Las cruces de Santa Cruz y "el Pirú de las Piedras"

 
A cargo de Luis Cola Benítez (Parroquia de la Cruz del Señor, Santa Cruz de Tenerife,  el 29 de abril de 2014).
 
          
           Muchos de los vecinos de Santa Cruz desconocen o no tienen muy claro el porqué de su nombre y de los títulos que le acompañan. Tal vez exagero al referirme también a su nombre, puesto que en realidad serán pocos los que no sepan que fue bautizada en 1494 por el capitán de las tropas españolas que iniciaban  la conquista de la Isla. Es tradición que plantó una cruz de madera en la pedregosa playa en que había desembarcado, en un paraje de Anaga que los guanches llamaban Añazo, e impuso al lugar el nombre de puerto de la Santa Cruz. Este fue el motivo de que la primera iglesia, la actual parroquia matriz de Nuestra Señora de la Concepción, recibiera también el nombre de iglesia de la Santa Cruz, bajo cuya advocación fue conocida hasta 1636.
 
          Como es sabido, la capital se estableció en La Laguna y, con el paso del tiempo, el poblado que en la costa se había formado al amparo del movimiento de los barcos que portaban mercancías y personas, fue conocido como Lugar y Puerto de la Santa Cruz de Añazo. Más tarde, en documentos oficiales y notariales se le suele denominar "villa", título nacido espontáneamente, que también de forma espontánea, sin que se sepa a ciencia cierta la razón, dejó de atribuírsele. Continuó siendo barrio portuario de La Laguna hasta principios del siglo XIX, en que le fue concedido de forma oficial el título de Villa exenta con jurisdicción propia. 
 
          Fue en 1803 cuando aquí se conoció de forma oficial la concesión del título de Villa. El Lugar pasó entonces a denomi¬narse Muy Leal, Noble e Invicta Villa, Puerto y Plaza de Santa Cruz de Santiago de Tenerife. Los títulos otorgados eran consecuencia, no sólo de la sonada victoria lograda sobre las fuerzas inglesas mandadas por Nelson el día de Santiago de 1797, sino también por haber rechazado valerosamente los ataques anteriores de  Blake en 1657 y Jennings en 1706. Estas tres victorias están representadas en su escudo por tres cabezas de león. Fue la única población de Canarias merecedora del título de Plaza Fuerte y, como acertadamente hace ver el profesor Cioranescu, cronista oficial que fue y máximo historiador de nuestra ciudad, Santa Cruz es la única capital española que jamás ha sido conquistada.
 
          Santa Cruz posee otro título, poco conocido e incluso olvidado por muchos. Es el título de Fiel, que le fue otorgado por la Junta Suprema de Canarias, que se erigió como máxima autoridad en las Islas ante el vacío de poder a que dio lugar la invasión napoleónica de 1808 en la España peninsular. Fue concedido en reconocimiento a su fidelidad a la monarquía y a la colaboración de su pueblo, desde el primer momento, con la mencionada Junta y cuanto ella representaba. La Tertulia Amigos del 25 de Julio está actualmente haciendo gestiones para rescatar este título del olvido e intentando materializarlo en la ciudad con un testimonio físico que lo recuerde y haga presente.
 
          En 1859 Santa Cruz accedió al título de Ciudad y, por último, con motivo del valeroso y ejemplar comportamien¬to de toda su población en la epidemia de cólera de 1893, el gobierno le concedió la Cruz de Primera Clase de la Orden Civil de Beneficencia, con el título de Muy Benéfica.
 
          Actualmente, por tanto, a este sufrido pueblo se le reconoce como la MUY LEAL, NOBLE, INVICTA, FIEL Y MUY BENÉFICA CIUDAD, PUERTO Y PLAZA DE SANTA CRUZ DE SANTIAGO DE TENERIFE.
 
