Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra (XVIII)

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Retazos de su libro Bye, bye. Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra  (1974-2004) publicado en 2006).
 
 
 
CUANDO OXFORD STREET INFUNDE MIEDO
 
 
          ¿Le gusta Londres? A los ingleses, poco. La gente del campo experimentaba un sentido de profunda lástima hacia los habitantes de la capital, como bien apuntaba Bernard Feller. Los londinenses, en vez de tener un complejo de superioridad con respecto a los provincianos, pueblerinos y otros “excéntricos”, compartían la misma opinión. Pero había que matizar: los ingleses, como los españoles, franceses, italianos, belgas, austriacos, holandeses, etc. estaban muy orgullosos, con toda justicia, de su capital. Sencillamente, si podían, evitaban vivir en ella.
 
          Una de las paradojas de aquel país era la de haber conservado un corazón rural, después de haber resuelto el problema agrícola suprimiendo a todos los campesinos. El ejemplo de haber triunfado socialmente consistía en poseer un pequeño alojamiento en Londres y una casa de campo en la que, durante el fin de semana, pudieran consagrarse a la familia y dedicarse al cultivo del jardín y a la vida al aire libre, sobre todo en el verano.
 
          Londres seguía aturdiéndonos, encandilándonos con su grandeza, su variedad y su despreocupación. Millones de personas por aquellas vías de vorágine y de atractivo como Oxford Street, paraíso de las compras e infierno para los bolsillos. Ni una pelea, ni un altercado, ni la más ligera disputa callejera, aunque con cierta frecuencia se oían las sirenas de los agentes del orden.
 
          Para llegar al conocimiento más o menos bíblico de una ciudad tan hermosa, tan irrepetible y “exótica” como Londres; de una unidad tan vibrante, tan vigente y a la par, tradicional; de una ciudad que nos ofrecía un “show” (relevos de la Guardia), “buskers” o artistas ambulantes de todo tipo, orquestinas de veteranos, extravagantes vitalicios, fragantes parques para el ejercicio de todas las libertades individuales, incluida la de respirar aire puro; no existía, sin duda, método mejor que recorrérsela en el coche de San Fernando, o sea, “unas veces a pie y otras andando”, como aconseja ese britanófilo que responde por Joaquín Merino.
 
          Había desaparecido el humo londinense, y con él mucho de su misterio romántico, de su camuflaje. La verdadera naturaleza de Londres había estado oculta por la niebla y el hollín. Alfred Hitchcock sacó muchísimo partido a todo esto porque siempre había sido una “ciudad oscura de sugestión”, ahogada a menudo por la niebla impenetrable del Reino.
 
         Ya ni los domingos se respetaban en Londres: en Pettitcoat -una especie de Rastro madrileño- se abría un bullicioso mercadillo que podría desbancar en un futuro no muy lejano al famoso Portobello sabatino; y entre Hyde Park y Kensigton Garden se exhibían, a lo largo de un par de kilómetros, una de las pinacotecas más variopintas del mundo, donde los artistas, los pintores, aparte de aparcar sus “roulottes” frente a la verja del parque, seguían trabajando con sus pinceles entre bocadillos vegetales, fruta y refresco. 
 
          A media noche, cuando los teatros, los cines y los “pubs” habían cerrado sus puertas; cuando el bullicio sólo quedaba en los sitios donde el sueño era una utopía; cuando el turista iba a empaparse de vivencias en un mundo de carnaval sin disfraz, era cuando había que pasear, tranquilo y despacio, por aquellas calles que por la mañana eran intransitables. Ahora daban miedo. Oxford Street, por ejemplo, era como un desierto que impresionaba por su sobriedad monumental. Si horas antes mirábamos los más famosos escaparates del universos, ahora, cuando el Big Ben nos había brindado las doce campanadas, cuando el metro había cerrado sus bocas, aquella vía, sólo era hollada por algún azabache taxi y por muy pocos autobuses rojos, los familiares “routmasters”; con la inevitable incrustación del lujosísimo Rolls Royce que albergaba árabes de petrodólares; ahora decíamos, Oxford Street infundía miedo. En aquel paraíso de las compras apenas podía encontrarse ahora un sitio donde le pudiesen servir a uno lo más simple, la bebida tradicional inglesa, un “cup of tea”, léase té.
 
- - - - - - - - - - 
 
 
TÉ Y PERIÓDICOS
 
 
          En 1840, la duquesa de Belford comenzó a servir té con pastelillos exactamente a las cuatro -nunca a las cinco- de la tarde, “para llenar un hueco en el estómago” que notaba a esa hora. Así, el té se convirtió no sólo en una bebida sino también en una merienda.
 
