Maniobras de tanteo inglesas y el tiro por la culata

 
Por Jesús Villanueva Jiménez  (Publicado en El Periódico de Canarias.es el 19 de abril de 2018).
 
BARCO ESPAÑOL
 
 
          La madrugada del 18 de abril de 1797 -se cumplieron ayer 221 años-, las fragatas Terpsichore, armada con 34 cañones, y la Dido, de 40 bocas de fuego, comandada la expedición por el capitán Richar Bowen, por cierto, amigo personal de Nelson, apresó la fragata española Príncipe Fernando, en la misma rada de Santa Cruz.
 
          Las fragatas Príncipe Fernando y la San José (más conocida ésta como Princesa), ambas pertenecientes a la Compañía de Filipinas, habían arribado a puerto el 26 de enero, con un cargamento en oro, plata y mercadería diversa, valorado en un millón doscientos mil pesos, la primera, y seiscientos mil pesos, la segunda. Una carga inmensamente golosa para cualquier pirata, corsario, y para la mismísima Armada británica, más aún en aquellos tiempos en los que los reinos de España e Inglaterra estaban en guerra, belicismo que se daba en los mares océanos, fundamentalmente.
 
          Con buen criterio, el experimentado Comandante General de Canarias, Teniente General don Antonio Gutiérrez de Otero, ordenó el cierre del puerto y la descarga de la mercancía de ambos barcos a tierra, donde se puso a buen recaudo; asimismo dio orden a don Juan Jacinto Istueta, segundo piloto de la Princesa, que a bordo del bergantín Nuestra Señora de la Paz, del tráfico del Archipiélago, partiera a la península con el fin de informar a la autoridad de la Real Compañía del estado de los barcos y su valiosísima carga. Por lo tanto, cuando la madrugada del 18 los británicos, favorecidos por la oscuridad nocturna, lograron hacer presa y llevarse de la rada la Príncipe Fernando, hallaron muy huérfanas sus bodegas.
 
          A la una de la madrugada del 18 de abril, martes de Pascua de Resurrección, a un cuarto de milla de la rada santacrucera, desde las fragatas británicas se echaron seis botes al agua, en los que embarcaron ochenta hombres, entre marineros e infantes, armados con mosquetes, hachas y puñales, y pertrechados con garfios, cabos y escalas, al mando de un teniente. Los remos fueron forrados de lona, para amortiguar el sonido de las paladas. El mar en calma favoreció el avance de las lanchas. Alcanzaron primero la popa de la Princesa, y escucharon las voces animadas de varios hombres. El teniente ordenó dirigirse al otro buque, el Príncipe Fernando. En este, tres marineros hacían guardia, repartidos por cubierta, probablemente somnolientos. La acción británica fue rápida, pues cuando los españoles dieron la voz de alarma y dispararon a los enemigos que abordaban el barco, estos, en número muy superior, mataron a uno de los centinelas y apresaron a los otros dos. Cuando los catorce hombres de la tripulación, que no habían bajado a tierra y dormían a bordo, irrumpían en cubierta desde la bodega, sólo encontraron los mosquetes ingleses apuntándoles a la cara, dispuestos a acabar con la vida de quien moviera una pestaña.
 
          A los pocos minutos, al llegar a tierra el sonido de los disparos, se presentaron en el Castillo principal de San Cristóbal todos los oficiales residentes en la plaza y el propio general Gutiérrez, así como muchos vecinos armados que se reunieron frente al fuerte y en la playa de la Alameda. La luz de los destellos del fuego de fusil, que desde la Princesa ya se hacía sobre las lanchas inglesas y sobre la fragata apresada que abandonaba la rada, permitió vislumbrar algo desde las almenas del castillo. Pero fue al hacer la Princesa fuego de cañón, cuando la luz que despidió el fogonazo permitió ver desde la costa lo que verdaderamente estaba sucediendo. De inmediato, la artillería del Castillo de San Cristóbal hizo fuego sobre el barco apresado -mejor hundido que en manos enemigas-, y sobre las fragatas inglesas que más allá se descubrieron. Dos horas se mantuvo el fuego sobre los ingleses y la fragata apresada, pero éstas se beneficiaron de la brisa del norte que se levantó al alba, y huyeron con su presa. La fragata Príncipe Fernando se perdió en la distancia.
 
          No fue el simple robo de un barco lo que aquella acción pretendió. Aquel suceso formaba parte del plan británico para tantear las defensas españolas del principal puerto y baluarte de Canarias, sede de la Capitanía General -mas si se ganaba un barco para la Royal Navy, mejor que mejor-, cuando ya se urdía el asalto a Santa Cruz, que se llevó a cabo en julio de 1797. Como lo fue el acercamiento a puerto, el 27 de mayo, de otras dos fragatas británicas, la Minerva y la Lively, al mando del capitán Benjamin Hallowell. Desde una de ellas se echó al agua una chalupa con bandera blanca para parlamentar, con absurdas pretensiones, mientras desde los buques enemigos, catalejo al ojo, a la luz del día, se estudiaron las baterías de costa. Misma expedición que apresó, también en la rada chicharrera, la madrugada del 28, la corbeta francesa La Mutine. El resultado favorable de aquellas maniobras de tanteo, de observancia de las defensas españolas y de su reacción a un ataque, confundieron a Nelson, engañaron su soberbia. Sin embargo, alertaron más a Gutiérrez, que no tuvo la menor duda del inminente asalto británico que se estaba fraguando. El contralmirante creyó a Santa Cruz una plaza escasamente preparada para el combate. Aquel exceso de confianza -además de otros factores de mérito español-, apenas dos meses después, le costó al británico engreído el brazo derecho y media tripulación (la vida al capitán Bowen), en aquella derrota estrepitosa que sufrió a manos de un pueblo tinerfeño que, en inferioridad de condiciones, supo defender su Patria, su honor y su dignidad, al mando de un viejo sabio general español.
 
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