          Tan rimbombante nombre, ganado -es cierto- en buena lid, y del que los santacruceros indudablemente debemos sentirnos orgullosos, podría inducir a pensar a alguno que se encuentra ante un pueblo envanecido y ensoberbecido por su historia;  y nada más lejos de la realidad. Santa Cruz es consciente de que se ha forjado, a lo largo de sus cinco siglos de vida, a golpe de ola, a salto de barranco y a mazazo de infortunio y sacrificio. Y cualquier persona que conozca algo de su idiosincrasia y del espíritu que le anima, que le ha impulsado a luchar esforzadamente contra toda clase de inconvenientes sin egocentrismos, sin fobias y sin exclusiones, sabe que ni los timbres de su escudo, ni las glorias de su pasado, se le han subido a la cabeza.
 
          A golpe de ola, dije, porque el mar le ha marcado de forma indeleble. Fue “puerta” de la isla antes que puerto y villa, y por esa puerta se encauzó desde los primeros tiempos de su existencia todo lo que el resto de Tenerife precisaba para subsistir, jugando aquella playa durante muchos años un papel más de pasillo canalizador que de asentamiento urbano. Por el puerto luchó, trabajó, creció y se fue forjando, muchas veces sin pensar en su propio beneficio, hasta el punto de que no está todavía claro si ha sido más importante en su devenir su obligación o su vocación de servicio, lo que en muchos casos se ha prolongado en el tiempo.
 
          A salto de  barranco, porque la ladera en la que se asienta, contiene tal cantidad de ellos -hoy la mayoría cubiertos por el asfalto-, que, pasados los primeros tiempos en que sus condiciones naturales fueron aprovechables, le crearon innumerables y gravísimos problemas para su crecimiento y expansión. Puede decirse que hasta finales del siglo XIX, sin medios económicos, materiales ni técnicos para salvarlos, estos accidentes topográficos representaban tales inconvenientes para la ciudad, que en muchas ocasiones llegaron a frenar sus más elementales necesidades. 
 
          Por último, a mazazo de infortunio. Este es un aspecto muy poco conocido o, al menos, muy poco tomado en cuenta por las propias gentes de Santa Cruz. Pienso que pocas ciudades de nuestro modelo cultural y social, de similar  entidad y de tan corta vida -pues cinco siglos apenas representan la adolescencia de una urbe-, han padecido tal cantidad de asaltos, calamidades e invasiones epidémicas, o han sufrido con tanta intensidad por los inevitables temores y zozobras de su cercana y amenazadora presencia.
 
          Pero volvamos a la Cruz Fundacional, la que nos da nombre, que olvidada por muchos se mantuvo en la playa del pedregoso litoral de Añazo, soportando vientos, lluvias, soles y “maresías” durante muchísimo tiempo, hasta que los sacerdotes hermanos Logman decidieron construir una casa que sirviera de carnicería, con la intención de que su renta ayudara a los pobres recursos de la parroquia. Hasta entonces las reses se sacrificaban en la desembocadura del barranco de Santos –de lo que le vino el nombre de playa de la Carnicería-, si bien algunos, aunque estaba prohibido, lo continuaban haciendo en los patios o huertas de sus casas. La construcción se levantó en un espacio libre situado entre la Cruz y la muralla que servía de parapeto defensivo junto al rompiente de las olas, con lo que si bien el edificio le servía a la Cruz de protección ante al mar, se vio afectada por un entorno marginal y degradado, espacio conocido como Placeta de la Cruz, que entonces pasó a denominarse Plaza de la Carnicería, hasta que el alcalde Juan de Arauz y Lordelo, en 1745, le construyó una capilla adosada a la misma casa de la carnicería, que le sirviera de protección y de lugar de culto. Así nació la que recibió el nombre de capilla del Santo Sudario.
 
