Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra (IV)

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Retazos de su libro Bye, bye. Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra (1974-2004), publicado en 2006).
 
 
Clacton on Sea y sus récords de sol brillante…
 
          Clacton on Sea presumía de ser parcela abierta al mar, poseedora de amplias playas, suave arena, cuidados jardines, frondosos prados y compacto césped; también decía en sus guías y programas de viajes que poseía “récord de sol brillante”, eslogan que no podía soportar, por ejemplo, nuestro personaje del abrigo, que había observado, con no disimulado estupor, como algún que otro veraneante “se refrescaba “ en aquellas playas de aguas turbias a eso de las siete de la mañana cuando aún el termómetro marcaba como nueve o diez grados de los nuestros… Pero también comprobaba su gerontocracia al observar al grupo canario acudir a las clases a las nueve de la mañana en mangas de camisa y simples “blue jeans”, sin apenas rebecas, prendas de abrigo ni chubasqueros, que denotaban ese dichoso y anhelado pájaro de juventud, espontáneo, poco previsor, pletórico de vida y de entusiasmo.
 
          Allí, en Clacton on Sea, a una hora y media de tren de Londres, la vida no estaba, ni mucho menos, por las nubes, en las postrimerías de la década de los 70 del pasado siglo. En uno de los lugares más céntricos de la ciudad se podía tomar un té hirviendo –-siempre lo servían de ese modo, humeante - por ocho pesetas; con una peseta más, un sabrosísimo vaso de leche, salido directamente de aquellas ubres a punto de estallar que habíamos visto en aquellas apacibles vacas que se pasaban todo el santo día rumiando en los inmensos y verdísimos prados de los aledaños; un café con leche, quince pesetas; un bocadillo de queso o de huevos duros, doce pesetas: por supuesto la confitería, a bajos precios. Y ya conocen ustedes la calidad, por ejemplo, del chocolate inglés, con el Cadbury a la cabeza, seguida -decían - del Nestlé.
 
          Siguiendo con los precios de Clacton-on-Sea añadiremos que la pensión completa en un hotel aceptable oscilaba entre las novecientas pesetas, con un desayuno casi pantagruélico; una cena realmente reconfortante -que había que degustar a las seis de la tarde- y un dormitorio con la única particularidad y desventaja que no poseía baño, ya que éste, como acontecía en casi todos los hoteles de la ciudad, era comunitario que casi, casi, no era problema porque el británico parecía ser más partidario de asearse en el lavabo del dormitorio con el auxilio del “flannel”, una minúscula toallita, que solía hacer milagros en la limpieza corporal.
 
          Si era festivo y usted quería hacer una perfecta digestión, nada mejor que darse un largo y cómodo paseo por el litoral de la ciudad, concurridísimo, una especie de “Avenida de Colón” portuense respaldada por una urbanización modélica de tipo “Ten-Bel", donde se veían muchísimos bañistas tomando el sol sobre aquella arena de color azúcar de racionamiento; pero poquísimos dentro de aquellas frías aguas del Mar del Norte, que a cada instante nos enviaba el gélido viento del Ártico, donde grandes cartelones indicaban: “por favor, para la salud pública no tiren los vasos ni traigan perros a la playa”.
 
          Riadas de pakistaníes con sus trajes de gala; las mujeres, con azabaches y larguísimas colas de caballo; los varones, vestidos como para tomar parte en nuestras murgas carnavalescas. Iban formando grandes grupos. Nunca se les veía comprar; al contrario de la corriente turística allí ubicada (todo turismo británico, por supuesto) que a cada momento se acodaba en los bares, tenderetes o puestos ambulantes para atiborrarse de pan, chocolate, “perros calientes” o té con leche ( el inevitable “cup pf tea”), resguardándose sobre la arena en los “wind-breaks”, una original especie de cortavientos, que evitaban el azote norteño, paliado en aquellas amplísimas playas de Clacton-on-Sea (dicen que se extienden a lo largo de trece kilómetros) por los “jettys”, malecones o rompeolas para controlar este mar que según los nativos “tenía mucha fuerza”. Cuando la marea estaba baja, de orilla a pared quedaban como cincuenta metros de arena y se podía “hacer pie” casi doscientos metros mar adentro. Delante, encima y detrás de todo esto quedaban los decibélicos “amusements”, el paraíso de la diversión y la “perdición” infantil y juvenil.
 
