Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra (XIX)

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Retazos de su libro Bye, bye. Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra  (1974-2004) publicado en 2006).
 
 
 
¿SE COME TAN MAL EN INGLATERRA?
 
 
          Las interrogantes permanecían: ¿Cómo podía tener mala cocina un país que disponía de la mejor carne -por sus extensos prados-, de gran variedad de caza -por sus tupidos bosques-, y de pescados y mariscos al ser las islas bañadas por el mar? No se ría, pero en el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte -¡qué largo resulta el nombre completo!-, en Inglaterra, en Londres, se comía bien. Pero, si se descuidaba, en estas Islas, como en otros sitios, podía comer guisantes insípidos, carnes hervidas servidas con salsa de menta y verduras deslavazadas y, como postres, una natilla caliente bañando a un ruibarbo que descomponía la faz del alérgico a lo agrio y a lo ácido, aunque ellos, los británicos te mirasen diciendo:… “es absolutamente delicioso”.
 
          Por otro lado, los que comemos para vivir y no vivimos para comer, ¿para qué soñar y complicarnos la vida con el sibaritismo de las ostras de Colchester, la carne de Angus, el salmón de Escocia y la crema de Devon?
 
          Los que temporalmente habíamos vivido en la periferia de Londres, en aquella campiña británica de mimados jardincillos, relajantes huertas y extensiones de césped “que se podía pisar” y que incitaban al “jogging”; los que habíamos quedado atraídos por aquellas gigantescas extensiones verdes; con los parques, como islas, donde en los días de sol amable podía uno tumbarse para un breve descanso mucho más relajante y reparador que el que ofrecía la cama en una habitación cerrada; los que habíamos permanecido allí, decíamos, con el tiempo suficiente como para conocer usos, costumbres y gastronomía, compartiendo nuestra estancia con familias británicas, podemos afirmar que hemos gozado con la cocina inglesa, hoy tan difícil de degustar, al menos, en los restaurantes.
 
          Los expertos aseguran -y tendrán sus poderosas razones- que la cocina inglesa, galesa, escocesa o irlandesa no se encuentra entre las mejores de Europa. Si en otros tiempos la buena cocina la hacían los cocineros franceses, ahora son cocineros de todo el mundo lo que van a prestar este servicio a las Islas, y sobre todo, a Londres. Joaquin Merino, autor de dos singulares libros “para turistas ricos y pobres” que quieran visitar Londres, dice: “Abundan en la capital los restaurantes alemanes, árabes, austriacos, búlgaros, italianos, españoles, franceses, griegos, chinos, hindúes, paquistaníes, persas, polacos, daneses, japoneses, judíos, suecos, suizos, malayos, mongoles, rusos, suecos, suizos, turcos y vietnamitas”. Y explica: “estoy seguro de que esta proliferación obedece, no sólo a la variada etnografía característica de la capital británica, sino a los horrores por exceso y defecto de la cocina vernácula”.
 
          Por otra parte, lo mejor de la comida británica eran los desayunos, buenos y muy copiosos, con el fin de hacer provechosa una larga mañana. Y resultaban hasta pantagruélicos, por ejemplo, en hoteles de playa, como en Brighton o en Clacton on Sea. Y tenían hasta su rito:
 
          Con puntualidad, casi, de físico nuclear, a las ocho y media de la mañana, una camarera golpeaba de forma casi imperceptible la puerta de nuestro dormitorio para recordarnos y brindarnos su tempranero té -que siempre lo servían hirviendo, con leche y azúcar aparte-. Media hora más tarde, a toque de gong, nos reunían, en el comedor para empezar con los inevitables “corn-flakes”, que era como si le diésemos a nuestro gofio la apariencia de una crujiente y minúscula patata frita, que se servía en un plato hondo al que se le añadía azúcar y un poco de leche fría para ablandar el cereal, que también podía tratarse de “porridge” o “sugar-puff”, todo a base de trigo y algo de miel.
 
          Previamente nos habían puesto sobre la mesa, mermelada, dos lonchas de blanquísimo pan de lata, mantequilla, tostadas, una tetera y una jarra de leche. Y luego nos traían o bien huevos fritos con “bacon”, que era lo clásico, o una tortilla; o el mismo “bacon” con salchichas y tomate guisado, que también podía convertirse en judías con jugo del citado fruto.
 
          Por regla general, los huéspedes de los citados hoteles empleaban tres cuartos de hora en desayunar. Pero, por supuesto, no era oro todo lo que relucía: había familias que, en sus respectivas casas, se desayunaban con simples tostadas, cereales, mermelada y la taza de té. Y también hay que aclarar que aquellos copiosos desayunos apenas se prodigaban entonces en hoteles capitalinos, que eran más partidarios del “desayuno continental”
 
          Existía una clara diferencia de horario y de costumbres en las comidas, entre las clases acomodadas y trabajadoras, incluso hoy en día, como observa Carandell en su libro Gran Bretaña. Todos solían tomar el mencionado desayuno de buena mañana. Pero había diferencias. La gente más rica tomaba el “lunch” (o comida ligera) a mediodía (doce horas); hacia las 4 de la tarde, el té con pasteles; a las 17,30, un nuevo té más ligero; y por la noche, entre las 19,00 y 20,00 horas, el “dinner”, o comida fuerte. La gente trabajadora tomaba el “dinner” al mediodía; hacia las cinco de la tarde un té, que incluía una ligera colación a modo de cena; y entre las 21,00 y 22,00 volvían a comer algo a manera de refuerzo. Como se puede apreciar, el “lunch” era la comida más ligera; y, el “dinner”, la fuerte, se hiciera a mediodía o por la tarde. Característico era, también, que las clases acomodadas se vistiesen con alguna etiqueta para la cena.
 