          Pero aquí no acabaron las vicisitudes del Santo Madero. Pasaron los años, la población del puerto crecía y, lógicamente, también sus necesidades, y no era la menor la de ampliar la carnicería al aumentar la demanda de aquel servicio, lo que llevó a la desaparición de la capilla. ¿Qué fue entonces de la Cruz? Todo parece indicar que algunos frailes franciscanos que continuaban en San Telmo, donde habían intentado establecerse, aún después de fundado su convento de San Pedro de Alcántara, se hicieron cargo de la Cruz y la llevaron a la ermita del santo patrón de los mareantes en el barrio de El Cabo, situación que alternaba con la capilla del antiguo hospital de Nuestra Señora de los Desamparados, hasta que en 1892 se le hizo el relicario de níquel y cristal que la protege y pasó a custodiarse en la iglesia matriz de Nuestra Señora de la Concepción, donde aún se encuentra.
 
          Me he extendido en hablar de la Cruz de la Fundación de nuestra ciudad, porque considero que es su máximo símbolo. En unión de la pequeña y preciosa imagen de Nuestra Señora de la Consolación, hoy la más antigua representación mariana de la Isla, que también se venera en la iglesia matriz, constituyen los más antiguos testimonios físicos históricos, tanto de orden religioso como civil, que se conservan entre nosotros. Junto a ellos, a su sombra o, si se prefiere, bajo su protección, se establecieron las primeras familias de colonos, se comenzó a formar el poblado, nacieron las primeras calles y comenzó la cotidiana e inevitable lucha por la supervivencia. Así empezamos.
 
          La población posee algunas otras cruces, que aportan memoria de los lugares de descanso en los antiguos Vía Crucis que se celebraban por sus calles, o de los pequeños Calvarios que la devoción popular levantaba en algunos lugares, plazas o cruces de caminos. Existió, incluso, en los Llanos de Regla, un denominado camino de Las Cruces que guarda relación con lo expuesto. Pero también existe otra Cruz importante y de singular historia: la Cruz de San Agustín.
 
          Hay constancia de que frailes agustinos acompañaron al Adelantado en su llegada a las playas de Añazo, pero seguidamente fundaron en La Laguna, aunque  algún fraile debió quedar en el puerto, puesto que uno de ellos se contabiliza entre los muertos en el ataque de Blake en 1657. Se sabe que en Santa Cruz dispusieron de una casa de apeo o pequeño convento situado en la parte alta del pueblo, en lo que entonces se consideraban “las afueras”, hacia las actuales calles Puerta Canseco y San Francisco de Paula, enclave que presentaba el inconveniente de su inmediatez con el más importante e influyente convento dominico de Nuestra Señora de la Consolación, donde hoy se encuentran el Teatro y la Recova Vieja. Posiblemente esta circunstancia fuera la razón de que los agustinos decidieran mudarse hacia el Norte del puerto, al barrio de El Toscal, al final de la calle de La Marina alta, donde fundaron hospicio.
 
          La casa que ocupaba estaba señalada por fuera con una cruz, que al suprimirse el hospicio en 1767 se ha conservado en lugar cercano a su emplazamiento original y que en algún momento dio nombre a aquel sector, conocido como barrio de la Cruz de San Agustín. En 1836 se aprobó ensanchar la calle de la Marina desde su inicio hasta la Cruz, lo que propició un mejor acceso, hasta el punto de que llegó a ser muy concurrida y popular la fiesta que en su entorno organizaban los vecinos los días 2 y 3 de mayo, con enramado, puestos de turrones y verbena. Ello llevó a que, en 1908, Felipe Poggi, en nombre de la comisión del barrio, pidiera al ayuntamiento la cesión de una mínima parcela para construirle a la Cruz una pequeña capilla, pero el influyente Tomás Clavijo y Castillo, cuya vivienda estaba inmediata, se opuso a ello y todo quedó en nada. Menos mal que gracias a la sensibilidad de los actuales “toscaleros” se conserva el único recuerdo urbano que nos queda de la presencia de los agustinos en Santa Cruz.
 
