San Carlos (Retales de la Historia - 272)

 
Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 10 de julio de 2016)
 
 
 
          Desde la llegada de los castellanos a las playas de Añazo se sabe de un asilo, hospicio o albergue de acogida, de corta capacidad, no más de cuatro o cinco camas atendidas por religiosos, situado en la zona del Cabo. Es posible que aquella mínima instalación benéfica sirviera de base al general Miguel de la Grúa Talamanca, marqués de Branciforte, para fundar en el mismo lugar el Hospicio de San Carlos, instituido el 20 de enero de 1785, establecimiento y fundación certificados por el secretario de su administración Gaspar de Fuentes. Branciforte logró reunir 246.160 reales en limosnas que permitieron la fundación, con la sana intención de que los acogidos realizaran trabajos manuales o artesanales con cuyo producto se ayudara al sostenimiento de la institución. Pero una cosa eran los buenos deseos y otra muy distinta la cotidiana realidad de los hechos.
 
          Cuando apenas habían transcurrido cinco años el Hospicio estaba en franca decadencia por la falta de rentabilidad de la  producción de los asilados, por lo que se planteó trasladarlo a la ciudad de Canaria o establecer un montepío. Se acordó recabar información de comerciantes con experiencia “sobre la clase de trabajos que deben hacer los hospicianos para ayudar a su manutención”, conviniendo que el producto de estos trabajos debía ser de fácil venta y utilidad. Se sugirió que por el movimiento que generaban sus puertos, “el de Canaria la pesca del salado y en Santa Cruz el tráfico con América y los puertos del Norte” -es decir, de Europa-, sería interesante la confección de velámenes y aparejos que eran de continuo uso. 
 
          Sin entrar en consideraciones de lo reflejado en el texto sobre las diferencias en la actividad de los dos principales puertos canarios, ocurrió que  se encendieron las alarmas y, en consecuencia, el mes de julio de 1790 se reunió en casa del alcalde Nicolás González Sopranis un grupo de los más relevantes vecinos de Santa Cruz -Juan Btª Casalon, Luis Pellicer, Domingo Perdomo, Pedro Forstall, Roberto Herrera, Ricardo Madan, Tomás Zubieta, Francisco Dugi, Diego Falcón, Francisco Tolosa, Ángel Benvenuti, Carlos Rooney y Felipe Carlos Piar- y decidieron consultar con el general marqués de Branciforte, “a cuyo cargo se haya el manejo de dho. Hospicio”, se decía, y pedirle aclaración sobre el objeto del pretendido montepío.
 
          Santa Cruz comenzaba a tomarse en serio el peso de su representatividad en el concierto insular y tenía vecinos que no dudaban en plantear y defender sus logros. A pesar de que en las dos últimas décadas de siglo se habían padecido graves epidemias de fiebre amarilla y viruelas, con la baja de casi un millar de ciudadanos fallecidos, en 1790 se contabilizaba una población de 3.366 varones –incluidos 334 de tropa- y 3.835 hembras, lo que hacían 7.201 almas. Pero la falta de recursos era total, si no se recurría a los Propios Generales de la Isla para cubrir las más elementales necesidades, puesto que no siempre era posible atenderlas con limosnas, donativos o legados de particulares. Y de la situación queda constancia cuando se dice expresamente que ya “algunos han suprimido su contribución al Hospicio de San Carlos para recoger pobres.”
 
          No quedaba más remedio que reducir gastos y para ello se trasladaron los asilados a una casa de la plaza de la Iglesia, propiedad del presbítero Carlos Bignoni Logman, cuya trasera daba al barranquillo del Aceite, alquilada por orden del comandante general José Perlasca a razón de 140 pesos al año. Además, como había que sacarle rentabilidad al edificio de San Carlos, se alquiló como cuartel al ramo de Guerra con evidente ventaja para las finanzas del Hospicio, de tal forma que desde septiembre de 1799 a diciembre de 1800 los ingresos fueron de 53.257 reales frente a 11.436 de gastos, con saldo de 41.821 reales a favor del Hospicio. Se encontraban por entonces asilados dos hombres y veintiséis mujeres.
 
          La nueva sede del hospicio sirvió de lazareto en la epidemia de fiebre amarilla de 1810-11, administrado por el castellano de San Cristóbal José de Monteverde, y con el patrocinio del Cabildo al que se pidió, restituida la normalidad sanitaria, que continuara cubriendo los gastos. Pero no fue así y todo recayó en el Ayuntamiento y, sin medios ni propios que dedicarle, llegó el hospicio a una gran decadencia, a pesar de los esfuerzos por agenciar recursos. En 1813 la tropa que ocupaba el Hospicio utilizaba su huerta para realizar ejercicios y se cayó en la cuenta de que dicho espacio no estaba incluido en el contrato de arrendamiento. Inmediatamente se pidió al comandante general Rodríguez de la Buria que cerrara los accesos, pues el cultivo de la huerta sería una apreciable ayuda para los asilados. El general contestó que necesitaba la huerta para los ejercicios militares, pero que aceptaba pagar una justa renta por su uso.
 
          El problema terminó cuando en 1849 se vendió el Hospicio para cuartel a la Real Hacienda en 81.736 reales, importe que se dedicó a la construcción del nuevo Teatro. 
 
- - - - - - - - - - - - - - - - - - -