A sablazos a la pata coja (Relatos del ayer - 2)

 
Por Jesús Villanueva Jiménez  Publicado en la revista NT de Binter en su número de Julio de 2016.
 
 
           Sordo y cojo de nacimiento, el joven Matías no pudo unirse -no le dejaron- a la defensa de Santa Cruz, cuando aquel 22 de julio de 1797, en un segundo intento, las huestes británicas, al mando de un tal contralmirante Nelson, desembarcaron por la playa del Bufadero, para tomar la cumbre de Paso Alto, de la que fueron expulsados por los defensores isleños, viéndose obligados a reembarcar. Pero cuando en la madrugada del 25 los ingleses desembarcaron en tromba por la playa de la Alameda y la Caleta de Blas Díaz, Matías no dudó en salir de su casa, desestimando las súplicas de su anciana madre, blandiendo la vieja espada del abuelo, para unirse a la lucha que ya sostenían en las calles los campesinos de las Milicias Provinciales y, de forma determinante, los del Batallón de Infantería de Canarias, contra el invasor. 
 
          Cesado el fuego de la artillería de costa, que tanto daño hizo al enemigo durante el desembarco -llegando a hundir un cúter y a herir de gravedad a Nelson-, principalmente la de los castillos de San Cristóbal y Paso Alto y la de las baterías de El Rosario y San Pedro. No pudo Matías oír el estruendo de la batalla, pero sí sentir en el pecho el impacto invisible de las ondas de cada cañonazo, un instante después del resplandor del fuego en la noche oscura. A trompicones, apoyándose en la muleta, empuñando con ardor el herrumbroso acero, avanzó calle del Castillo abajo el valiente chicharrero. Apestaba la atmósfera a pólvora quemada. En su avance, vio el fulgor de disparos de mosquete en la ya cercana plaza de la Pila. Y fue entonces, acelerando la marcha todo lo que le permitía su impedimento, entrando en la plaza, cuando se dio de bruces con un grupo de ingleses que corrían perseguidos por un destacamento del Batallón y lugareños unidos a la lucha. Luego del batacazo, como una peonza, tratando de no caer, giró Matías sobre su pie bueno, endiñando sablazos y muletazos a diestro y siniestro, ante la perplejidad de los británicos, que alcanzados por sus perseguidores fueron hechos prisioneros. 
 
          No cabía en sí de gozo Matías, ya el sol sobre Santa Cruz, cuando el mismo teniente coronel Guinther, comandante del Batallón, le felicitaba por su arrojo en el combate. “Acaban de firmar la capitulación el general Gutiérrez y el comisionado inglés, el capitán Hood”, le explicaba Guinther, palmeándole la espalda. El pueblo se había congregado frente al castillo Principal, gritando vítores a España, festejando la Victoria, la Gesta alcanzada. Matías estaba exultante, pensando que, quizá, luego de su hazaña, su amada Candelaria se fijase al fin en él. 
 
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