          Pervive otra cruz en el callejero de la ciudad, que da nombre a la céntrica calle de la Cruz Verde, conocida también en época posterior como calle de las Tiendas. No son pocos los vecinos que relacionan esta cruz con el ataque de Nelson en 1797, ya que en aquella zona tuvieron lugar encarnizadas luchas callejeras en las que los milicianos tinerfeños acosaron a las tropas inglesas desembarcadas, hasta obligarlas a refugiarse en el cercano convento dominico de la Consolación. Dejó escrito el coronel Güinther, que mandaba el batallón de Infantería, que por estas calles los milicianos canarios cayeron sobre los ingleses como unos leones. Esto es cierto, pero está documentado, que la Cruz Verde ya existía antes de 1730, por lo que su existencia debe más bien relacionarse como descanso en algún Vía Crucis callejero que se celebrara entre la parroquia matriz y la iglesia de San Francisco. La cruz original se perdió no hace muchos años y hay que agradecer al chicharrero espíritu del vecino don Melchor Alonso su reposición, y el homenaje que todos los años se le rinde en su fecha conmemorativa.
 
          Y todavía nos queda una cruz histórica más: la de mármol, conocida como Cruz de Montañés. Actualmente se encuentra en un espacio ajardinado de la Plaza de la Iglesia y rodeado de una verja metálica, y fue donada a la entonces villa por el capitán Bartolomé Antonio Méndez Montañés en 1759. Labrada en Málaga por Salvador de Alcaraz y Valdés, autor también de la pila bautismal de la Concepción de La Laguna, su emplazamiento original fue la parte alta o cabecera de la llamada entonces Plaza de la Pila, dando frente a esta, que entonces estaba situada en su centro, y al monumento conocido como Triunfo de la Candelaria, que también fue donación suya. Cuando se llevó a cabo la remodelación de aquel espacio en 1929, se trasladó a la plaza de San Telmo, en el barrio de El Cabo, y al desaparecer esta plaza con la apertura de la calle Bravo Murillo se pasó a su actual emplazamiento. Este sagrado símbolo, que se corresponde con el nombre de la ciudad, y que en su situación actual parece algo postergado dentro del entramado urbano, recibe todos los días 3 de mayo, antes del comienzo de la función religiosa en el cercano templo de la Concepción, el homenaje y ofrenda floral de la Tertulia Amigos del 25 de Julio.
 
          Y llegamos al barrio en el que nos encontramos, el de la Cruz del Señor. Y cabe preguntarse, ¿cuál es el origen de la cruz que le da nombre, situada en el margen izquierdo del camino a La Laguna? ¿Desde cuándo existe? ¡Buena pregunta!
 
          No he encontrado ninguna pista, nada que pueda orientarnos sobre su origen ni sobre la fecha en que se colocó, pero se da una circunstancia tradicional e histórica que puede facilitar alguna explicación. Era costumbre inveterada, impulsada por la devoción popular, establecer pequeñas capillitas, calvarios o cruces, en lugares que servían de descanso a los viajeros, y generalmente se establecían coincidiendo con cruces o confluencia de caminos, en los que al tiempo de recobrar el aliento y reponer fuerzas para continuar el viaje, se musitaba una oración pidiendo la protección divina para alcanzar en paz el destino deseado. No olvidemos que el único camino que desde Santa Cruz comunicaba con el interior de la isla, era el antiguo camino de San Sebastián, que siguiendo aproximadamente por lo que es hoy la Avenida de Bélgica, venía a morir, o más bien continuar, por la llamada Cuesta de Piedra en dirección a La Laguna y al resto de la Isla.
 
