La batalla en la que Alonso Dávila venció a Robert Blake

 
Por Jesús Villanueva Jiménez  (Publicado en El Día el 1 de mayo de 2019).
 
 
Ayer se cumplieron 362 años del ataque a Santa Cruz del que fue más corsario que almirante.
 
 
          Lamento no errar al afirmar que la mayor parte de la población tinerfeña -así como la misma chicharrera- no es consciente del gran patrimonio histórico que alberga Santa Cruz de Santiago, nuestra capital, anales que quedaron escritos en páginas de gloria para siempre, por aquellos abnegados hombres y mujeres de siglos atrás, nuestros ancestros. Circunstancia que se da, tristemente, entre la población española en general. Por eso aplaudo el reciente I Congreso Santa Cruz Puerta del Atlántico, Historia y Patrimonio, iniciativa de Yolanda Moliné, Concejal delegada en materia de Patrimonio Histórico, que se celebró en el teatro Guimerá, y en el que tuve el honor de participar. Como celebro también que el Ayuntamiento santacrucero conmemore cada aniversario nuestra Gesta del 25 de Julio de 1797, acontecimiento que se hubiese perdido en el olvido de no ser por el rescate que de él hizo la Tertulia Amigos del 25 de Julio. "A Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César".
 
          No habrá muchas ciudades en el mundo que sumen tres grandes victorias contra armadas de la arrogante Inglaterra en los siglos XVII y XVIII; ni muestren en vitrinas dos banderas británicas capturadas en combate, nada menos que al idolatrado marino, del mundo anglosajón, Horatio Nelson, como las custodiadas en el Museo del Centro de Historia y Cultura Militar de Canarias, en el antiguo cuartel de ArtillerÍa de Almeyda. Ni dos cañones históricos, ambos legendarios, y ambos vencedores de los de la Pérfida Albión, el imponente Hércules, que se conserva en el Museo de Almeyda), y El Tigre, que, por cierto, partió de Almeyda y a Almeyda debería regresar -puesto que tal era el compromiso adquirido por las autoridades-, junto a todos los objetos, armas y pertrechos que conforman la magnífica galería exposición dedicada a nuestra Gesta. Mucho más conocido es El Tigre que Hércules, al ser la metralla del primero la que hirió tan gravemente a Nelson, a quien, como bien sabemos, tuvo que serle amputado el brazo derecho, puesto que de jirones de carne le colgaba a la altura del codo.
 
          Desde los viajes de Colón a las Indias, Canarias, y particularmente Santa Cruz, siempre ha estado ligada a la gran Obra de la Hispanidad y a la más importante línea marítima de la historia, que durante casi tres siglos circundó la Tierra, la Flota de Indias que cursaba el Atlántico y el Galeón de Manila (o Nao de China) que cruzaba el Pacífico, esta última, singladura que inauguró el marino, científico y fraile agustino Andrés de Urdaneta, descubridor del tornaviaje, el regreso por el norte a Acapulco desde las Filipinas, aprovechando la corriente marina de Kuroshio. La Flota de Indias partía de Cádiz o Sevilla y al avistar al Nuevo Mundo se dividía en cuatro, de forma que parte de ella se dirigía a La Habana, parte a Portobello, otra a Cartagena de Indias y la cuarta a Veracruz. El Galeón de Manila desembarcaba mercadería de Asia en Acapulco, que en mulas se transportaba hasta Veracruz, donde se custodiaba hasta la llegada de la Flota de Indias, que a su vez desembarcaba mercancías y enseres necesarios en aquellas tierras y cargaba la mercancía asiática. Luego, la Flota se reencontraba en La Habana y de allí regresaba a la Península, custodiada por varios navíos de guerra, circunstancia que aprovechaban embarcaciones y flotillas diversas para cruzar el océano al amparo de la gran Flota. En multitud de ocasiones, a la ida y a la vuelta, toda o parte de la Flota de Indias arribaba a puerto santacrucero. Fue el puerto de Santa Cruz refugio de la Flota de Indias, así como de barcos de la Real Compañía de Filipinas y de multitud de naves que cursaban el Atlántico durante los siglos XVI, XVII, XVIII y XIX.
 
Como lo fue el 30 de abril de 1657.
 
          En efecto, se han cumplido 362 años del ataque a Santa Cruz del que fue más corsario que almirante, el británico Robert Blake, con intención de apresar los barcos y la carga de la Flota de Indias refugiada en su rada, propósito que no alcanzó, pues fue vencido en un duro combate, en el que, por cierto, tuvo notable protagonismo el cañón Hércules.
 