          Posteriormente, y cada vez que mencionábamos nuestra estancia en Clacton-on-Sea, el británico, inevitablemente, esbozaba sonrisa irónica y complaciente. Y es que para ellos esta ciudad era sinónimo, parece, de algo ingenuo, infantil, ya que su turismo estaba compuesto, primordialmente, de ese sector del “mundo sénior”, que allí sólo parecía perseguir sosiego, tranquilidad y baños de sol.
 
“Allá en España, construyen hermosos hoteles; aquí, en Inglaterra, edificamos buenos colegios”
 
          En Ware predominaba el césped, el arbolado y el bosque. Y al igual que en casi todos los condados que habíamos oteado desde el tren, chalecitos unifamiliares, con su jardín frontal y su garaje y huerta en la parte trasera del edificio. Nuestros estudiantes isleños acudían al “Ball’s Park”, un colegio de aristocrático portal y de una descomunal e impecable alfombra de cuidadísimo césped en la que sí se podía pasear, pisar y revolcarse, porque allí, en Inglaterra, los parques, afortunadamente, eran-y siguen siéndolo - para disfrutarlos y no sólo para verlos de lejos.
 
          En el “Ball’s Park” existían distintos grupos según sus niveles de competencia. Algunos estaban con alumnado francés y, por supuesto, todos los profesores sólo hablaban en inglés, por lo menos en clase. En aquel laberinto de frondosidad y bosque surgían, de vez en cuando, las almenas de algún castillo que con un poco de niebla parecía sólo faltarle el clásico y legendario fantasma. La mayor parte de los mejores edificios eran destinados a colegios. Uno de los profesores, de exquisita amabilidad y estandarizada sonrisa, no dijo:
 
          - Ustedes se habrán podido dar cuenta de que en Inglaterra nos preocupamos mucho más de los pequeños que de los grandes. ¿Han visto ustedes nuestra televisión? Los mejores programas son los infantiles y juveniles, con grandes ribetes educacionales. En España gastan ustedes el dinero en construir extraordinarios hoteles; aquí los gastamos para edificar colegios, la mayoría de ellos con sus regímenes de internado o media pensión, donde el comedor es fundamental para evitar innecesarios traslados que cortarían incluso el horario establecido.
 
          Adentrarse en una casa de Ware era no perder el contacto con el exterior. Era seguir gozando de la propia naturaleza. Muchas ventanas y muchísimos cristales. Tenían que aprovechar al máximo esa claridad que el clima les acortaba con frecuencia. Y cuando surgía el rayito de sol ahí estaba toda la familia, o dentro de la casa o en la terraza aprovechándose de la esporádica tibieza ambiental.
 
          A uno y otro lado, pegatinas, servilletas, recuerdos, banderas y fotos de generoso formato de la Reina Isabel con motivo de sus bodas de plata en el trono británico. Los amantes de la botánica y ecología no habían perdido la oportunidad para confeccionar pasquines con la siguiente inscripción: ¡plante un árbol para recordar este hermoso acontecimiento!
 
          Nos invitan a una “feria”. No sabíamos el por qué pero íbamos pensando en ubres, balidos, libros, altavoces, ruletas…Y nos encontramos en las mismísimas puertas del “Collage Haileybury”, que nos depararía gratísima sorpresa en su amplísimo patio central. Antes de franquear la puerta principal, un conocido nos aclara:
 
          - Ya empieza a notarse la distinción y el empaque. Sólo hace falta oír el acento y cadencia de estos profesores para darnos cuenta de que hemos entrado en un mundo refinado, de elite, un poco afectado, eso sí. Aquí entran, en primer lugar, los de clase más privilegiada que, como en Eton, tiene que apuntar a sus hijos con casi diez años de antelación. Pero aquel alumno de escasísimo nivel económico que despunte inteligencia también puede tener acceso a este centro al hacerse acreedor a una de las dificilísimas becas que se conceden aquí. Es la máxima ilusión de todo padre inglés: que sus hijos cursen sus estudios en un colegio de las características de Halleybury, de los que hay muchos en Inglaterra.
 