        Este camino, con ser el único, era verdaderamente infernal. El primer tramo correspondiente con San Sebastián, discurría sobre puro risco, y continuaba por terrenos pedregosos y desiguales de dificultoso tránsito. Cuando a partir de 1754 se construyó el puente Zurita se dispuso de un nuevo camino, no demasiado mejor que el anterior, que venía a unirse con el otro precisamente a la altura de nuestra Cruz del Señor. Es decir, desde entonces aquí, en esta zona, confluían ambos caminos y aproximadamente de estas fechas son las primeras menciones que se encuentran sobre esta Cruz del Señor…. ¿Explicará esta circunstancia la razón de su existencia? Es una hipótesis que dejo esbozada, pero que posee una lógica difícilmente rebatible dentro del contexto social de la época.
 
          Todas estas tierras pertenecieron desde el siglo XVI a la familia del bachiller Fernando Fraga y sus herederos y eran conocidas como el Pirú de las Piedras -en contraposición irónica a las legendarias riquezas del Perú de El Dorado- por la pobreza y escabrosidad de sus tierras. Parece que por allí tuvieron casa y huerta los dominicos, pero hay indicios de que era más abajo, en las inmediaciones del puente Zurita.
 
          Las primeras citas sobre esta zona son siempre relativas al camino de La Laguna, que precisaba de continuos arreglos especialmente después de las lluvias, citas que se encuentran tanto en el Archivo Histórico de La Laguna -antiguo Cabildo de Tenerife- como en la documentación que se conserva en el Archivo Municipal del lugar y puerto de Santa Cruz. El estado del camino era de verdad lamentable y son numerosas las  noticias sobre este particular. En una ocasión, después de unas torrenciales lluvias, el regidor lagunero Anchieta y Alarcón llegó a decir irónicamente que el problema que representaba el camino había dejado de serlo, porque ya no había camino.
 
          Que subieran coches de caballos a La Laguna era una doble novedad, en primer lugar por la escasez de los mismos y, en segundo, por lo que representaba el ser capaces de transitar sobre la barranquera que era el camino. En 1755, cuando el general Juan de Urbina subió a La Laguna en su coche de caballos en unión de otros en los que viajaban personajes de su corte, el hecho fue digno de figurar como novedad en los corrillos laguneros.
 
          Para que nos hagamos una idea, los caminos que desde el interior de la isla llegaban a Santa Cruz eran tan deficientes, que no era extraño que el lugar y puerto prefiriera abastecerse de productos del campo desde Puerto Sardina, en Gáldar de Gran Canarias, porque su transporte era más económico y porque llegaban con mayor rapidez que desde el interior; las mercancías embarcadas en Sardina por la noche llegaban a Santa Cruz al amanecer.
 
          La mala calidad de los caminos en general explica la existencia y uso en los primeros tiempos de las corsas, narrias o rastras, que todos estos nombres reciben,  aunque entre nosotros prevalecía el primero, para el transporte de cargas pesadas. Consistían en un lecho de tablazón sobre dos grandes maderos a modo de rudimentario trineo, arrastrados por yuntas de bueyes. En los caminos rurales se evitaba así el vuelco que podía propiciar las desigualdades del terreno, pero dentro de las poblaciones el daño que causaban en el pavimento era enorme, hasta el punto de que se les llegó a aplicar un impuesto cuyo producto se dedicaba a la reparación de calles y atarjeas soterradas que resultaban destrozadas.
 
          Hay otro aspecto muy significativo relativo a los carruajes de ruedas y que no dejan de tener relación con el mal estado de los caminos. Las normas de la época para su fabricación nos hablan de que debían disponer de lecho, eje y ruedas. Es decir, se explicita eje en singular, lo que equivale a que sólo se pensaba en carruajes de dos ruedas, con los cuales era más difícil que se produjera un vuelco, aparte de que durante mucho tiempo las ruedas serían rodelas de madera, pues no había en la isla carpinteros que supieran hacer una rueda radiada.
 
