Tenerife y sus seis satélites. 130 años del libro de Olivia Stone

 
Por José Manuel Ledesma Alonso  (Publicado en La Opinión el 2 de julio de 2017). 
 
 
 
          Olivia Mary Stone, (1856-1898)  irlandesa, residente en Londres, de la que no se sabe nada de su biografía ya que al tomar el apellido de su marido todo rastro anterior quedó oculto, arribó al puerto de Santa Cruz de Tenerife, el 5 de septiembre de 1883, a bordo del Panamá, barco procedente del puerto de Le Havre. Le acompañaba su esposo, John Harris Stone, fotógrafo londinense, con el que recorrió el Archipiélago Canario, deteniéndose en cada uno de los parajes que visitaba para dialogar con la gente del pueblo y obtener autenticidad de sus comentarios. Durante los seis meses que permaneció en el Archipiélago, vivió en Hotel Turnbull del Puerto la Cruz, desde donde se desplazaba a todas las Islas.
 
          Su libro Tenerife y sus seis Satélites, publicado en Londres en 1887, constituye el mejor retrato de la sociedad isleña de finales del XIX, pues describe a la Isla como centro de atracción del Archipiélago, ya que desde el Teide, el gigante de las alturas, se aprecia el resto de las islas como auténticos satélites en torno a él.
 
          Su obra fue una perfecta guía propagandística para Tenerife, no solo por la narración sino por la gran cantidad de dibujos y fotografías que contiene. El apéndice incluía las líneas de vapores que tocaban los puertos insulares, con sus respectivos precios, número de barcos entrados, temperaturas, etc.
 
          En el momento de la partida, ante los elogios recibidos por la prensa tinerfeña, contestó: “Siempre les recordaremos como nos parecieron a nosotros, verdaderas Islas Felices, lo más parecido a un Paraíso Terrenal”.
 
 
Capítulo 1.- Llegada a Santa Cruz de Tenerife
 
          La zona desde la Punta de Anaga hasta la capital, es una masa convulsa de montañas volcánicas con sus perfiles desiguales y dentados, elevando sus crestas salvajes en el cielo azul de una forma a la vez grandiosa, hermosa y sobrecogedora. Los valles que se ocultan en estos parajes solitarios, regados por el rocío de la montaña y calentados por un sol subtropical, deben ser rincones solitarios para disfrutar y en los que esperamos penetrar.
 
          La vista desde la bahía es muy bonita. La ciudad sube por la montaña que se eleva inmediatamente desde la orilla del mar. La belleza del paisaje radica, sobre todo, en la ancha y extensa curva que la bahía dibuja hacia el lado oeste de las montañas de Anaga, donde el mar rompe en la playa oscura, realzada claramente por la espuma. En aquel aire transparente, las torres de las dos iglesias principales destacaban claramente sobre las casas. 
 
          Las aguas tranquilas del fondeadero, aún con algo de mar de fondo, sobre cuya superficie flotan barcos de diversas formas y nacionalidades, y los pequeños botes del desembarcadero, logran una atmósfera de actividad en todo el muelle y todo conforma una escena plácida y agradable.
 
          Poco después de las 5 p.m. echamos el ancla en el fondeadero de Santa Cruz. Había un ligero mar de fondo que, aunque afectaba poco al Panamá, mecía a los pequeños botes que circundaban a su alrededor, entrechocándolos y zarandeándolos de modo muy sorprendente para los que desconocíamos lo agitados que pueden estar los mares en estas latitudes.
 
          Los inspectores de sanidad, bien uniformados, se acercaron al lateral del barco en un elegante bote. Tras recibir el permiso de sanidad pronto subieron a bordo unos canarios atractivos y descalzos que vendían cigarros puros.
 
