El Hospital de Desamparados. Primeros pasos. (Retales de la Historia - 148)

 
Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 16 de febrero de 2014).
 
 
 
          El primer establecimiento público benéfico de que se tiene noticia cierta en Santa Cruz fue el Hospital de Nuestra Señora de los Desamparados, fundado en 1753 por dos sacerdotes, los hermanos Ignacio y Rodrigo Logman. Anteriormente parece ser que existía algún pequeño asilo para pobres enfermos, seguramente a cargo de religiosos, aunque su capacidad no pasaría de tres o cuatro plazas.
 
          Los hermanos Logman llegaron a un acuerdo con el marqués de Adeje, dueño de tierras al Sur del barranco de Santos, y dedicaron a su fundación gran parte de su caudal, creando lo que por primera vez podía recibir el nombre de hospital para una treintena de camas. Como era habitual entonces en estos establecimientos piadosos no sólo se admitían enfermos, sino también ancianos incapacitados para el trabajo. Sus primeras instalaciones eran de lo más elemental y rudimentario: salas para enfermos, una para mujeres y otra para hombres, enfermería, patios comunes, capilla y poco más.
 
          El inicio de la fundación presentó serias dificultades. Los hermanos Logman fallecieron sin poder ver finalizada su obra, que dio sus primeros pasos gracias a las aportaciones de varios personajes y vecinos convencidos de su utilidad e importancia. El coronel Juan Francisco Domingo de Franchi le dio la mitad de la renta de un solar en  lugar cercano al barranquillo del Aceite; el obispo Juan Francisco Guillén prosiguió la fábrica, ayudando con su propio peculio y los obispos que le siguieron imitaron su ejemplo. De esta forma, según disponibilidades, se continuó durante varios años gracias a la generosidad de algunos de los personajes más importantes de entonces, siendo en ocasiones bien peculiar el origen de los donativos. Sirva de ejemplo el caso de María Clementina Macarti, que reclamó a Pedro Forstall por no mantenerle la palabra dada de matrimonio, obligándose a pagarle 1.500 ducados, caso de no cumplir. No cumplió, se le formó proceso matrimonial y se le dio por cárcel la ciudad, lo que él quebró. Fue condenado a pagar los 1.500 ducados, a los que ella renunció, cediendo mil ducados a la iglesia de la Concepción de La Laguna y los otros 500 al hospital de los Desamparados de Santa Cruz.
 
          El modesto edificio orientaba su frente al Este, a la calle de San Carlos, mientras que la capilla presentaba el costado de la Epístola paralela al barranco. Había un cementerio al Oeste, tras el presbiterio de la iglesia, que aunque se comenzó a utilizar nunca llegó a terminarse. Barranco arriba, huertas y corrales para animales, de cuyos productos se ayudaba el hospital. Se cultivaban hortalizas y verduras y se criaban animales, especialmente cerdos, hasta el punto de que una de las callejuelas que bajaba del camino de San Sebastián hacia el barranco recibía el nombre de calle de los Goros. 
 
          En los primeros años de dificultades y obras continuas, el huésped más ilustre de la institución fue el más insigne hijo de La Matanza de Acentejo y uno de los más brillantes militares de su tiempo, el teniente general Antonio Benavides Molina, que después de haberle salvado la vida al Rey en la batalla de Villaviciosa, fue gobernador de La Florida, de Veracruz y de Yucatán, y había buscado aquí refugio para sus últimos días. Falleció en 1762, en la más absoluta pobreza y dejando cuanto tenía a los necesitados, y fue sepultado en la iglesia de la Concepción. En su lápida puede leerse: “Varón de tanta virtud, cuanta cabe por arte y naturaleza en la condición humana”. Al menos hasta 1756 Benavides no sólo contribuyó con su no muy  abundante peculio a las obras, sino que en gran parte costeó los gastos de los enfermos. Además, había logrado de Fernando VI la denominada “gracia de toneladas de Indias”, cuyo importe se le enviaba personalmente para su administración. Consiguió una renta más sustanciosa en 1756, cuando se le hizo la merced real de poder embarcar cada año 12 toneladas de productos canarios a Indias, sin merma de la permisión acostumbrada. Más tarde se amplió hasta 18 toneladas esta misma merced, hasta el punto de que, en 1798, la gracia de toneladas de Indias representaba para el hospital una renta de 1.280 pesos anuales.
 
          Fallecido Benavides, la administración de esta renta corrió a cargo del beneficiado de la parroquia y del comandante general, pero debido a las guerras, corsarios y, finalmente, la independencia de Venezuela, se perdió esta aportación, que vino a compensar una R. O. de 1819 que concedía al hospital 9.000 reales anuales, a lo que había que añadir algunas otras rentas que poseía y, según las necesidades, tanto el obispo como el comandante general hacían aportaciones. Aunque las obras propiamente dichas se habían terminado mucho antes, hasta los últimos años del siglo XVIII se siguió trabajando en mejoras y ensanches sucesivos.
 
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