El desamparo de los Desamparados (1) (Retales de la Historia - 244)

 
Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 27 de diciembre de 2015).
 
 
          Los sacerdotes hermanos Logman fallecieron antes de que su benemérita fundación conocida como Hospital de Nuestra Señora de los Desamparados, de Caridad o Civil, llegara a estar a pleno rendimiento. Ni siquiera alcanzaron a oír el tañido de la campana de bronce que habían encargado a Sevilla para la capilla del establecimiento,  la cual lucía el escudo de la Virgen del Carmen y los nombres de los dos fundadores, Rodrigo e Ignacio.
 
          En la segunda mitad del siglo XVIII el Hospital, con los lógicos altibajos en una institución incipiente, cumpliría su cometido ayudado por el legado de los fundadores, donaciones de eclesiásticos y particulares y, muy especialmente, el espíritu caritativo del ilustre matancero el teniente general Benavides, quien además de entregar todos sus bienes para asistencia de los acogidos logró del rey la gracia de un cierto número de toneladas en el comercio de Indias, cuyo producto dejaba en beneficio del establecimiento benéfico.
 
          Al comenzar el siglo XIX se agrava la situación y opinan algunos autores que más que por la falta de rentas era por la mala administración de las mismas. El síndico personero de la villa, Josef Francisco Martinón, denunciaba “la relajación en que se halla la administración temporal del hospital” y proponía un plan de reformas que aunque en principio fue aprobado por el ayuntamiento no lo fue por el obispo, que convenció al alcalde González Sopranis hasta el punto de que retiró su apoyo al proyecto, dando lugar a discusiones y pleitos y, entretanto, “el hospital entró en franca decadencia” y desamparo.
 
          Buscando una gestión eficaz y decidida, el obispo Manuel Verdugo nombró administrador al sargento mayor de plaza Marcelino Prat, que comenzó enfrentándose a su entorno al intentar cegar un pozo para hacer sepulturas para enterrar a los fallecidos en el establecimiento, pozo que se decía había sido abierto por los vecinos “en tiempo inmemorial”. Poco después mandó construir un albañal para dar salida al barranco a las inmundicias y aguas sucias del hospital, lo que los vecinos consideraron venganza por oponerse a que cegara el pozo. Entretanto siendo la situación cada vez más caótica, pidió a la Tercera Orden Franciscana ayuda para que se ocupara de la asistencia y cuidado de los enfermos, y solicitó entrevistarse con el alcalde José Víctor Domínguez, pues al haber enfermado el diputado encargado del establecimiento, Matías del Castillo, no sabía con quién reemplazarlo. Esto sucedía en plena epidemia de fiebre amarilla de 1810, el hospital estaba al límite de su capacidad y, por si fuera poco, el año siguiente falleció contagiado el propio administrador Marcelino Prat.
 
          Como consecuencia de los cambios políticos de 1812 la administración del Hospital de los Desamparados recayó en el ayuntamiento de la villa, que no disponía de recursos ni para atender sus más elementales obligaciones y, mientras el capellán Vicente Gorás y el médico Joaquín Viejobueno, que tenía problemas con el nuevo administrador José de Monteverde, pedían se le pagaran los atrasos y se les aumentara el sueldo, el alcalde comisionaba a Vicente Martinón para que propusiera soluciones. Ante tales problemas el ayuntamiento concluyó que el hospital era una fundación privada, cuyo patronazgo recaía en el señor Obispo, por lo que no sólo no podía intervenir en los pleitos del personal, sino que tampoco le correspondía atender las demandas salariales. Existían unas mandas pías de Pedro Harpe y de Bonhome, depositadas en la casa comercial de Elena Mª Forstall, que propiciaron que la Diputación Provincial presentara para su aprobación al obispo un plan para la administración del centro.
 
          Pero la situación era insostenible y el jefe político Ángel José de Soverón sugirió efectuar una suscripción pública para atender las mayores urgencias y ofrecía encabezar la lista con 16 pesos fuertes. El obispo pidió entrevista con el ayuntamiento para buscar soluciones y cuando parecía que estaba claro que la responsabilidad del establecimiento recaía sobre el Obispado y la Diputación, en marzo de 1814 se recibe un oficio del jefe político nombrando al Ayuntamiento patrono interino del Hospital de Desamparados por haber sido disuelta la Diputación provincial. Se agradeció el honor que se le hacía pero ante la imposibilidad de atenderlo por la absoluta falta de fondos, siendo imposible también una buena administración sin recursos, empezando por las considerables deudas con el administrador Josef de Monteverde, el médico Joaquín Viejobueno y el capellán Vicente Gorás. El Ayuntamiento pidió ser eximido del encargo por el estado de total decadencia en que se encontraba el Hospital, lo que se aceptaría si se le proveyese de recursos y de una nueva administración. La petición fue rechazada y continuó el desamparo de los Desamparados.
 
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