          La cena fue servida en cuanto se echó el ancla, así es que nos quedamos a cenar y bajamos a tierra al atardecer. El posponer nuestro desembarco nos costó caro ya que tuvimos que pagar el doble por las lanchas y el transporte del equipaje. Tuvimos que dedicar toda nuestra atención a saltar al bote, cuando éste estuviese en lo alto de la ola. El hombre que iba al timón era increíblemente atractivo, moreno, y apuesto; sin embargo, los cuatro marineros, flacos y enjutos, remaban como si estuvieran dominados por un exceso de energía. En unos cuantos minutos alcanzamos el muelle. Toda la ciudad estaba iluminada. Casi sofocados por un calor al que no estábamos acostumbrados, llegamos caminando hasta el Hotel Camacho. Nuestro equipaje venía detrás en un carro largo y estrecho, como si fuera un doble ataúd sobre ruedas, tirado por una mula. 
Camellos por la calle Custom
 
Camellos por la calle
 
 
          Tras un corto paseo por la ciudad, nos recogimos muy contentos de poder volver a dormir sin sentir que todo se balanceaba. Nuestras camas estaban rodeadas de mosquiteros y sólo nos cubrimos con la sábana, aunque hasta eso casi no hacía falta para abrigarnos. Mientras disfrutábamos de nuestro primer sueño, tanto éste como la tranquilidad fueron interrumpidos por un grito fuerte, y no sin cierta musicalidad, emitido en la calle: Ha dado la una, y sereno. A los vigilantes de Santa Cruz se les conoce oficialmente con el nombre de “serenos”.
 
          Por la mañana tardamos un tiempo descomunal en vestirnos debido a los sonidos e imágenes existentes en la calle y que nos obligaban a acercarnos a la ventana. Un hombre que conducía una pareja de bueyes con una soga atada a los cuernos para guiarlos, los pinchaba con una vara para que aceleraran el paso. Señoras vestidas de negro, con la atractiva mantilla y abanico, se deslizaban por el lado sombreado de la calle, de camino a los maitines: el ejercicio diario, y casi único, de las mujeres españolas. Nos sorprendemos al ver, en este clima, que los sombreros son de fieltro, redondos, negros y de ala ancha. El traje de las mujeres sólo se distingue por un sobretodo, atado sobre la cabeza y cayendo por la espalda, protegiendo así la nuca del sol. Sobre la cabeza lucen un pequeño sombrero redondo de paja. Los niños van descalzos y sólo llevan una camisa corta y suelta. Los hombres suelen llevar pantalones negros y camisa blanca, con un pañuelo o cualquier trapo ciñendo la cintura.
 
          Antes del desayuno, paseamos por el muelle que se encuentra justo frente al hotel y que es el principal centro de atracción de Santa Cruz. El dique penetra en el mar formando un ángulo recto con la playa. El rompeolas proporciona protección suficiente para que los pequeños botes puedan desembarcar en él. 
 
          Al principio del dique existe un pequeño mercado de pescado, con mostradores de mármol y las paredes y suelos embaldosados. Un cura compraba pescado salado al otro extremo del dique ya que el mercado sólo vende pescado fresco. En otro punto del dique, una mujer vendía vasijas y ollas de barro de diferentes formas.
 
          La locomotora Añaza  transportaba las piedras necesarias para completar el dique. Tres camellos están arrodillados pacientemente al final del dique a la espera de su pesada carga. Las campanillas que cuelgan de sus cuellos avisan a los peatones de su presencia ya que los silenciosos pasos de sus acolchadas pezuñas no se oyen.
 
          El desayuno nos lo sirvieron a las nueve y, a las 10:30, salimos a la calle. El termómetro marcaba 80ºF (26,6ºC) a la sombra. Torciendo a la derecha llegamos a la plaza de la Constitución, un espacio abierto rodeado de casas. Entre sus losas de mármol, crecen tantas plantas que, dentro de poco, las acabarán separando si antes no las arrancan. En la parte baja de la plaza hay un monumento erigido por los españoles para conmemorar su victoria sobre los guanches.. Está formado por una columna de mármol de Carrara, coronada por una Virgen y el Niño. En la base aparecen cuatro figuras de tamaño natural de los reyes traidores mirando hacia arriba. Bajo los reyes hay cuatro querubines.
 
