoles, habían hecho un flaco favor a su proyecto. Al desaparecer la barrera que impedía el tiro a parte de las defensas costeras, los fuertes y baterías de la plaza incrementaron sus fuegos contra la escuadra inglesa,  que, no obstante, no cejó en su empeño desde el medidodía hasta el atardecer. Las tornas habían cambiado: los ingleses estaban ahora recibiendo mucho daño y no podían, en contra de lo supuesto por Blake, acallar el intenso fuego costero. De que lo intentaron con ganas baste mencionar que solamente en el fuerte de Paso Alto se recogieron después de la acción unas 1.200 balas (bolas) de cañón y 200 palanquetas, y que el total de cañonazos contra castillos y baluartes superó los 5.000.  Además era imposible intentar un desembarco a plena luz del día y rebasar una muralla, muy simple, sí, pero guarnecida por 6.000 hombres.

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 La muralla de Santa Cruz

           Muy gráficamente nos describe la situación, cuando el sol se ponía tras las montañas de Anaga, don Antonio Rumeu de Armas:

                     "Viendo Blake la inutilidad de sus esfuerzos y el peligro que corría la escuadra, algunas de cuyas fragatas estaban seriamente averiadas, decidió la retirada. Antes, avergonzado seguramente de llevar consigo aquellos dos barcos mercantes-que la fantasía inglesa convertirá más tarde, junto con sus compañeros, en 16 magníficos galeones de guerra-, dio orden de que fuesen incendiados. La codicia de sus subalternos, que querían sacar algún provecho de aquella tan vana como inútil empresa, desobedeció por tres veces las órdenes del Almirante, que hubo de repetirlas para que por fin fueran pasto de las llamas aquellas dos piezas de convicción, único botín de guerra que en esta ocasión podía ofrecer Blake al lord protector Oliverio Cromwell."

 

(1) Aquella mañana se encontraban anclados en la bahía de Santa Cruz 16 barcos. Pertenecientes a la Flota de Nueva España eran 11 (los 2 de guerra y los 9 mercantes); otros 2 eran barcos mercantes dedicados al comercio con América; y los 3 restantes pequeños barcos dedicados al comercio interinsular.

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CAPÍTULO  III

 

 EL  FIN  DE  LA  LUCHA

          Los ingleses comenzaron la retirada, pero ahora el viento les impedía alejarse con rapidez del fuego de las baterías terrestres, pese a lo cual lograron mantener un cierto orden. En el relato oficial inglés de la batalla, se puede leer que:

                    “Quedaba para completar el triunfo que los barcos saliesen rápidamente, aún los que estaban en mayor riesgo. Aquellos que navegaban cerca de la costa y resultaron más averiados, necesitaron que se les remolcase; los otros, cuando quisieron levar anclas, fueron arrastrados por el viento que soplaba constantemente hacia la bahía, y una de nuestras mejores fragatas encalló. Mientras tanto, el enemigo puso nuevos hombres en sus fuertes en lugar de los que habíamos matado o herido en la acción (1)  y estuvieron disparando hasta las siete; pero, a pesar de todo, gracias a un milagro de Dios, nuestros barcos salieron uno a uno sanos y salvos."

          El último barco en poder salir de la bahía fue el Speaker. El navío estaba tan destruido y averiado por el fuego de costa, y hacía tanta agua, que apenas se mantenía a flote. Su propia tripulación, a base de remos y lanchas, lo remolcó cerca de media milla. Stayner, escribe en el informe oficial presentado al almirantazgo:

                    "No podíamos impedir su hundimiento porque teníamos ocho o nueve pies de agua a bordo. Sus mástiles se tambaleaban, su vela mayor y la del trinquete estaban arrancadas por los disparos, su mástil grande por un costado. No teníamos ni cordajes ni velas."

          Blake ordenó al Vicealmirante Bourne que intentase remolcar al Speaker, pero Bourne, deseando cuanto antes ponerse fuera del alcance de las baterías españolas, retiró al resto de la flota abandonando al barco, que casi parado, pues sólo era remolcado por el Plymouth, se convirtió en el blanco de cuantas piezas lo tenían a tiro. En el citado informe redactado por Stayner podemos seguir leyendo que...

