Pura Márquez: sobre mujeres en la ciencia y el arte de la naturaleza

 
Por Fátima Hernández Martín  (Publicado en la página web de Museos de Tenerife el 23 de noviembre de 2018).
 
 
          Cuentan los eruditos que hay en ciertos artistas una necesidad intrínseca, propia de la inquietud del ser humano, por representar con asombrosa perfección las formas naturales presentes en el Planeta. Algo que ya, en el siglo XVII, fue nexo importante entre ciencia y arte, como se ponía de manifiesto en algunos comentarios de entonces “…la vida parece habitar en el arte…” (decía Cornelius de Bie al admirar los cuadros de Daniel Seghers) “…el pintor debe ser investigador de la naturaleza…” (exclamaba Samuel van Hoogstraten en relación a la ciencia -filosofía natural por entonces- a la que llamaba la hermana del arte). De hecho, en aquellos momentos (al inicio de la Revolución Científica) todo se hallaba imbricado, hasta tal extremo, que del pintor Gerrit Dou se decía “…sus creaciones difícilmente pueden distinguirse de la vida misma…” (Snyder, 2017).  Según el experto, B. J. Ford (1999), en el siglo XVIII, la ilustración naturalista se convirtió en sello distintivo de los libros de referencia, aunque ya se pudo vislumbrar -en etapas anteriores- destellos de inspiración realista en los que se fundó esta tradición.
 
          Una de las representantes más interesantes de la época fue María Sibylla Merianque; sentía fascinación por los relatos y los especímenes de aquellos que, lanzados a la aventura, contaban y traían objetos de sus últimos viajes a las Nuevas Tierras del siglo XVII, inspirándole a hacer sus propias exploraciones. Dice Muñoz Páez (2017) que María comenzó a realizar delicadas ilustraciones sobre tejido de seda, empleando tintes especiales y desarrollando técnicas novedosas con las que consiguió dibujos que no se borraban al lavar el tejido. De hecho, en 1675 apareció la primera colección de láminas (tres volúmenes) titulada Nuevo libro de flores, aunque no fue hasta 1679 cuando publicó la obra: La oruga, maravillosa transformación y extraña alimentación, animada por aficionados a la historia natural de aquel momento. Estudiosa de las colecciones que había en Amsterdam (procedentes de todos los rincones del mundo conocido por entonces), dicen que ella gustaba especialmente de escarabajos, mariposas y arañas (algunas de tamaño descomunal y colores deslumbrantes) traídos de las Indias Orientales y Occidentales. Esta fascinación le llevó a emprender un largo y costoso viaje a Surinam (Sudamérica) para continuar sus trabajos iconográficos, que tanto llegaron a impresionar al propio Linneo. Y como bien expresan algunos autores actuales, caso de Ben-Ari (1999), durante mucho tiempo, zoólogos, físicos o boticarios usaron la ilustración como complemento para identificar, analizar y clasificar plantas y animales y quizás, más que otra disciplina, la botánica dependió de dichas ilustraciones para su estudio (desarrollo), algo que hoy en día nos lleva a estar no solo agradecidos, también informados.
 
          Colectores, aficionados y artistas ayudaron a compartir conocimientos sobre la naturaleza que se iba descubriendo, lentamente, poco a poco, a ratos, en horas, a la luz cansina de velones o candiles, embarcados en añosos y angostos navíos durante meses de inhóspitas travesías hacia América o la India, bajo cobertizos en medio de intransitables malezas, soportando lluvias torrenciales y calores sofocantes; buscando, intuyendo, sabiendo, esbozando, trazando, pintando, coloreando…. La Edad de Oro de los ilustradores -aproximadamente desde 1740 hasta 1840- despertó el interés por conocer, clasificar y destacar nuevas especies y tuvo un momento máximo de esplendor, ralentizado en cierta manera por la profesionalización de la ciencia. Mucho más tarde, alrededor de 1970, inicia un resurgir que continúa hoy, y es que los ilustradores cumplen varios objetivos, es decir, exploran, descubren, educan o simplemente crean cosas bellas.
 
          Por eso, como homenaje a los que hicieron antaño y hacen ahora, con los delicados y originales trabajos de esta exposición, en la que colabora el Museo de Ciencias Naturales de Tenerife, podemos abrir los ojos y deleitarnos con la hermosa iconografía de la naturaleza, casi percibir exquisitos perfumes emanados de enclaves cercanos, aquí en las Islas, o lejanos, allá en Surinam o Jaipur; escuchar extraños murmullos, sonidos enigmáticos procedentes de las profundidades de bosques que encierran animales de ciclos biológicos complejos, como los que plasmaba de manera exagerada María Sybilla, parecer que tocásemos orugas de morfología aberrante y pigmentaria a la espera de convertirse en exóticas y bellas mariposas de formas cautivadoras; sentir en nuestra piel la humedad de espesuras con plétora de vegetación o degustar el néctar de plantas trepadoras a la búsqueda incesante del sol vivificador en junglas que aún conservan reductos ignotos…
 
          Es esa mezcla de la que hablábamos al principio, esa fusión extraña, inexplicable,  la que ha llevado a la artista -Pura Márquez- a sorprendernos con lo sugerente de las imágenes, interpretar matices, identificar coloraciones de tonalidades intensas que usa, a propósito, para hacernos intuir y luego obligarnos a buscar los detalles, en definitiva, a vincular lo artístico y lo bello con las identidades de una fauna y flora, hoy en día agredidas y necesitadas de más mimo y protección…como hizo María Sibylla Merian (1647-1717), aquella ilustradora a la que se rinde delicioso homenaje en esta muestra, cuya obra fue frontera entre el corpus imaginario de antaño y el avance hacia el realismo, una mujer que anhelaba descubrir el secreto de la naturaleza, las relaciones entre los distintos organismos, al tiempo que mostrarlo, una mujer -en definitiva- buscando, al igual que hace Pura Márquez con su producción, perpetuar el misterio de toda vida…
  
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