          Y en el patio central del mencionado colegio todo un mundo de originalidad, gracejo y picardía. Ellos, los alumnos, para recaudar fondos, no se paraban en las socorridas y anacrónicas rifas ni en los trasnochados viajes; ellos especulaban con el espíritu infantil que todos nosotros albergábamos. Y, en efecto, aquello era un “feria”; la feria de la risa y de la espontaneidad, donde padres, amigos y familiares de aquellos jacarandosos estudiantes dejaban sus buenas libras y peniques en aquella desternillante carrera de auténticos gusanos; a bordo de una bicicleta trucada; tirándole pelotas a un fantasmagórico sombrero de copa; intentando no ser alcanzado por una artillería de esponjas empapadas de agua; o haciéndose el experto con martillo y clavos o el tranquilo con un curioso aparato para medir nuestro pulso.
 
Las inolvidables misas domingueras
 
          Antes de regresar, los profesores de Clacton-on-Sea realizaron una pequeña encuesta entre el grupo de estudiante españoles pidiéndoles opiniones sobre sus respectivas estancias en esta turística localidad. Según ellos, lo más positivo que habían encontrado había sido: las calles tan limpias, los jardines, los postres, el Zoo de Colchester y las hamburguesas… Entre las notas negativas, el tráfico de Londres, la playa, ciertas y determinadas comidas y los dictados.
 
          En Hertfordshire, concretamente en Ware, ocurrió lo contrario: las encuestadas fueron las familias que, en líneas generales respondieron “que la expedición había sido encantadora; con mucha más educación y aseo personal (sic) que los franceses; que si bien al principio menudeaba el diccionario para la conversación, al final ya se producía una charla sin tanta cortapisa y ayuda…”
 
          Puede que los expedicionarios ya hayan olvidado aquellos extrañísimos postres con natilla hirviendo o con el agridulce ruibarbo.
 
          Puede que en algunos aún suene en sus oídos la música monocorde de los “amusements”, paraíso del entretenimiento y “perdición” para bolsillos pródigos. Los de Clacton-on-Sea tenían fama en toda Inglaterra; eran como grandes malecones a cuyos lomos se había creado todo aquel mundo para desorbitar no sólo ojos infantiles y juveniles sino, incluso, pupilas maduras: “cochitos locos”, innumerables tipos de tragaperras, gran variedad de juegos electrónicos, norias, montañas rusas, telesillas, rampas de mareo, toboganes; casas del miedo, de la risa; delfinario y una multitud de bingos muy frecuentados por aquella legión de longevos que, en época estival, invadía aquella costa en busca de un sol que en escasos días hizo su aparición.
 
          Puede que para otros sea vago recuerdo la divertida visita al Cuerpo de Bomberos; la bucólica estancia en la nublada Cambridge o las maratonianas marchas por las calles más concurridas de Londres, donde los profesores se las vieron y desearon para desviar miradas estudiantiles del golfo y pícaro Soho, con la complicidad de la sauna-masaje…Ellos, los muchachos, podían hablarnos del Big Ben, del protocolario Cambio de Guardia en el Palacio de Buckingham o del “despiste” de algunos profesores en Trafalgar Square cuando afirmaban “desconocer” dónde había perdido Horacio Nelson su brazo derecho…
 
          Permanecerá en otras mentes la mastodóntica tipografía del ¡Olé! en casi todos los periódicos británicos cuando nuestra peseta fue devaluada; o aquella interrogante de un famoso articulista capitalino que ante la extraordinaria y variopinta masa de turistas preguntaba con no disimulada ironía: ¿Han visto ustedes en Oxford Street a algún señor que hable inglés?
 
          O quizá la bellísima exposición de coches antiguos ubicada en el grandioso Museo de Industria y Ciencia, anexo al modélico y subyugante de Geología.
 