- - - - - - - - - - - 
 
 
EL HÁBITAT DE LOS MATRIMONIOS INGLESES
 
 
          Las más frecuentes interrogantes que solían hacerse los padres que habían enviado a sus hijos a Gran Bretaña para aprender y perfeccionar el idioma inglés eran aquellas que se centraban en el carácter familiar, el “habitat”, el comportamiento o la forma de vivir de aquellos matrimonios que, por espacio de varias semanas, se convertían en “interesados anfitriones” de los pequeños huéspedes.
 
          Por regla general, y dentro de los condados de Hertfordshire y Essex, de los que hemos tenido experiencias directas, sus habitantes se caracterizaban, por encima de todo, por una acusada austeridad, tanto en vestimenta como en vivienda. En aquellos núcleos urbanos, todos ellos muy cercanos a Londres, y convertidos en “ciudades dormitorios” como Harlow o Welwyn Garden City, no existía o no abundaba la ostentación ni el lujo, pero tampoco se observaba -a pesar del índice de parados de Gran Bretaña- el más mínimo vestigio de miseria. La pobreza exterior -llámese cuevas, chozas o chabolas- estaba totalmente erradicada. En los “Town Centre” (zonas comerciales y principales vías) no vimos ni mendigos ni pedigüeños. En la periferia de estas localidades no existían “cinturones de vergüenza” y según la “Social Trends”, compendio anual de gráficos y estadísticas que catalogaban la forma de vida del Reino Unido, decía que a pesar de la cifra récord de desempleados -tres millones-, de la recesión y de la inquietud que reinaba en las ciudades, “la gran mayoría nunca ha vivido mejor que ahora”.
 
          No acostumbraban a “llenarse de hijos” los matrimonios británicos. Lo normal, la parejita, que solía llevarse muy bien, pasándose todo el día, o casi todo el día, dentro del hogar, que también comprendía el jardín frontal y el huerto trasero. No se veía a los niños jugando en las calles. ¿Dónde se metían los niños británicos en verano, por ejemplo, que no tenían, normalmente, rigores climatológicos? Veían transcurrir los días, sobre todo, los de verano, jugando sobre una moqueta que, poco a poco, se iba poblando de innumerables juguetes: toda clase de “puzzles” y pasatiempos; artilugios para meditar, a los que eran muy proclives estos inglesitos que aún seguían con la euforia de los juegos matemáticos y ya estaban inmersos en el mundo de las pequeñas computadoras, habiendo superado ya el “cubo mágico”, fabuloso éxito del inventor húngaro Erno Rubick.
 
          El matrimonio británico no olvidaba que el niño era el futuro político en potencia, el financiero, el artista, el escritor, el pastor evangélico…y por eso su madre era su perenne ángel tutelar y su padre era -salvo raras excepciones- el que jugaba con él cuando llegaba del trabajo, a pesar de regresar extenuado porque la mayoría de ellos tenían que desplazarse a Londres. Pensaban que si al niño se le cerraban todos los ímpetus infantiles podía ser mañana el peligroso resentido que crecería con el alma metida dentro del lago de la indiferencia. Y por eso le enseñaba la vida en estampas de colores, en lo que tenía de bella, sin eliminar el posible espectáculo de dolor como contraste. Y que no todo era un campo de rosas, el símbolo floral de Reino Unido, aunque sí de rosas con espinas traidoras.
 
          La mayoría de los habitantes de los señalados condados eran pequeños propietarios y eran muy pocos los inquilinos. Propietarios de un pequeño jardín, una casita de dos plantas y un huerto donde frecuentemente podían observarse una gran variedad de vegetales; unos jardines que cuidaban con tanto esmero y cariño como a sus perros y a sus gatos, siempre limpios, dormilones y sin ladridos ni maullidos. Huertos donde consumían prácticamente el tiempo libre, prodigando a cada instante ese verbo, cavar, que en estas ciudades tenía auténtica carta de naturaleza, que compaginaban con otro verbo, pintar, tándem de “hobby” británico que se podía comprobar todos los domingos por la mañana; un pintado de brocha gorda, con una escalera y con gran ilusión para mantener impoluta una fachada y unos aledaños hogareños.
 
          En determinados estíos, cuando el sol era algo más generoso para los ingleses, sus casas casi nos cegaban, nos encandilaban por las luces que las envolvían, producto de aquellos grandes ventanales en los recibidores, en los dormitorios, en los cuarto de baño y en las cocinas, que nos hacían olvidar un poco tanta moqueta y tanto radiador inactivo. Y plantas, muchas plantas: encima, abajo y a los lados del brocal de la chimenea, ahora con leña artificial, que se iluminaba con falacia cuando se enchufaba la calefacción ambiental.
 
          Devoción, en efecto, por plantas y animales. Plantas que para adulterar su monótono verdor se les añadía la seca policromía de algunas flores de plástico; y mimo por aquellos canes perfumados, rasurados y perfectamente alimentados con productos de supermercado, que lamían a todo invitado mientras su dueño, orgullosísimo, nos mostraba su documento gráfico realizado por Mr. Salli, ex fotógrafo de la mismísima Reina de Inglaterra, que un día -parece- tuvo el honor de retratar a tan hermoso alsaciano.
 
- - - - - - - - - - - - - - - - - - -