Los callaos de San Sebastián (Relatos del ayer - 5)

 
Por Jesús Villanueva Jiménez  (Publicado en la Revista NT de Binter en su número de octubre de 2016) 
 
 
           Amanecía soleado el sábado 30 de mayo de 1744, cuando tres buques de guerra con pabellón francés -aliados de España, pues- se acercaban a la bahía de la Villa de San Sebastián de La Gomera. Listo como era don Diego Bueno de Acosta, capitán comandante de la Isla, desconfió de aquellos pabellones y mandó urgente aviso a los jefes de la Milicia, para que se presentaran de inmediato en la capital. Esa tarde llegaron los de Hermigua, y al amanecer del día siguiente, luego de toda una noche de marcha, los de Alajeró, Valle Gran Rey, Vallehermoso, Chipude y Agulo. Entre tanto, los artilleros del baluarte del Buen Paso permanecían al pie de sus tres cañones, y los del  Castillo Grande al de sus nueve bocas de fuego.
 
          Cuánto acierto el de don Diego, porque al poco de fondear los navíos en la rada, a las 14’00 h del 31, trocaron raudos el pabellón francés por el inglés. ¡Ah, traidores los de la Pérfida Albión!, que, descubierto el engaño, de inmediato hacían fuego contra el pueblo y los castillos. Rápida respondió a su vez la artillería española, que hasta el atardecer mantuvo el combate, cuando ya el terrible fuego enemigo había matado a tres lugareños. 
 
          A la mañana siguiente, un mensajero inglés, portando bandera blanca, entregó una carta del comandante de la escuadra, un tal capitán Windon. En ella, ufano el más pirata que marino, ofendía exigiendo la rendición incondicional de la plaza y el abastecimiento de cantidades ingentes de provisiones. No dudó don Diego su contestación: “Si guardan vuestras mercedes suficiente valor, vénganse a tierra a por sus pretensiones, que en la playa les esperamos, que morir por la Patria sabremos, y más si lo hacemos matando ingleses”. Tan encabritado como confiado, Windon ordenó echar al mar una docena de lanchas, hasta los topes de marinería e infantes de marina armados hasta los dientes, dispuestos a tomar el pueblo, para luego invadir la isla. Desde el castillo principal, los soldados no cesaban de hacer fuego de fusilería contra las lanchas, y desde la playa los pocos milicianos que disponían de mosquetes disparaban a las huestes de desembarco. “¡Fuego contra el invasor, mis gomeros, mis españoles!”, bramaba el comandante de la Isla Colombina. 
 
          Fue entonces, a pocas paladas de tomar tierra las primeras chalupas, cuando saltaron a la playa los milicianos, los pescadores, los hombres y mujeres de San Sebastián, enarbolando sobre sus cabezas rozaderas, machetes, cuchillos y garrotes, enardecidos por don Diego, al frente de su ejército de campesinos. Y todos a una, bramando con ardor, echaron mano de callaos y de fuerza y de valor, y contra el invasor llovió, una tras otra, andanadas de pétreos proyectiles, que hicieron huir a los ingleses a sus barcos con muchas cabezas rotas, y a la escuadra entera, con más de una jarcia y mástiles maltrechos, dejar atrás, con el rabo entre las patas, la isla de La Gomera. 
 
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