Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra (VII)

 
Por Antonio Salgado Pérez  (.Retazos de su libro Bye, bye. Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra (1974-2004) publicado en 2006).
 
 
La plaza de España, nuevo “despedidero” del aeropuerto del Sur
 
          Para vuelos tempraneros, con numerosa expedición escolar, la ubicación del aeropuerto del Sur era una experiencia llena de sugerencias e innovaciones siempre y cuando se contase, de antemano, con la unánime colaboración de unos padres acostumbrados a unas despedidas que por aquel entonces, y con la distancia y ahorro de energías, tenían que sopesar y meditar, donde había que sacrificar la protocolaria marcha del “cuídate bien; no dejes de comer; estudia mucho, …etc”, orlado con nudos, lágrimas y pañuelos, por la más moderna y menos comprometida práctica del adiós apresurado.
 
          En fin, con la incorporación del “Reina Sofía”, había que despedir al gremio estudiantil en los aledaños del Cabildo y Correos teniendo como base de operaciones la plaza de España, que en aquella ocasión, y a las seis de la mañana, se convertía en un paraíso desierto y descontaminado tan tenuemente iluminado que hasta le proporcionaba un extraño y atractivo aire bohemio en aquella hermosa y tibia jornada veraniega.
 
          Cuando los autobuses iban en busca de la “descuajaringada” autopista del Sur, los últimos consejos maternales, ya que los padres siempre enmudecían, que era una habitual manera de esconder los sentimientos: “no mires para atrás que te mareas; ponte un suéter que hace frío; no dejes de desayunar en el avión…” Y así…
 
          La plaza de España se había convertido en el “despedidero” del nuevo aeropuerto, que ahorraba no sólo adioses “in situ” que solían poner nerviosos a los niños y jovencitos más capacitados y preparados, sino que suponía un auténtico ahorro de combustible para sus progenitores que evitaban cien kilómetros y podían saltarse a la torera aquellas acostumbradas demoras, que ahora, con aquel nuevo rumbo de despedidas, sólo padecían los expedicionarios, que incluso, con los citados autobuses y por su mayor elevación de asientos, tenían la oportunidad de observar “otro Sur”, con más detalles y ángulos que los limitados desde los aledaños del turismo familiar.
 
          Allá, en una pequeña hondonada, surgía el ascua del nuevo aeropuerto que aún mantenía su iluminación nocturna. Eran las siete de la mañana y la montaña de la cercana playa de la Tejita parecía el perfil de una extraña caricatura. En tan controvertidas instalaciones seguían imperando unos precios que gestaban malos modales y seguían poniendo el café con leche con más espuma que la cerveza, amén del guirigay que solía originarse los sábados, ya que las agencias de viajes, normalmente, no tenían en cuenta el adelanto de un horario que cogía desprevenido a todo el mundo. Y sólo había que preguntárselo a aquella señora a la que le echaron por tierra su viaje a Nueva York por un quítame allá un prematuro e insospechado enlace con Las Palmas...
 
          Antes de entrar en el 727, el insalvable escáner, que perdonaba a los marcapasianos; y aquel oscilante tobogán de los bolsos, de los pequeños bultos y maletines que prometía “no impresionar las películas” originándose luego el maratón hacia el avión donde todo el mundo quería llegar primero con el siempre variopinto espectáculo de las dichosas “colas”, donde no se acostumbraba respetar ni edad ni nada.
 
Con rumbo desconocido
 
          Dentro ya del 727 con rumbo desconocido -según explicaremos luego-, pues lo de siempre: el protocolario paseo de las azafatas con unas instrucciones que nadie parecía encontrar ni escuchar, donde el ajado rostro de la moza -ya no tan moza- ayudaba mucho. Inopinadamente, el Tenerife-Las Palmas-Málaga se convertía en un Tenerife-Las Palmas-Bilbao. Menos mal que ni nos esperaban ni teníamos que recoger, en suelo andaluz, alumno alguno.
 