          A lo largo de años se repiten los expedientes sobre reparaciones del camino de La Laguna, lo que constituye la primordial preocupación de las autoridades, que a veces ante la urgencia de la situación recurren a métodos expeditivos, como cuando en 1799 el general Antonio Gutiérrez ordenó que los vecinos limpiasen de piedras el camino hasta La Cuesta por tener que subir varios cañones de grueso calibre al castillo de San Joaquín. En consecuencia, el alcalde José Mª de Villa publicó un bando avisando que si no lo hacían los vecinos en sus lindes con el camino, se limpiaría por el municipio pasándoles el cargo.
 
          El sistema de prestaciones personales fue el más utilizado en muchos años, en unión de la aportación de penados que facilitaba el comandante general de turno y que recibían una pequeña retribución, aunque cabía la posibilidad -para los que podían hacerlo- de conmutar su trabajo personal por el pago en efectivo de un jornal durante cierto número de días.
 
          Hasta mediados del siglo XIX lo que hoy es el barrio del Perú estaba casi deshabitado con muy pocas casas entre eriales y huertas de secano. Sus propietarios se quejaron porque con las obras del camino y las paredes laterales de contención en algunos casos se les bloqueaba el acceso a sus terrenos y pidieron que se les habilitaran portillos capaces al menos -se decía- "para pasar con una manta de paja", demanda que atendió el comandante de los penados que hacían los trabajos.
 
          Desde 1866 hay constancia de que se comenzó a ceder solares gratis a cuantos los solicitaban. Veinte años más tarde se vendían a 80 pesetas para construir casas económicas en la Cruz del Señor, sin que dejara de mencionarse la peligrosidad y mal estado de la carretera. Tal era así que cuando en 1895 el vecino Alejandro Grant pidió licencia para fabricar varias casitas terreras en una finca de su propiedad, subiendo a la izquierda antes de llegar a la Cuesta de Piedra y cerca de la confluencia con el que llegaba desde el puente Zurita, curiosamente las fachadas de las viviendas no daban al camino sino hacia el interior de la finca, lo que indica que el dichoso camino se consideraba como espacio degradado e incómodo para el frente de las viviendas.
 
          Cuando llega el siglo XX  ya el barrio se va consolidando en los márgenes de la carretera, ya circula el tranvía desde 1901 y tres años después se traslada el fielato desde el puente Zurita a poco más arriba de la Cruz del Señor, antes del comienzo de la Cuesta Vieja. Poco después, el tremendo problema que representaba la falta de agua, entra en vías de solución con el paso de la conocida como Atarjea del Centro, comunidad de la que era presidente Santiago García Sanabria, que presentó un proyecto de chorro público en el barrio. No sabemos si se llegó a realizar, pues en 1916 Manuel Cruz Delgado cedió terrenos y construyó un pequeño estanque con chorro para los vecinos, con 3.000 pesetas de presupuesto, importe que adelantó y vino a abonarle el ayuntamiento cinco años más tarde. Por entonces se asignaron 750 pipas de agua al año para el barrio del Perú y Cuesta Vieja, permitiéndose que fueran los mismos vecinos agricultores los que establecieran los turnos para riego, con lo que el ayuntamiento se ahorraba las discusiones y protestas que siempre se producían, cuya solución y acuerdo dejaba en manos de los mismos vecinos.
 
          En los años veinte todavía algunos dejaban correr libremente el agua por las calles para sus huertas, como es el caso de Macario Peña, y se le conminó a que construyera atarjea soterrada, pero ya la consolidación del barrio era cada vez más efectiva, de lo que los mismos vecinos iban tomando conciencia. Ya se había nombrado un alcalde de barrio, que pidió un buzón de Correos, que se concedió, más vigilancia, de lo que se encargaría el guardia que prestaba servicio en el fielato, y una escuela, lo que presentaba el problema de que no se disponía del solar necesario. Para cubrir esta última petición, dos vecinos del barrio, Felipe González Martín y Daniel San Luis, cedieron dos solares colindantes para la construcción de un edificio para escuela. En 1924 la oficina técnica municipal recibió el encargo de hacer proyecto para agua a presión para el barrio del Perú. Poco después, en 1929, el médico Luis González Pérez -Luis Coviella- solicitó licencia para construir en su finca de la Cuesta Vieja el singular edificio que aún hoy existe, y en cuyo interior, en el que abundaban recovecos y rincones sugerentes para la fantasía infantil, alguna vez jugué con uno de sus hijos, compañero de colegio.
 
