La vaca Candela (Relatos gastronómicos - 9)

 
Por Jesús Villanueva Jiménez  (Publicado en el número 14 de la revista Mesa Abierta (abril de 2016).
 
 
 
          Jamás pensé que aprendería a leer, y mucho menos a escribir, y aún menos que lograría contar una historia como la que hoy estoy narrando a vuestra merced o a vuestras mercedes, que no sé si seréis una, dos o tres las amables personas que lean estas letras. Sea pues cómo sea, osado como soy, y agradecido a Dios Nuestro Señor por esta gracia, comienzo mi narración:
 
          Corría el caluroso julio de 1797. Mi padre Salvador, mi madre María, mis hermanos Mateo y Martita y un servidor, Salvador, como mi padre, que por algo soy el primogénito, vivíamos felices en lo más profundo del barranco que se abría en Valleseco, entre las escarpadas moles rocosas de Paso Alto y la Mesa del Ramonal, en la Plaza y Puerto de Santa Cruz de Tenerife -al poco, Santa Cruz de Santiago, fruto de la grandiosa Gesta victoriosa alcanzada contra los ingleses el día del patrón de las Españas de ese mismo julio-. Habitábamos la familia una cueva que mi padre había cerrado con piedras, que hasta contaba con una puerta de madera. De aquella cueva nuestra madre hizo un hogar acogedor. De las chapuzas que hacía nuestro padre, cuando no le salía trabajo de peón en alguna obra, o de carga en el muelle o donde fuere menester, algunos reales entraban en casa cada mes. Pero no eran esos reales más que una ayudita siempre bienvenida. Era Candela quien, ciertamente, proporcionaba a la familia el sustento. Candela, nuestra vaca lechera. Daba Candela tan buena y abundante leche cada día, que del fruto de su abultada ubre nos alimentábamos los cinco, además de la que mi madre apartaba para hacer un queso sabrosísimo, más la que vendíamos casa por casa a una docena de familias, tan leales como satisfechos clientes. Del queso, un tercio quedaba en casa y el resto nos lo compraba la buena de la señora Carmita, la dueña de la taberna de La Luna, que estaba y sigue estando en la calle de Las Tiendas.
 
          Mucho apreciábamos a Candela -que no sé cómo llegó a nuestras vidas, ahora que lo pienso- y ella a nosotros, que bien que lo demostraba meneando la cabeza de uno a otro lado cada vez que mi madre o mi padre la ordeñaban. Y cuando mi Martita, a sus tres añitos, se le acercaba a la cara y le acariciaba el hocico rosado con sus manitas, Candela se quedaba tan quietita que parecía haberse convertido en estatua. Éramos felices, le decía a vuestra merced, hasta que aquel 22 de julio, a poco de cumplir yo mis trece años, sucedió lo que sucedió. Ya estaba Santa Cruz en pie de guerra, desde que en la mañana, apenas asomaba el sol, los viles ingleses trataron de desembarcar por la vecina playa del Bufadero, siendo rechazados por el fuego del castillo de Paso Alto, al ser descubiertos por una paisana que venía de San Andrés, por cierto, amiga de mi madre. Pero, corajudos los ingleses, hete aquí que volvieron más dispuestos al medio día, a tan pleno sol que quebraba las piedras. Vararon sus lanchas en la playa los enemigos y entraron por tierra dicen que casi mil. Mas cuál fue la sorpresa de los bárbaros, cuándo se encontraron con los soldados del Batallón de Infantería y campesinos de milicias que nuestro general Gutiérrez había dispuesto en número de doscientos, anticipándose con tan buen juicio, a lo largo de la cumbre de Paso Alto, cortando el paso a los invasores en su camino al pueblo. Y en esto que los ingleses se parapetaron en lo alto de la Mesa del Ramonal, y a tiros de mosquete se liaron nuestros valientes con aquellos canallas. Y aquí comenzó nuestra tragedia, la que quiero contaros a vuestra merced. Imagínese, a una centena de pasos de nuestra casa, los estruendos y los fogonazos y los plomos volando por el aire de una parte a otra del valle; plomo y hierro, que también disparos de cañones violentos se hicieron esa mañana. Y gritos de unos contra otros, que los nuestros soltaron por esas bocas todas las injurias que jamás antes alcancé a escuchar. Y aquellos enemigos lo mismo de lo mismo, salvo que, como lo hacían en extranjero, por muy malasangre que nos llamaran, yo no entendí ni mu. Y en la cueva los cinco apretaítos: mi madre rezando, los dos pequeños llorando y mi padre con un ojo en la familia y otro en la vaca. El caso es, volviendo a nuestra tragedia, que aunque bien que ató mi padre la vaca a una estaca, entre los tablones del establo, que era su hogar, la pobre Candela, asustada de tanto estallido y alboroto, arrancó la estaca, rompió la empalizada y se fue, despavorida, camino de la playa, con las moscas de siempre detrás. Mi padre salió corriendo tras de ella, con tan mala pata, nunca mejor dicho, que metió mal metío un pie entre dos piedras, haciéndosele el tobillo un estropicio, yéndose de bruces contra el suelo. Así que un servidor, el segundo hombre de la casa, salí detrás de la vaca, a pesar de los gritos de mi madre en contra de mi osadía.
 
          Al fin se paró Candela a mitad del valle. Yo me agazapé tras un matorral más seco que la mojama, mirando a la vaca, a ver si ella volvía la vista y hacía caso a mi llamada. Mas no hacía ella otra cosa que mirar al mar. Alcé los ojos hacia las cumbres de uno y otro lado, cuando el fuego hacía un rato que había cesado, pensando en correr hasta Candela, agarrarla por la cuerda que llevaba al cuello y llevarla de regreso a casa. Idea que abandoné cuando vi descender entre los peñascos a seis o siete enemigos, que señalaban una charca de agua estancada paraíso de mosquitos, a dos pasos de donde Candela parecía meditar sobre lo humano y lo divino. Fue entonces cuando un inglés de casaca negra -tan negra como su alma- se acercó a nuestra querida Candela, la miró como quien mira una aparición demoníaca, luego apuntó el bellaco su pistola a la cabeza del animalito y, visto y no visto, le pegó un tiro mortal. Y allí quedó tendida la vaca y el sustento de la familia. ¿Qué daño haría la inocente vaca al pérfido inglés? Me pregunté entonces y hoy me sigo preguntando. Yo lloré a moco tendido al ver a nuestra querida Candela yacer en el suelo sin vida, con los ojos abiertos como platos, que parecía estar despidiéndose de este mundo cruel. Y más lloraron mis hermanos y madre y padre, aunque padre creo que lloró, además de por Candela, por lo mucho que le dolía el tobillo escacharrao, y también de impotencia e indignación.
 
          Ahora habrá comprendido vuestra merced, o vuestras mercedes, que cumplidos los dieciséis, hombre como ya soy, haya tenido a bien dar a conocer a cuantos lectores amables, tantos como Dios Nuestro Señor quisiera concederme, aquel hecho desgraciado que llevó a mi familia a la más triste de las miserias. Miseria de la que nos recuperamos, gracias a… Mejor será dejar este capítulo de nuestra historia para una próxima ocasión, pues mucho tiempo os he robado ya, y tanto que os lo agradezco.
 
          En Santa Cruz de Santiago, a 30 de abril de 1803.
 
         Su más seguro y atento servidor.
 
         Salvador Jiménez Villadiego 
 
 
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