          Parecían querernos evitar las explosiones -y no precisamente turísticas- de la Costa del Sol pero nos introducían en el “cuartel general” de las operaciones, aunque siempre era reconfortante observar el contrapunto de un Nervión achocolatado ante tanto humo y fuego y una campiña norteña de color esmeralda, que hacía posar nuestra nave en un aeropuerto casi, casi, de familia adinerada venida a menos, de escasa relevancia, de techo metálico, que parecía arder sobre nuestras cabezas, con una red telefónica que jamás funcionó ya que resultaba demasiada coincidencia que de la veintena y pico de intentos de conferencias a Tenerife todas estuviesen comunicando. Por eso María Dolores no pudo llamar a su impaciente abuelita; y Arturo se alegró porque en el fondo “pude haberle dado un susto a mi padre al decirle que estaba en la cuna de la ETA”.
 
          Las azafatas -algunas- nos seguían sonriendo con falda; nos servían el almuerzo con sobrefalda -donde el pan era puro pedernal y no había sino que preguntárselo a la prótesis dental de Alfonso-, para luego despedirnos con guantes y gorra de color Burdeos. La expedición estudiantil, ante el habitual y prosaico alimento aéreo, ya no comentaba lo servido. Se comentaban los “sufi”, bien, notables y sobresalientes que cada uno había cosechado en los últimos exámenes. Los había realmente superdotados, con notas de escalofrío, que sin hacer alardes de éstas había quien se encargaba de frenarle exhibiéndole un pensamiento del eximio Gregorio Marañón inserto en el periódico de la mañana: “Ser un buen estudiante siempre; alcanzar siempre las notas óptimas, que constituyen lo que se llama “un brillante expediente académico”, supone amoldarse a la mediocridad con que está organizada la enseñanza, aquí y fuera de aquí”. Cajal, como Pasteur, fue un mediano estudiante; y William Osler, en su libro sobre los grandes hombres, insiste en la frecuencia con que los hombres cumbre fueron, en la faceta inicial de sus estudios, alumnos vulgares o francamente malos.
 
          Julián, de raíces californianas y colombianas, y por aquellas fechas con residencia en Tacoronte, nos brindó un postre insólito: extrayendo de su bolso una “flauta dulce” la emprendió con una composición de Beethoven ante la algarabía de los pasajeros y tripulantes ubicados en la zona con veto a la nicotina. Tras aquel inesperado concierto, lectura y siesta. Los títulos de la prensa bilbaína, en aquel día del verano de 1979, parecían haberse puesto de acuerdo en la primer página ya que mientras Pamplona vivía sus Sanfermines a tope con el cohete y el riau-riau; y Hinault era desbancado por aquella “tumba abierta” de Zoetemek, el desaparecido industrial Olarra parecía encontrarse donde nos dirigíamos: Londres.
 
“Te invito al cementerio”
 
          A pleno día y con el sol aún brillando -porque estaba luciendo el astro rey en toda Gran Bretaña, fenómeno no muy frecuente -, el espectáculo de designación de familias inglesas para nuestros alumnos tinerfeños que hasta la fecha sólo conocían direcciones pero no semblantes, no resultó tan encorsetado y sombrío como en anteriores etapas nocturnas, donde las penumbras parecían ser malas consejeras, de forma muy especial en estos aledaños de “Jack el Destripador”, donde aún el eco de tal monstruo se narraba con sigilo.
 
          Pronto brotaba lo anecdótico de aquellas primeras jornadas donde de la noche a la mañana el muchacho o la joven cambiaba de domicilio, padres, hermanos, familia y amigos habituales:
 
          - ¿Por quién me habrán tomado? Me dieron de cenar lechugas, pepinos y cebollas, afirmaba consternado el karateca Arturo, que presagiaba le habían tomado por vegetariano tras su balbuceante diálogo inicial.
 
          - Yo tuve más suerte con mi familia -añadía Carlos con cierto aire poético-. Por la mañana me llevaron a la cama una sonrisa y el desayuno.
 
