Semana Santa 2005

 

Por Luis Cola Benítez (Publicado en el Programa Oficial de la Semana Santa de Santa Cruz de Tenerife, marzo de 2005)

        

          Semana Santa de Santa Cruz de Tenerife...: religiosidad, arte, iconografía, sentimiento popular, esplendor y recogimiento en la conmemoración de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor. Estas manifestaciones las asume todo un pueblo y las hace suyas como parte de sus señas de identidad espirituales, las más profundamente arraigadas en el alma y en el sentir de una comunidad que configura y confirma así sus tradiciones y sus raíces.

          Año tras año, y no solamente por estas fechas, concienzudos investigadores nos  presentan espléndidos estudios y eruditas noticias sobre las tradiciones concernientes a nuestra Semana Santa y sobre las imágenes y los autores artísticos de un patrimonio, en ocasiones sorprendente para el profano por lo inesperado, constituido por la riqueza de una iconografía y de una orfebrería que como un inapreciable tesoro, desconocido para muchos, se custodia en nuestros templos. Pero también es cierto que generalmente el trabajo de estos especialistas se suele enfocar de forma preferente hacia los aspectos históricos o técnicos de la obra artística, procurando resaltar su perfección formal, la riqueza de sus atributos o el boato de las celebraciones. Hay que agradecer este proceder que pone al alcance del devoto o del simple espectador muchos aspectos de estos objetos de culto que de otra forma nos pasarían desapercibidos.

          Pero en esta ocasión me gustaría destacar la más escueta y simple representación, al tiempo que la más rotunda, de todo lo que en estas fechas se conmemora y que insólitamente reúne en su desnudez todo el simbolismo de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo, insignia que es el máximo y universal estandarte de la Fe católica. Me refiero a la Cruz, al humilde y Santo Madero que dio nombre a este pueblo hace ya más de medio milenio. La verdad es que el inescrutable misterio del tiempo pascual que la Iglesia -es decir, todos nosotros- celebra, no precisaría de ostentosas manifestaciones ni de ricos oropeles. Si de verdad creemos en lo más íntimo de nuestro corazón que Cristo murió por nosotros, no está de más recordar que lo hizo desnudo sobre una desnuda y dura madera. Sin más. Y desde hace más de dos mil años, esa madera, la Cruz, en su origen instrumento de tormento para los más abyectos criminales, se convirtió en árbol de vida, compendio y representación de nuestra fe.

          Y también así, llana y humildemente, llegó a nosotros. Cuentan las crónicas que la primera cruz que arribó a nuestras playas era de madera apenas desbastada y que permaneció muchos años a la intemperie soportando las inclemencias del tiempo y, también, el olvido o la indiferencia de muchos. No obstante, en el escorzo de sus brazos abiertos, adelantándose hasta mojar sus pies en la acogedora playa, simbolizaba la generosa bienvenida a cuantos se le acercaban, sin preguntarles por su origen ni procedencia, contribuyendo a configurar así el espíritu abierto e integrador de un pueblo todo hidalguía. Pero, además, es evidente que la fuerza de aquel símbolo, aparentemente relegado, fue suficiente para dar nombre a una nueva comunidad que nacía pujante como puerta de entrada a toda la isla y, también, a su primera y humilde iglesia.

          Este pequeño templo del incipiente lugar y puerto, que seguramente sería poco más que una simple ermita de una sola nave, ya estaba abierto al culto antes de 1500 y su primigenia advocación, tal y como se le conocía, era la de iglesia de la Santa Cruz. El historiador Cioranescu reconoce que es difícil determinar si se le llamó así porque aquel era el nombre del poblado o, por el contrario, el pueblo recibió el nombre de su primer templo, que sin contar las ermitas fue el único de Santa Cruz durante más de un siglo. Da lo mismo; el caso es que la Santa Cruz enraizó entre nosotros y pasó a formar parte indisoluble e indeleble de nuestra historia y de nuestra identidad.

          Tal es así que, desde los primeros momentos, la festividad de la Invención del 3 de mayo comenzó a celebrarse con el mayor fausto posible, dentro de los limitadísimos recursos disponibles entonces. Prueba de ello es el acuerdo del Cabildo de Tenerife, en La Laguna, de fecha 23 de abril de 1513, por el que se nombran guardas para el puerto de Santa Cruz, acuerdo en el que se ordena que dichos guardas bajen el día de la Cruz de mayo a la villa de Santa Cruz donde se celebra la fiesta, se dice. Es decir, desde los primeros tiempos se conmemora la festividad de la Invención de la Santa Cruz en el lugar y puerto.

          Como es sabido, la iglesia del puerto, que no fue erigida en parroquia hasta 1533, continuó titulándose de la Santa Cruz, al menos hasta 1636, año en el que después de unas reformas del todo necesarias por el deterioro que presentaba su estructura, ya aparece la nueva advocación de Nuestra Señora de la Concepción. Fue destruida por el fuego en 1652 y fabricada de nuevo, pero es curioso constatar que ni en los inventarios anteriores ni posteriores al incendio figura la Cruz fundacional de la población. Es verdad que en 1582 se cita un retablo de la advocación de la Santa Cruz, lo que ha llevado a algunos a dar por hecho que nuestra cruz original se encontraba ya en la parroquia, pero no era así. No fue hasta 1743 cuando el alcalde real del lugar y puerto, don Juan Arauz y Lordelo, construyó a sus expensas una pequeña capilla para proteger de las inclemencias del tiempo a la desamparada y sagrada insignia y solicitó del obispo Francisco Guillén autorización para celebrar en ella el Santo Sacrificio de la misa, solicitud que reiteró más tarde, explicando que en aquel lugar se encontraba la cruz, en cuyo paraje “se cantó la missa quando se ganó”. Una vez recibida la oportuna autorización, la capilla se abrió al culto bajo la advocación de el Santo Sudario y el pueblo comenzó a concurrir cada vez más a los oficios y triduos que allí se celebraban. Tal es así que esta circunstancia llevó al obispo a conceder cuarenta días de Indulgencia a todos los fieles que concurrieran a la ermita a rezar el Santo Rosario, cada vez que en ella lo rezasen, y desde entonces comenzó a celebrarse allí todos los años la festividad de la Santa Cruz.

          Es sabido que Santa Cruz siempre dedicó una especial atención a las conmemoraciones del Jueves y Viernes Santo y del Corpus Christi, a las que pronto se unieron las de la Virgen de Candelaria, Purísima Concepción, la Santa Cruz y, a partir de 1797 y por voto de su ayuntamiento, la del Apóstol Santiago. Pero siempre de forma preferente, embebida de entrañables sentimientos, a la más austera representación de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo.

          No es este el momento de seguir paso a paso la historia de nuestro más sagrado símbolo, pero queda claro que nuestra ciudad dedicó siempre un especial culto a la conmemoración e imagen material de un hecho que se configura como la culminación de la historia del cristianismo, máximo exponente y compendio de nuestra religión: la Redención de la humanidad por la muerte del Hijo de Dios en una humilde y desnuda cruz de madera, sin adornos ni oropeles, como la que arribó a nuestras playas hace más de quinientos años. Este excelso a la vez que sencillo símbolo debe hacernos meditar, y más en estas fechas, sobre su significado, y llevarnos a agradecer al Todopoderoso que por él podamos llegar a ser hombres nuevos.