Enamorados y los garbanzos con bacalao (Relatos gastronómicos - 8)

 
Por Jesús Villanueva Jiménez  (Publicado en el número 13 -marzo de 2016- de la revista Mesa Abierta.
 
 
          Entré en Cafetería Lepanto después de treinta y dos años de tomarme en ella el último café. No aprecié cambio alguno en el local. Aquella decoración de finales del siglo XIX siempre me recordó al café donde se desarrollaban algunas venturas y más desventuras de los personajes de La Colmena, magnífica obra del difunto don Camilo. ¡Qué bien se llevó al cine esa novela! Rara excepción, por cierto. 
 
          Busqué con la mirada a Amelia y no la vi. Luego miré hacia la mesa del rincón donde solía sentarme. Estaba libre. Aceleré el paso cuando observé que una joven pareja se dirigía hacia allí, señalando el lugar, con la clara intención de ocuparlo. Por dos zancadas llegué antes que ellos y tomé posesión de mi castillo. Mala cara me puso el mozuelo, que algo fue a espetarme cuando la muchacha le indicó, con gesto autoritario, que no lo hiciera. Bien me cayó la chica. Bien, hasta que le escuché decir al maromo: “Deja al hombre, Luis, que son manías de viejo”. ¡La madre que la parió, manías de viejo! Hoy en día no es viejo un hombre de… sesenta y siete años. ¡Puñeta, cómo pasa el tiempo! 
 
          Desde mi rincón observé a gente entrar denotando prisas, e ir ocupando las mesas hasta no quedar ni una libre. ¡Qué suerte tuve! Al mirar el reloj comprendí el motivo. Las 13’35, hora de comer para los empleados de las oficinas del gran edificio que se había construido frente a Lepanto hacía diez años, según me contó el vendedor de la ONCE de la esquina. De pronto, la atmósfera del salón se inundó de un murmullo incómodo; un zumbido de abejorros chillones. Nada más tomar asiento, la mayoría de los recién llegados plantaban los ojos ante las pantallas de sus modernos teléfonos móviles, esmarfonchichon, o cómo quiera que se llamen esos artilugios, para sólo apartarla un instante al repasar la carta y atender al camarero. 
 
          —¿Qué va a tomar el señor? —me preguntó una camarera.
 
          —¿Siguen haciendo garbanzos con bacalao? —exquisitos, recordé de antaño.  
 
          —Es nuestro plato estrella en Semana Santa —afirmó, sonriendo, con evidente orgullo.
 
          —¡Qué bien!... Pues eso, garbanzos con bacalao y una copa de vino de la casa.
 
        A los cinco minutos, la misma camarera posaba sobre la mesa de impoluto blanco mantel el plato de garbanzos con bacalao, que olía que alimentaba, el pa, y una botella recién descorchada de un Rioja con buena pinta.  “Sírvase usted las copas que desee, señor”, me dijo, amablemente.  Saboreaba la segunda cucharada, cuando Amelia, al fin, se asomó al salón, desde detrás del mostrador, con ojos escrutadores, vigilante de su negocio, atenta al buen servicio que se les daba a los comensales. Habían pasado treinta y dos años, pero aquella expresión despierta era la misma que recordaba. ¿Qué edad debía tener ahora? Cuatro años menos que yo. Sesenta y tres, pues; bonita edad. No puedo negar que sentí una súbita emoción al verla y mi corazón acelerarse como unas castañuelas en un tablao flamenco. ¡Amelia! Cuando nos conocimos ella llevaba apenas un año casada; yo algo más de tres. No hicimos más que cruzar algunas palabras para comprender ambos que nos enamoraríamos sin remisión, si seguíamos encontrándonos. Yo tomé en Lepanto café a diario, sólo por verla, por escuchar su voz unos minutos, que trataba de alargar dándole conversación, aguzando mi ingenio para hacerle reír. Luego, a los cafés se unieron los almuerzos, y durante ellos mis halagos a su cocina: “No hay fogones en la ciudad que iguale ni por asomo los cocidos de legumbres de esta casa”, le dije muchas veces. “Estas lentejas con chorizo son insuperables”. “¡Madre de Dios, qué fabada más exquisita!”. “Amelia, ni en el cielo te dan unos garbanzos con bacalao tan ricos como estos”.  ¡Dios mío, cuánto me enamoró su mirada encendida, su sonrisa de medio lado, la voz cálida en aquel susurro femenino! ¡Amelia, Amelia, Amelia…! Yo le confesé haberme dado cuenta del fallido amor que creí sentir por mi esposa, al experimentar cómo y cuánto se estremecía hasta el último poro de mi piel cuando ella se me acercaba y rozaba sus tibios dedos con mi mano. Ella callaba ante mis declaraciones de amor, hasta que un día no pudo más y también delató a su perdido corazón. Yo estuve dispuesto a dejar a mi esposa para correr a sus brazos. Ella no halló valor para hacer lo mismo, aun teniendo la certeza de que jamás sentiría por su marido ni un ápice de lo que yo le hacía sentir. Nunca más volví por Cafetería Lepanto
 
         Me temblaban las rodillas, pero me armé de valor. Llamé a la camarera y le pedí hablar con el propietario del negocio. La cordial empleada se ofreció a atenderme en lo que fuera menester, yo insistí en hablar con el dueño. Al minuto, la camarera le hablaba casi al oído a la patrona. Amelia miró hacía mi rincón. ¿Me reconocería? La última vez que nos vimos, además de treinta y dos años menos, me afeitaba cada día y lucía una tupida cabellera, y hoy cubro el rostro con barba cana y coronan cuatro pelos mi triste anatomía. Tomé una cucharada, observando de soslayo cómo se acercaba a mi mesa la mujer de la que aún seguía enamorado. Casi podía escuchar los latidos de mi corazón acelerado.
 
          —¿Quería usted hablar conmigo? —inquirió Amelia, en tono afable, con la misma voz de entonces, pero con la expresión indiferente de quien habla con un extraño. 
 
          Alcé la cara, me limpié los labios con la servilleta y la miré con toda la serenidad que logré reunir. Estaba más bella que nunca. La emoción me dificultaba pronunciar palabra.
 
         —Se trata de los garbanzos… —improvisé, porque ni había pensado qué decirle si es que aún la encontraba en Lepanto, cuando alguien me informó de que Amelia hacía un año había enviudado.
 
          Entonces, ella trocó su expresión indiferente por la de súbita sorpresa.
 
          —Si no… le gustan, se los cambiamos… por otra cosa… —me dijo en un dulce susurro tembloroso, mirándome de pronto con los ojos vidriosos de emoción.
 
          —Todo lo contrario, Amelia, ni en el cielo te dan unos garbanzos con bacalao tan ricos como estos.
 
          Era mediodía, él pidió lentejas, con un poco de pimienta. Ella lo miró.
 
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