          Y llegamos a la década de los cuarenta, en la que por iniciativa privada que lideró el sacerdote jesuita Victorino López, surgió el proyecto de lograr una iglesia para el barrio. Otro benemérito vecino, Benigno Mascareño, cedió un solar que por permuta con otro más apropiado permitió la construcción del templo, que se fue alzando con contribuciones particulares y alguna ayuda de la llamada entonces Junta del Paro Obrero. La parroquia, como auxiliar de la Concepción, fue creada en 1940 con el título y bajo la advocación de la Santa Cruz, recordándose así el primigenio nombre de la más antigua iglesia de la ciudad, hasta que en 1943 fue elevada a parroquia autónoma.
 
          Pero el señor obispo -en este caso Fray Albino- propuso y el pueblo dispuso. El arraigo en la devoción popular de la humilde cruz que de antiguo recibía al viajero, invitándole al descanso y a la plegaria en su caminar hacia La Laguna o hacia el lugar y puerto de Santa Cruz, estaba y está tan identificado con el sentir de todos, que sobre el nombre oficial de iglesia de la Santa Cruz ha prevalecido, y no hay quien lo cambie, el de iglesia o parroquia de la Cruz del Señor. Y, personalmente, no me parece mal. Pues aparte de que la Santa Cruz es la Cruz del Señor, en una ciudad en la que tanto se ha destruido del patrimonio material, espiritual y sentimental, no está de más que el mismo pueblo respete el nombre que nos habla del origen y nos recuerda la raíz de este barrio santacrucero.
 
          Pero todo no estaba hecho. Todavía en 1943 el párroco de la Cruz del Señor pedía al Ayuntamiento que se habilitara un camino de acceso a la iglesia por resultar entonces, decía, intransitable especialmente en los días de lluvia. Tres años más tarde el concejal López de Vergara presentó una moción pidiendo que se hiciera una plaza “frente a la iglesia del Perú”, pero las circunstancias eran las que eran y tiene que llegarse a 1951 para que a petición de otro concejal, Arturo Rodríguez Martín, se iniciara el expediente para dotar de una plaza al barrio del Perú frente a la parroquia.
 
          A partir de entonces, junto a la iniciativa privada, los proyectos oficiales proliferaron. Se adquirieron terrenos en Cuesta de Piedra para la construcción de 355 viviendas protegidas, cuyo proyecto definitivo vino a aprobarse en 1953, y se iniciaron los estudios para la ordenación urbanística del barrio y pavimentación de numerosas calles, algunas de las cuales no había sido posible abrir en tiempos anteriores por estar situadas en terrenos particulares.
 
          Algunos de los proyectos no pasaron de anteproyectos y nunca llegaron a realizarse. Por ejemplo, el de 1972 que contemplaba un paso a distinto nivel en la confluencia de la carretera de La Laguna, hasta no hace mucho tiempo calle General Mola, con la Avenida de Venezuela, lo que nunca se hizo.
 
          Hoy el barrio de la Cruz del Señor o del Perú, el antiguo “Pirú de las Piedras”, es un barrio dinámico y con personalidad propia, totalmente consolidado en lo que antaño era pleno campo, las afueras o, como se solía decir, extramuros.
 
          Espero y deseo que sus vecinos sigan luchando día a día por él, pues las instituciones no lo pueden hacer todo sin su colaboración, para mejorarlo, no sólo material y urbanísticamente, sino en lo que es más fundamental, en el amor de a su  pueblo, en la solidaridad y la convivencia.
 
          Amén.
 
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