                    "Nos castigaron duramente;  navegamos hasta la puesta del sol; entonces se levantó viento de costa, y a1 desplegar los pedazos de vela que nos quedaban, pudimos muy lentamente sacar al Speaker fuera del puerto. Tan pronto como hubimos conseguido nuestro objeto, el palo del trinquete y el mayor cayeron, así como el palo de mesana;… el Plymouth…, envió a los carpinteros de la flota para reparar el daño".

          El alejamiento del Speaker fue la señal de alto el fuego por ambas partes. Empezaba a caer la noche y en mar abierta se veía a los barcos ingleses aparejarse para navegar. Ya en la oscuridad, las luces de los buques enemigos se fueron alejando y Santa Cruz, y la Isla, se sintieron seguras pues la flota británica desistía de seguir atacando y se perdía en el Atlántico.

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          Durante los días siguientes, los ingleses echaron al mar sus muertos, intentaron curar a los numerosos heridos y repararon en lo posible las averías y destrozos causados por la durísima defensa. Blake y su flota casi dos semanas después avistaban de nuevo las costas ibéricas. El mal estado de bastantes barcos, les impedía continuar en el bloqueo de Cádiz, pues corrían serio peligro de perderse si se entablaba algún combate naval o las condiciones del mar empeoraban. Por ello, el 20 de junio Cromwell ordenaba a Blake que retornase a Inglaterra con las naves que no estuviesen en buen estado, y una semana después el Almirante, con 11 de sus barcos, ponía proa a su patria. 

          Blake, que desde hacía casi un año padecía un grave empeoramiento de una enfermedad que sufría largo tiempo, no mejoró con la azarosa aventura de Tenerife. Cuentan sus biógrafos que durante la travesía de regreso a Inglaterra decayó de forma alarmante. Quizás presintiendo que sus días se acababan, el Almirante ordenó que el Georgese adelantase al lento navegar de los buques averiados y a toda vela ganase el puerto de Plymouth, ansioso de volver a pisar su tierra natal. Pero no lo consiguió, pues una hora antes de que el barco echase el ancla, fallecía el 27 de agosto de 1657 en la propia bahía de aquel famoso puerto. En una carrera como militar y marino, iniciada tarde, como vimos, pero orlada de numerosas victorias, el ataque al puerto tinerfeño había sido su última acción de guerra, pero también, con toda seguridad, la menos afortunada.

          Por aquí, la alegría se extendió por todas las islas. Se alabaron las medidas tomadas antes y durante el ataque por el Capitán General don Alonso Dávila y Guzmán. Y se ensalzó el trabajo de sus colaboradores más cercanos, como don Ambrosio de Barrientos, Capitán a Guerra y Corregidor de Tenerife; don Bartolomé Benítez, Teniente de Maestre de Campo General, y el Sargento Mayor don Juan Fernández Franco.

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           El Hércules en el Museo Histórico Militar de Canarias, en Almeyda (Santa Cruz de Tenerife)         

          Y destacadísima fue también la actuación del Alcaide del castillo principal o de  San Cristóbal, don Fernando Esteban de la Guerra y Ayala. Sus artilleros batieron intensamente al enemigo, celebrándose desde tierra con ruidosos vítores y gritos cada uno de los impactos que sus cañones lograban conseguir en los buques ingleses. Claro está que, entre los cañones, resaltó la actuación del más poderoso, el espectacular Hércules, que tuvo mucho que ver en las graves averías del Speaker. Sin embargo, un hecho ha pasado especialmente destacado a la historia de aquel día en la vida de Santa Cruz. Fue el heroico comportamiento de doña Hipólita Cibo de Sopranis, esposa del Alcaide, quien como un artillero más, sin arredrarse por el violento fuego enemigo, se mantuvo durante todo el combate en la plataforma del castillo trabajando como auxiliar de los sirvientes de las piezas. Casi siglo y medio después, otras mujeres de Santa Cruz, las humildes aguadoras, la emularían en su inestimable apoyo a la tropa en ocasión de la intentona de Nelson. 