          Pero hoy se toma el té en Inglaterra a todas horas. Si lo desea sólo tiene que pedirlo, así: “black tea” (té negro); si lo quiere con un poquito de leche, que es lo más usual, “cup of tea” (taza de té). Muy pocas veces se le pone limón. Allí, prácticamente, nadie tomaba café. Los supermercados ofrecían siete estanterías repletas de variedades de té y media con café instantáneo. El café molido, decían “escasea más que el polvo de oro”
 
          El café que se servía en los restaurantes (“black cofee”, café negro, así había que pedirlo) era lo que un escritor británico calificó de “líquido color de barro que hay que suponer es una mezcla de café y té, como si se quisiera ahorrar tiempo sirviendo a los clientes que piden cualquiera de las dos cosas”. En pocas palabras, el café británico era el que nosotros, los canarios, sacaríamos de las borras más exhaustas; es como si cogiéramos una tacita de café concentrado y fuéramos vertiendo pequeñas porciones en varias tazas con agua y luego lo diésemos a beber.
 
          En Inglaterra, el té -según Margaret Gordy- no es una bebida sino un derecho humano. Los británicos se muestran más aferrados que nunca a esta tradición, para ellos -se supone- la más importante después de la monarquía…
 
          Por la mañana, los que hacían cola ante la taquilla para adquirir el billete de tren, aguardaban pacientemente que el encargado retirara la tetera del fuego. Nadie se atrevía a protestar. Parecía que toda actividad quedaba interrumpida cuando se acercaba la hora del té. Alguien ha contado que en una fábrica se protestó porque algunas personas interrumpían la cadena de trabajo para ir al lavabo; pero a nadie se le ocurría protestar por las interrupciones debidas para tomar el té. Los británicos, según estadísticas fehacientes, consumían la mitad del té producido en el mundo entero. Había quienes lo tomaban hasta ocho veces al día, comenzando por el de la primera hora, en la cama. (En algunos restaurantes chinos, incluso acostumbraban servir té antes de traer la comida y en la mayoría de los hoteles londinenses, los turistas comprobaban que cada mañana les preparaban la tetera.)
 
          Los extranjeros teníamos la impresión que era el té lo que movía la sociedad inglesa. Por la mañana se tomaba una “taza estimulante”. Por la tarde, para “tapar el hueco” y por la noche se suponía que la infusión era “relajante”. Como dato anecdótico diremos que muchos de los alumnos tinerfeños que iban a Inglaterra a perfeccionar el idioma en casas particulares y con profesores nativos, solían rechazar, en el primer instante, esta bebida porque -según ellos- “sólo nos la dan en casa cuando estamos enfermos”…
 
          Recordamos haber leído que el vino es la bebida de la conversación; el güisqui, de la sociabilidad; el café, de los que estudian de noche. Pero cuando queremos estar lúcidos, tranquilos y en paz, acudimos al té, donde su cafeína y tanino estimulan el corazón y el sistema nervioso central y reduce la acidez estomacal.
 
          Aceptaban los ingleses y se ufanaban, alardeaban y lo propagaban, que el té, como decían los antiguos chinos, era bueno para todo, desde purificar el aliento hasta “aligerar los huesos”; desde los dolores de cabeza, cálculos renales y somnolencia hasta la flojedad o "retortijones de vientre”. Gladstone, primer ministro de la Reina Victoria, junto con los Disraeli, Salisbury, Melbourne, etc., decía que “el té calienta al que tiene frío, refresca al que tiene calor, anima al deprimido y calma el excitado”.
 
          Otra característica del país era el gran consumo de diarios, como observó José María Carandell. Es tan difícil ver un español leyendo el periódico en el metro o en el autobús como un británico sin el periódico abierto ante los ojos. Los periódicos eran para lectores de “cejas altas” (highbrow), o para los de “cejas bajas” (lowbrow); siendo los primeros, el público en general, que buscaba los sensacionalismos y lo sentimental y, los segundos, la aristocracia. Así, mientras antaño la tirada del Daily Express era de dos millones y medio; y la del Times, de trescientos mil, la proporción parecía se seguía manteniendo entre este periódico de tirada semejante, y el Daily Mirror, que tenía una tirada de casi cuatro millones.
 
          En The Sun siempre había una beldad en bikini, “top-less” o como Eva, y junto con el mencionado Daily Mirror era el binomio más adquirido entre la clase trabajadora por estar escrito -decían- de forma sencilla y comprensible, que hacía fuesen también los preferidos de los turistas. Aparte de estos diarios, los ejecutivos de maletín negro y semblante serio devoraban en los trenes periféricos el interminable The Financial Times, de indescifrable color; y los domingos, muchos lectores cicateros o simplemente ahorradores estaban suscritos a The Sunday Times o The News of the World porque aseguraban que leyéndolos se enteraban de una vez de todo lo que había ocurrido durante la semana, aunque hay quien les repudia “ya que suelen poner lo peor que ocurre en Gran Bretaña: historias de maridos que dejan a sus esposas y esposas que han asesinado a sus maridos”, como irónicamente apunta John Fields.
 
- - - - - - - - - - - - - - - - - - -