          El acontecimiento tuvo lugar en el transcurso de la guerra anglo-española (una más de tantas sostenidas con aquellos) de 1655 a 1660. Por orden directa del fanático protestante Oliver Cromwell, Lord Protector de la Mancomunidad de Inglaterra, Escocia e Irlanda (16 de diciembre de 1653 al 3 de septiembre de 1658, sangriento paréntesis de la monarquía británica), Blake armó una poderosa escuadra con el propósito de hostigar y atacar a la Flota de Indias, y apresar sus barcos y su cuantiosa carga, así como atacar las costas españolas. Así, la mañana del 30 de abril de 1657 se avistó desde Santa Cruz la armada de 33 buques que asomaba sus velas con las más inicuas intenciones.
 
          Por entonces (desde el 25 de noviembre de 1649) era Gobernador y Capitán General de las Canarias, el aragonés don Alonso Dávila y Guzmán, recio y experimentado militar, que había combatido durante 20 años en los tercios viejos de la Infantería española, en Italia y Flandes, sumando victorias, alcanzando el grado de general de Artillería el de 2 de enero de 1646. Desde el 26 de febrero se hallaba fondeada en la bahía de Santa Cruz la Flota de Indias -al mando del general sevillano don Diego de Egüés y Beaumont-, cuya valiosísima carga, de diversas mercancías más diez millones de pesos en plata del Potosí, había sido bajada a tierra y puesta a buen recaudo. ¿Por qué se había tomado aquella resolución? Regresemos atrás en el tiempo.
 
          Aquella expedición de la Flota de Indias la formaban nueve mercantes y la escolta de dos galeones de guerra; la nave capitana Jesús María, donde navegaba Egües, y la almiranta La Concepción, donde lo hacía el almirante don José Centeno, segundo de la expedición. Había arribado al puerto chicharrero en febrero, procedente de La Habana -previa corta estancia en La Palma- con destino a Sevilla. Debían reparar el palo de mesana del Jesús María, que sufría una avería que dificultaba su maniobrabilidad. Dávila que conocía desde diciembre pasado la presencia de la enorme armada de Blake por el estrecho de Gibraltar y frente a la costa andaluza, advirtió de ello a Egües y le recomendó poner a salvo en tierra la valiosa carga, y aguardar las órdenes de S.M. Felipe IV. Pero le pudo más a Egües la impaciencia por regresar a la península que la prudencia, creyendo que, transcurridos ya varios meses, Blake navegaría por otros mares. Así que reemprendió la singladura el 26 de febrero. Afortunadamente, a las pocas millas un velero ligero enviado por Dávila pudo avisar a Egües de la presencia aún de la armada de Blake frente a las costas gaditanas, conocedor el inglés que a punto estaría de llegar aquella expedición de la Flota de Indias. Dadas las circunstancias, la flota española regresó al puerto santacrucero, donde arribó el 12 de marzo. Ante la posibilidad de que la flota de Blake atacase Santa Cruz y a los navíos que en su rada fondeaban, esta vez sí, Dávila y Egües acordaron desembarcar la valiosa carga y transportarla hasta San Cristóbal de La Laguna, alejada de la costa, donde podría custodiarse mejor. El traslado se llevó a cabo entre el 12 y 14 de marzo. El laborioso cometido lo emprendieron marineros de la Flota, pesqueros chicharreros, esforzados lugareños y los cocheros y arrieros de los que se pudo disponer. Decenas de viajes se dieron, dedicando un esfuerzo inmenso, dado el volumen y el peso del cargamento de nada menos nueve enormes galeones. De las 54 piezas de artillería que armaban los galeones de escolta, 26 se bajaron a tierra y se sumaron a las 73 piezas de costa, resultando 99 cañones la defensa de la Plaza.
 
          No había errado Dávila al prever el ataque inglés. Egües fue alertado en la madrugada del domingo 30 de abril de la aparición a unas tres leguas de tierra de una armada de 33 navíos con pabellón inglés, con mil quinientos cañones. Al instante, Egües y Centeno con la oficialidad y marinería embarcaron en sus naves para organizar la defensa. En la rada de Santa Cruz, además de los once buques de la Flota, se hallaban fondeados otros cinco, dos de armadores canarios y tres del comercio con las Indias. Avisado fue también Dávila, que se encontraba en La Laguna. Amaneciendo, ya se hallaba al frente de la defensa de Santa Cruz el Gobernador, al que acompañaba el maestre de campo don Cristóbal de Salazar y Frías, comandante del Tercio Principal de La Laguna, con diez mil hombres, que se posicionaron tras las murallas a ambos lados del castillo de San Cristóbal. Solo mil de aquellos campesinos disponían de arcabuces y trescientos de mosquetes, estos de más alcance; los demás se armaban de aperos y buenas trancas de madera.
 