          Y, lo mismo que sucedería también en 1797, la operación se vio favorecida por las acertadas medidas que para el abastecimiento de las Unidades que se fueron concentrando en Santa Cruz tomaron el Teniente de Corregidor don Simón de Frías Coello, los Regidores don Álvaro de Mesa y Azoca y don Vicente Castro y Vera y el Alguacil Mayor don Alonso de Llerena Lorenzo, entre ellas la extracción de los graneros del Cabildo de 100 fanegas de trigo, que se panificaron en las tahonas de La Laguna y se transportaron con urgencia al puerto de Santa Cruz.

 

 LAS  BAJAS

           No hemos encontrado datos acerca del número de bajas sufridas en los barcos de la flota española, pero seguramente, recordando la dureza del bombardeo inglés sobre ellos desde los primeros momentos, debieron ser abundantes.

          Por el contrario, las bajas en tierra fueron reducidísimas, no obstante el nutrido fuego que se hizo sobre la plaza, ya que tan sólo fueron tres los muertos. Dos de ellos eran milicianos de Infantería y otro un religioso de la Orden de San Agustín, fray Francisco Monsalve. En cuanto a los heridos, también su número fue muy bajo, pues se aventura que no superaron la quincena.

          Los bajas enemigas, según las fuentes inglesas, alcanzaron los 60 muertos (al menos 15 de ellos en el Speaker) y cerca de 200 heridos; no obstante, algunos holandeses que formaban parte de la flota inglesa testimoniaron que el total de bajas (muertos más heridos) varió entre 400 -cifra muy probable- y 700, incluyendo entre ellos numerosos oficiales y varios comandantes de buques.

          La historiografía oficial inglesa califica de “triunfo” la acción (ya haremos un balance en el próximo párrafo) y exagera hasta el paroxismo los datos. Por ejemplo, estas líneas relativas al relevo de tropas en los fuertes parece dar a entender una gran cantidad de bajas entre los defensores, cuando las Unidades de Milicias tan sólo sufrieron la pérdida de 2 vidas humanas.

 

¿CUAL FUE EL RESULTADO? UN BALANCE OBJETIVO

En los párrafos anteriores les hemos narrado el ataque de Blake, que en nuestro escudo  se representa con la primera cabeza de león, al ser considerada una victoria española, como se hacía constar en la propuesta que se elevó a Carlos IV (Ver serie El escudo de Santa Cruz)

Sin embargo, los ingleses, tanto protagonistas como historiadores, han intentado magnificar esta acción bélica al punto de considerarla una de las más destacadas y gloriosas de la carrera militar de Blake. Los ditirambos y exageraciones llegan a tal grado que ni los ataques de Drake contra La Palma, de Van der Does contra Gran Canaria, ni mucho menos, claro está, el importantísimo de Nelson contra Tenerife (prácticamente difuminado en la historiografía inglesa) se pueden comparar en resonancia, dentro y fuera de las Islas Británicas, como el que nos ocupa en esta serie. Nuestro gran historiador Rumeu de Armas resume lo anterior con este párrafo:

     “Blake mismo, como presintiendo su trá­gico y próximo fin, parece que quiso, exagerando el número y poder del enemigo y las consecuencias ulteriores de su pretendida derrota, rematar de manera tan brillante su vida militar, favorecida por la suerte y glori­ficada por singular número de victorias. Los historiadores ingleses han venido repitiendo con unanimidad absoluta que la destrucción de la escuadra española en Santa Cruz llenó de gloria la carrera militar de Blake.”

Pero vamos a estudiar con cierto detenimiento en qué se basan los británicos para justificar la, a nuestro juicio, inexistente victoria.

     a) Vimos en el primer capítulo de esta serie que el objetivo de Blake era doble: Por un lado, destruir la flota española para debilitar de manera definitiva el poder naval español; por el otro, apoderarse del rico cargamento que transportaban los mercantes procedentes de Nueva España, impidiendo así el auxilio económico a los Tercios que luchaban en Flandes. Por lo que respecta al primer punto es fácil comprender que la pérdida de dos navíos de guerra no tuvo que debilitar de manera apreciable la gran potencia naval española del momento. Y en cuanto al segundo, no pudieron llevarse el tesoro, que permaneció varios meses más a buen recaudo en nuestra Isla; señal inequívoca, por otra parte, de que tampoco sería tan urgente su llegada a la Península cuando se ordenó que no se efectuase el transporte hasta que no pudiese llevarse a cabo con suficientes probabilidades de éxito.