          Sí; serán anécdotas las mujeres-taxistas de Clacton, el “rechazo” que sufrieron algunos alumnos en el curiosísimo “reparto de matrimonios”; aquellos calendarios con cruces como pertenecientes a presos cuyo cautiverio era simple morriña; el casi centenar de latas vacías que se trajo de Inglaterra una coleccionista del grupo o la observación de otra en el túnel del “Boeing” cuando la azafata pedía al pasaje que “por favor no fumara” y ella seguía haciéndolo, con el broche de oro de traer en nuestras filas a un pequeño héroe, Emerio Henríquez, que sacó de las fría aguas del Mar del Norte, a un niño con pasaporte para el Más Allá...
 
          Todo, en efecto, podrá olvidarse. Lo que permanecerá para siempre grabado serán aquellas misas domingueras donde pudimos comprobar cómo todo un pueblo rezaba, cantaba y exhibía con gran humildad, una devoción y recogimiento que calaría muy hondo en todos los expedicionarios, acostumbrados a asistir a misas con más imposiciones sociales que espirituales, sacrificando el bello espectáculo de la participación masiva, creyente, respetuosa y convencida.
 
“El último tango en París”
 
          Era una sala de dimensiones liliputienses, casi una antesala familiar -como muchos cinematógrafos londinenses-, con espacios reducidísimos entre las filas de butacas en tobogán. A la entrada, como estampa circense, un entorchado portero que exclamaba:
 
          - ¡Pasen, señores, pasen! Dentro de diez minutos comenzará la función. ¡Pasen, señores, pasen! Pronto verán ustedes “Last tango in Paris”
 
          Lindas chinitas con cuerpecillos de porcelana y miradas de almendra servían de guías y acomodadoras, que casi repudiaban la propina. Sentarse en aquellas butacas provistas de ceniceros era como hacerlo en una sala de conferencias de la ONU. Allí estaban ubicados los más diversos representantes de los cinco continentes. Y por sus apariencias y vestimentas, de todas las clases sociales.
 
          La película nos infundió respeto; un profundo respeto. No creemos que sea muy fácil volver a plasmar en una pantalla la desesperación sexual que Bertolucci tuvo la valentía de exponer con la colaboración de un Marlon Brando con carismática versatilidad y de una María Scheneider que constituyó toda una revelación por su naturalidad, desenvoltura, expresividad y fotogenia. Casi bastaba con oír la extraordinaria voz de Brando, que no era la aflautada que oímos en su “Bounty” ni lo cavernosa que nos resultó en su inefable “Padrino”.
 
          Para los españoles, con aquella matraquilla de la apertura, que consistía en algo así como mostrarnos algunos centímetros más de epidermis con visión autorizada, causaba asombro y admiración la casi espontánea familiarización que se apoderaba de nosotros ante la presencia de una desnudez femenina mostrada casi en la totalidad de la cinta. Y aún más admiración el comprobar que, frente a todas aquellas escenas de incomparable erotismo, el variopinto espectador las digería con una ejemplar mesura, sin comentarios en solitario, sin frases en busca de la barata hilaridad ni con la aparición de esa carcajadita desviada y absurda que siempre denunciaba escasa mentalización y subdesarrollo cultural.
 
          Una de las escenas más logradas del film era el desgarrador monólogo que sostenía Brando junto al féretro de su esposa, torturándose aquél ante su suicidio que jamás se explicará aún conociendo la infidelidad de aquélla, así como la secuencia tan brutal como de perfectas reacciones que se producía en el primer encuentro entre aquellos amantes o en un final en que ella, hastiada y con pavor, le mata…”sin saber su nombre, de donde venía ni adonde iba…”.
 
          La cámara, casi con magia desconocida, jugaba en aquella cinta papel fundamentalísimo ya que conseguía planos realmente impresionantes, sobre todo en las escenas más crudas y violentas del film que estaban muy distantes de aquella pornografía con que cierto sector de público soñó cuando irrumpió precipitadamente en Perpinán, en las postrimerías de la década de los 70 del siglo pasado, para contentarse, por limitaciones lingüísticas, sólo con las imágenes, opciones que vanamente pretendían mutilar lo artístico y estético, para convertirlo en algo chabacano y procaz que, repetimos, no vimos en aquella controvertida película de Bertolucci, que con luz verde de la censura no tuvo necesidad de emplear el hermetismo, la alegoría, el símbolo, la parábola, el doble sentido, la sugerencia o el guiño cómplice de otros realizadores.
 