          Y el jacarandoso Mariano, entre risas e interrogantes, concluía:
 
          - Muy tempranito la señora, que es viuda, y yo, fuimos al mercado; compramos muchas flores y me invitó a ir al cementerio para presentarme no sólo a su difunto esposo sino a todos sus muertos. Yo estaba sin desayunar porque la señora ante fecha tan señalada para ella, y como era domingo, se olvidó de ponérmelo…
 
          Pero con tan fúnebre y piadosa viuda, Mariano parecía haberse salvado desde el punto de vista gastronómico, ya que…
 
          - Su hijo mayor, casado y con hijos, es carnicero. Todos los días mete un paquete así de grande en nuestro frigorífico. Me voy a poner de chuletas como el Quico…
 
          Antes de comenzar las primeras clases, los más espigaditos, aquellos salpicados con los granitos de la adolescencia, queriendo demostrar ésta no sólo con proyecto de bigote y barba, se apoyaban en un prematuro y prohibido cigarrillo.
 
          -¿Fumas?  - le invitaban al parsimonioso y atlético Corviniano.
 
          Y respondió casi sin pensarlo de lo rápido:
 
          - A los siete años mi abuelo me metió un puro en la boca y no quiero acordarme.
 
          Allá, por las cercanías del centro de estudios, el inevitable “hippie” con su casa a la espalda, con movimiento de meandro y mirada húmeda. Marcos le hizo una semblanza contemporizante:
 
          - El matraca ese tiene un coloque leve...
 
Las fresas pueden quitar el llanto
 
          La familia británica, muy lacónicamente, lo había anunciado por teléfono:
 
          -La niña está triste; llora.
 
        Y ver llorar a una niña de ojos azules y “bico” rompe el alma del más preparado. Patricia, entre sollozo y sollozo, intentaba vanamente explicarse a sí misma aquel repentino llanto que se había apoderado de ella al atardecer:
 
          -No sé lo que me ocurre. A pesar de que no soy partidaria de la leche ni del té, que casi nunca pruebo en mi propia casa, en La Laguna, estoy satisfecha con los bocadillos que por las mañanas me prepara la señora inglesa, así como del “self-service” del comedor del Politécnico de Hatfield; no me duele la cabeza ni las muelas. La familia me trata como si fuese hija suya y no tengo problemas en los estudios. Por lo tanto no sé porque estoy ahora llorando y preocupando a los demás.
 
          Estas convivencias con familias inglesas acostumbraban reportar interesantes experiencias en aquellas criaturas que, de buenas a primeras, se encontraban en tierras británicas con el objetivo de ampliar, pulir o perfeccionar el idioma inglés. Allí, sin el roce familiar, sin el apoyo cercano del parentesco, en un mundo difícil donde el lenguaje era un problema que tenía que resolver “in situ” por sus propios medios, aquel gremio estudiantil comprobaba, posiblemente por vez primera en su vida, esos vocablos tan entrañables de la añoranza y del cariño.
 
          Porque aquellas lágrimas de Patricia no eran sino la materialización de la melancolía por la ausencia de los suyos; aquel momentáneo acíbar que estaba tragando era la simple materialización del amor y de la expresión afectuosa hacia unos seres con los que ahora sólo podía conectar de forma epistolar o telefónicamente.
 
          Patricia, que adjetivado ya conlleva nobleza y ciudadanía virtuosa, jamás podrá olvidar el prólogo de aquel nudo y el epílogo de aquel llanto teniendo como fondo aquel tibio atardecer británico; y como testigo, la perplejidad e intranquilidad de aquella familia que, muy lacónicamente, lanzó por el hilo telefónico aquellas palabras con sello de urgencia:
 
          -La niña está triste; llora.
 
          Con la recapacitación llegó el sosiego, la charla pausada, el contar las pequeñas anécdotas de sus otros compañeros. Y toda aquella paulatina y progresiva calma, ante una cajita de lozanas y sabrosísimas fresas, que Patricia, entre risas y sonrisas, fue deglutiendo una tras otra, con tanta finura y exquisitez como ganas y apetito, coyunturas que nos incitaron a pensar en la posible propiedad que, como sedante, pudiese contener esa planta de tallos rastreros, con estolones y fruto suculento que enmudeció el llanto de Patricia.
 
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