1839 - Monumento a la Candelaria Custom
1839. Monumento a la Candelaria
 
 
          Continuando nuestro periplo, llegamos a la iglesia de la Concepción, situada cerca del barranco, en una zona pobre de la ciudad. A esta iglesia acuden más ingleses que a cualquier otra de las Islas Canarias. El motivo de esta atención es que allí se guardan las banderas de Nelson. La isla de Tenerife y la ciudad de Santa Cruz se enorgullecen del honor de haber derrotado al invencible Nelson, causándole la pérdida de un brazo. Es verdad. El mismo Nelson, en una carta al gobernador de la ciudad, firmando por primera vez con su mano izquierda, reconoce la valentía de los habitantes y su cortesía posteriormente demostrada. Las banderas, sin embargo, el punto que más nos duele a nosotros y que les encanta a ellos, no fueron tomadas sino halladas. Se encuentran cuidadosamente guardadas en dos largas vitrinas, en una capilla lateral de la iglesia, en un rincón oscuro que casi no se pueden ver. La iglesia contiene otro elemento de interés, una pequeña capilla de madera -Capilla de San Matías, panteón de la familia Carta- totalmente tallada que se encuentra entrando por una puerta a la derecha del altar.
 
Banderas Inglesas Custom
 
Banderas inglesas
 
         
          Al salir de la iglesia cruzamos el puente del Cabo, sostenido por columnas enormes sobre lo que en la actualidad es un cauce completamente seco. La última vez que corrió agua por este barranco se llevó el puente. Junto a la otra orilla del barranco se encuentra el Hospital. Es un edificio de buen tamaño al que le están añadiendo secciones y renovando la parte antigua. Parte del ala nueva está destinada a manicomio. Además de ser hospital, el edificio es también orfanato y asilo. La Hermanas de la Caridad se ocupan de los enfermos y niños abandonados.
 
          Por la tarde caminamos hasta la zona norte de la ciudad, visitando de camino la iglesia de San Francisco, que está situada sobre una pequeña elevación en el centro de la ciudad. No se encuentra aislada sino adosada a un enorme edificio en el que están ubicados el museo y un colegio para niños. Saliendo de la iglesia, continuamos nuestro paseo bajando por una calle larga y estrecha, paralela al mar.
Todas las calles de la ciudad están pavimentadas con guijarros y se encuentran en bastantes buenas condiciones. Las casas, con numerosos balcones, tienen sus paredes exteriores enjalbegadas de distintos colores y, con frecuencia, tienen grandes cruces de madera colgadas, algunas hasta con seis pies de alto (1.80 m.).
 
          Muchas casas tienen tejados planos, con un pretil o baranda, donde se instalan los moradores al atardecer. Las escaleras exteriores, generalmente pintadas de verde, conducen hasta las azoteas y miradores, torres cuadradas que se utilizan como atalayas, salones para fumar y, sobre todo, para cotillear. Los tejados de las casas sobresalen dos o tres pies (de 69 a 91 cm.) y los aleros están formados por tres hileras de tejas. 
 
          Uno de los elementos más característicos de las casas son los postigos. Cada ventana tiene contraventanas exteriores, verdes, y en la mitad inferior tienen dos piezas de madera abatibles, como trampillas con bisagras superiores. Cuando uno pasa a lo largo de los que aparentemente es una calle silenciosa y desierta, estas trampillas o postigos se van abriendo lentamente, una tras otra, hacia fuera y un rostro lleno de curiosidad, a veces atractivo, con cabellos y tez oscuros, se asoma por él. Un cierto interés invade a la señora o señorita al ver que somos extranjeros, aunque no tanto aquí como en otras partes ya que este puerto ve más extranjeros en una semana que el resto de la Isla en todo un año. En las casas más pobres las puertas están abiertas y toda la familia se congrega en el quicio cuando pasamos cerca.
 
          La gente cocina en pequeños braseros de cerámica isleña o de hierro, de fabricación extranjera; lo hacen enfrente de la puerta. Parece que la gente tiene poco que hacer o no quiere hacer nada. En la población se percibe la despreocupación de aceptar lo que venga, sin preocuparse de nada, algo que, con certeza, hará que sus rostros se conserven lisos y sin arrugas.
 
          Llegamos a la carretera que conduce al fuerte de San Miguel (actual Club Náutico). Desde aquí se obtiene una buena panorámica de la bahía y de la línea norte de la costa. El pequeño rompeolas se encuentra a nuestra derecha y algunos barcos y botes fondeados se mecían sobre las aguas. A nuestros pies había una playa de guijarros volcánicos grises sobre la que se extendían unas largas redes de pesca.
 
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