Madame Tussaud’s
 
          A la entrada de las majestuosas salas, un impecable mayordomo, con más sonrisa que palabras, nos invitó a penetrar en el Salón Principal.
 
          De pronto, con su camisola azulgrana, su pelo de seda y sonrisa publicitaria, Johan Cruyff, al que nos resistimos entrevistar porque nos habían dicho cobraba mil libras esterlinas por quince minutos de charla. A su derecha, Cassius Clay, que luciendo albornoz de Primera Comunión y guantes escarlata, no se cansaba de gesticular con sonoro efecto: ¡Soy el mejor; en mi próximo combate con esa “momia” llamada George Foreman demostraré al mundo entero, una vez más, que sigo siendo el “number one”!
 
         El estrépito era infernal porque allí también se encontraban “The Beatles”, que habían vuelto a formar cuarteto tras largas deliberaciones. Y Charlot, con su bombín, bastoncillo de junco y zapatos del cincuenta. Los astronautas Neil Armstrong y Edwin Aldrin, con sus estrafalarias vestimentas espaciales, estaban haciendo demostraciones de cómo habían pisado la superficie lunar. El enigmático Alfred Hitchcock, con faz de viruela, extendía sus viejas y carnosas manos, en plan de ofrecernos su clásico “suspense”.
 
          La angustia pasó rápida tras el sedante ofrecido con el espectáculo inolvidable de los increíbles ojos violeta de Elizabeth Taylor; y la pelambrera dorada de la cimbreante Briggitte Bardot; aquélla no vino acompañada de su nostálgico Richard Burton y ésta tampoco traía a su “play-boy” de turno.
 
          Al lado del copioso bufé tuvimos la oportunidad de dar nuestras más efusivas gracias a Henry Moore por la bellísima escultura que ennoblecía y dignificaba nuestra Rambla, al lado de “La estatua”.
 
          ¿No es aquél del rincón Enrique VIII, con su famoso sexteto femenino de repudiadas, divorciadas y decapitadas…? Lo era.
 
          El champán iba haciendo sus efectos. Nos acercamos con respeto y acato a la Reina Victoria. Dígame, Alteza, ¿qué vitaminas tomó vuestra Majestad para durar sesenta y cinco años en el trono de Inglaterra?
 
          Sir Winston Churchill no se resistió a recibir un puro palmero, que le ofrecimos, con vitola grabada.
 
          Willy Brand, con rostro apergaminado, tuvo tiempo de explicarnos lo bien que lo pasó en sus correrías en camello por tierras de Fuerteventura.
 
          ¡Pobre Marilyn Monroe! ¿Qué fue de tu “sex-appeal”? ¿Por qué tus revolucionarias rupturas con el deportivo Joe Di Maggio y, posteriormente, con el intelectual Arthur Miller?
 
          ¡Hola, Twiggy! ¿Te sigues manteniendo en tus treinta y nueve kilos? ¿Fuiste tú, por casualidad, la que dijiste, en una ocasión, que el pomelo servía para adelgazar?
 
          ¡Qué mirada; qué pupilas! Parecen que horadan ¡Pero si es Pablo Picasso, saboreando las últimas bocanadas de su cigarrillo negro!
 
          Era la hora del retorno. Unos timbres de delicada cadencia nos anunciaban que la fiesta había tocado a su fin.
 
          Tras inclinarnos protocolariamente ante la Reina Isabel II, acompañada de su príncipe consorte, Duque de Edimburgo, nos postramos con la mayor sumisión y respeto a los pies del Papa Juan XXIII, que nos miraba de forma tan dulce y delicada que sentimos el lógico escalofrío de nuestra insignificancia terrenal.
 
          A la salida, aún con el casi impenetrable “fog” londinense, pudimos leer el flamante rótulo que campeaba encima de aquel señorial edificio, donde momentos antes habíamos coincidido con tantas celebridades. El rótulo, decía: “MUSEO DE CERA MADAME TUSSAUD’S
 
          Pero aún nos resistimos a creer que aquella dulce y delicada mirada del Papa Juan XXIIII no era la auténtica.
 
 
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