          Y aquí aparece el cañón Hércules, que desde la plataforma alta del castillo principal, apuntaba su formidable corpachón de bronce de a 36, el de más alcance y calibre de toda la artillería española, hacia el enemigo. A pie del Hércules, presto aguardaba el alcaide, don Fernando Esteban de la Guerra y Ayala. A las nueve hizo fuego el Hércules, contestó Blake, y se emprendió un combate brutal entre la artillería de los buques ingleses y la del castillo de San Cristóbal, el de Paso Alto y baluartes españoles. Al poco del comienzo del combate, Blake ordenó al contralmirante Richard Stayner que con doce de sus galeones se acercara a la rada, con el fin de intentar apresar los barcos españoles.
 
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Óleo de Esteban Arriaga  (El Día)
 
         
          Entre tanto, los mercantes de la Flota de Indias sufrían un daño terrible, porque por su posición en la rada, resguardaban del fuego de costa a los barcos enemigos. Pero no todo fue favorable para Stayner. Los marineros españoles, desde la borda de sus barcos, emprendieron un cerrado fuego de mosquete y arcabuz contra los ingleses, causándoles muchas bajas. El estruendo de los cañonazos era ensordecedor y la atmósfera apestaba a pólvora quemada. Sobre las doce, Blake ordenó concentrar el fuego sobre los dos galeones de guerra españoles. A la vez los infantes y marinería de Stayner abordaban los mercantes, que los españoles defendían en inferioridad numérica. La lucha en los barcos era encarnizada, muriendo españoles e ingleses. En el galeón La Concepción ya eran menos los que se mantenían en pié que los caídos, y a punto de ser abordado, para evitar su captura, el valiente Centeno ordenó hundir el navío. Por dos ocasiones se intentó prender fuego al buque, mientras la tripulación lo abandonaba, errando en el empeño. Y cuando una tercera vez se armaba la mina a tal efecto, quiso el maldito destino que ésta fuese alcanzada por fuego inglés, reventando y volando el galeón con parte de la tripulación, la oficialidad y el mismo Centeno. Luego fue el galeón Jesús María el blanco principal del fuego corsario. Egües defendió con bravura la nave capitana durante cuatro horas, hasta que ésta fue encallada en la costa e incendiada para evitar que cayera en manos enemigas.
 
          Dávila decidió bombardear sobre los barcos españoles con el fin de hundirlos, porque al estar entre la costa y la armada de Blake, impedían que se le hiciera verdadero daño al inglés. Mientras las tripulaciones se tiraban al agua y nadaban hacia tierra bajo un terrible fuego cruzado, fueron hundidos uno tras otro los barcos de la Flota de Indias. Ahora, con buena visibilidad, la artillería española debía evitar a toda costa el desembarco británico. A partir de entonces, despejado el horizonte, sobre la flota enemiga cayó una rociada de rayos y centellas en forma de bolas de hierro candente desde los castillos de San Cristóbal y Paso Alto. Hércules, con su largo alcance y grueso calibre, destrozaba cascos y arboladura de los navíos de la Pérfida. El fuego español no cesaba y Blake, catalejo en mano, viendo tras los muros a miles de hombres dispuestos a vender muy caro un desembarco, ya atardeciendo, con muchas naves averiadas y muchos muertos sobre la borda, ordenó cesar el combate y abandonar las aguas tinerfeñas.
 
          España había perdido nueve buques, y muchos oficiales y marineros; en tierra, tres milicianos cayeron, alcanzados por el fuego inglés. No obstante, se evitó el robo de la carga tan valiosa y, sobre todo, el desembarco de la horda británica, cuyas consecuencias podían haber sido terribles. El Blake fue vencido en una batalla cruel, y por ello Felipe IV concedió la primera cabeza negra de león al escudo de Santa Cruz, en cuyo fondo marino han de estar los restos de aquellos galeones de la Flota de Indias y parte de su tripulación.
 
          La flota británica sufrió, según qué fuentes, entre 400 y 700 bajas, entre muertos y heridos, además de cuantiosas averías en las naves. El objetivo de Blake, por mandato de Cromwell, era apresar la plata de la Flota de Indias y tomar Santa Cruz, empresa en la que fracasó. El mensajero que avanzó la noticia a Londres falseó las cifras y omitió detalles que no dejaban bien al almirante, práctica muy británica, por cierto. Al poco de aquello, el corsario murió de escorbuto.
 
          He de destacar -que bien merece una placa al menos que recuerde su nombre- la heroicidad de una mujer, comparable a María Pita o Agustina de Aragón, y sin embargo olvidada, doña Hipólita Cibo de Sopranis e Hinojosa, joven de 18 años, esposa del alcaide De la Guerra y Ayala, quien negándose a refugiarse en La Laguna, durante toda la batalla permaneció en la plataforma alta del castillo de San Cristóbal, atendiendo y consolando a los heridos, además de acarrear barriles de pólvora hasta el cañón que lo precisara, mientras volaba sobre ella un frenético fuego enemigo.
 
         Recordemos y honremos como se merecen a aquellos héroes, nuestros compatriotas, vencedores de la batalla de Santa Cruz de 30 de abril de 1657.
 
 
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