     Los historiadores ingleses, a posteriori, aseguran que el único objetivo de Blake era la destrucción de la “poderosa flota” de Nueva España, pero que no se planteó tomar la Plaza (y con ella el tesoro desembarcado). Si ello hubiese sido así, ¿por qué cuando se habían incendiado o encallado los barcos españoles, siguió el cañoneo contra las defensas en tierra por más de 6 horas, y  no se retiraron al considerar cumplida la misión?

b) Los ingleses exageran la importancia de la flota española. Así, según el Mercurius Politicus, se componía de “16 barcos grandes, 13 de ellos venían de las Indias Occidentales, los otros 3 estaban fletados para el extran­jero".  Según el iluminado redactor de la noticia, aquellos 9 mercantes -además desartillados como ya hemos resaltado- y 2 barcos de guerra (que debieron enfrentarse a la que sí era una gran flota, la suya) constituían una fuerza de casi sin igual parangón en la historia de los enfrentamientos navales.

c) Los ingleses mienten al hablar del resultado del combate. Pese a la enorme desigualdad, tan sólo dos de los barcos mercantes fueron capturados por los británicos pues, como vimos, la Capitana y la Almiranta fueron voladas por los marinos españoles y no incendiadas por el enemigo, (otro tanto que se quieren apuntar los historiadores ingleses), tres mercantes se incendiaron y el resto encalló. Pero la delirante y falaz imaginación del enemigo insistirá en que hicieron una presa importantísima: "Logramos capturar siete u ocho barcos -dice Stayner en su narración- pero tan estropeados los dejamos des­pués del tiroteo que no pudimos sacar ninguno de ellos."  

Pero, de esto hablan menos, fueron también muy grandes los daños en la flota inglesa, pues además de perder su mejor navío, el Speaker, recuerden que, averiados seriamente, 10 barcos acompañaron, al George en el último viaje de Blake a Inglaterra a fin de ser allí reparados. Y el número de muertos y heridos fue mucho mayor por su parte que por la nuestra.

 

Conclusiones

          Para llegar a ellas vamos a hacernos dos preguntas y de sus respuestas deduciremos el verdadero resultado del combate del 6 de abril de 1657

               1.- ¿Cuáles eran los objetivos estratégicos de la acción, es decir, la MISIÓN de los ingleses?

                    a) Apoderarse del cargamento: Duro quebranto a las finanzas españolas.

                    b) Hundir la flota de guerra española: Garantía de impunidad para futuras acciones similares.

               2.- ¿Cuáles fueron los resultados que obtuvieron?

                    a) No pudieron apoderarse del cargamento.

                    b) Hundieron barcos, sí, pero mercantes y sólo dos de guerra. No pudieron llevarse ninguno.

                    c) Perdieron una buena fragata y resultaron seriamente averiados al menos otros 10 barcos.

                    d) Sufrieron entre 260 bajas (versión inglesa) y entre 400 y 700 (versión holandesa), lo que puede significar no menos de 100 muertos. 

                     e) Apenas dañaron las defensas costeras, con solo 3 muertos y menos de 20 heridos. Desconocemos las bajas en las tripulaciones de nuestros barcos.

 

                 ¿A qué conclusiones llegamos?

                    a) Victoria táctica, pírrica pues sufrieron fuertes pérdidas, inglesa.

                    b) Victoria estratégica, sin paliativos, española, pues los atacantes...

                        . . .  no pudieron conseguir ninguno de los objetivos estratégicos que se planteaban, y por tanto...

                         . . . no cumplieron la MISIÓN.

 

De modo que, amigos, podemos estar seguros y orgullosos de que

  “la primera cabeza de león está muy bien puesta donde está”

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BIBLIOGRAFÍA

Rumeu de Armas, Antonio. Canarias y el Atlántico. Piraterías y ataques navales. Madrid, 1991 

Viera y Clavijo, José de. Historia de Canarias. 8ª edición. Tenerife, 1982

Conferencias de Daniel García Pulido, Juan Tous Meliá, Manuel Hernández González y Emilio Abad Ripoll en el ciclo "La primera cabeza de león" organizado por el Excmo. Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife entre el 4 y el 6 de junio de 2007.