El Toscal

Pronunciada por Luis Cola Benítez  (Sala de Conferencias del Centro de Historia y Cultura Militar de Canarias -Almeyda, Santa Cruz de Tenerife- el 4 de julio de 2013.).

  

          Sería un atrevimiento por mi parte tratar de la actualidad del barrio de El Toscal, ni siquiera de su acontecer en el siglo pasado, de todo lo cual los toscaleros son los mejores conocedores, por lo que poco puedo aportar que ellos no sepan. Por otra parte, es imposible en una sola charla abarcarlo en su totalidad, por lo que no les extrañe que limitándome a dar algunas pinceladas forzosamente quede mucho por decir, mucho por contar.

          Por tanto, intentaré ceñirme casi exclusivamente a sus orígenes, a la formación y denominación de sus calles, y algunas anécdotas relacionadas con sus antiguos  moradores, que plantaron la semilla de un conjunto de ciudadanos capaces en el transcurso del tiempo, y no sé exactamente la razón, de conformar y llegar a ser poseedores de un espíritu vital bien diferenciado del resto de los habitantes de Santa Cruz, con unas señas de identidad perfectamente definidas, entre las que destaca especialmente su optimismo, su alegría de vivir y su acendrado amor a la ciudad, su gran chicharrerismo.

          Y empiezo preguntándome qué espacio urbano puede considerarse que ocupa este barrio, que constituyó la primera zona de expansión del núcleo poblacional y que es posiblemente el más extenso de la capital. Para mí, al menos, El Toscal se extiende desde la Avenida de Anaga, más concretamente Francisco La Roche, hasta Los Lavaderos, y desde la desembocadura del barranco de Almeida -hoy oculto bajo el final de las Ramblas-, hasta el Parque Municipal. Y hay que incluir el primer tramo de  Suárez Guerra -antigua San Roque, que en los documentos antiguos se consideraba “extramuros”- y la calle del Pilar, antes conocida como Corazón de Jesús. Y hay que señalar que considerar esta calle del Pilar como toscalera no es capricho. Cuando en 1752 José Guillén Pirón -que, por cierto, estaba avecindado en El Toscal-, sobrino del obispo Juan Francisco Guillén, comenzó en un altozano la construcción de lo que se llamó ermita del Pilar, el lugar elegido era conocido como el “Cerrillo del Toscal”.

          Pero, tres cuartos de siglo antes, cuando en 1676 los frailes franciscanos, que antes habían intentado sin éxito establecerse en El Cabo, lograron licencia para fundar convento en la solitaria ermita de la Soledad, San José y San Antonio, donde hoy está la iglesia de San Francisco, puede decirse que el límite Norte de Santa Cruz era el primer tramo de la calle San José. Desde allí hasta Almeida, nada había, y los barranquillos de Guaite, luego llamado de los Frailes o de San Francisco, y el de San Antonio, se consideraban obstáculos insalvables para la expansión del pueblo.

          Las tierras de El Toscal, Los Toscales o Las Toscas, que todos estos nombres recibían, eran en sus orígenes de muy pocos propietarios. Al principio su único dueño era la familia Párraga, cuyas tierras abarcaban desde cerca del barranco de Santos hasta la punta de Roncadores, es decir, más de medio Santa Cruz. Los Párraga dividieron su propiedad en tres partes, de una de las cuales no se conoce su destino, pero de las otras dos una llegó a manos de la familia Armas, que la donó en 1648 al beneficio de la lagunera iglesia de Los Remedios, y la tercera quedó en propiedad de los Párraga, que donaron la mitad de su parte a la Esclavitud del Cristo de La Laguna. La Esclavitud quiso rentabilizar la donación y dividió su parte en parcelas iguales que puso a la venta. El juez de Indias Bartolomé Casabuena compró 30 sitios a la vez al precio de 150 reales cada uno, que seis años después valían mil reales y poco más tarde valían dos veces más. Tiene razón el profesor Cioranescu cuando sospecha que sin duda se trató del primer “pelotazo” especulativo de que se tiene noticia en Santa Cruz.

          La llamada ermita del Pilar fue el tercer templo en importancia del puerto, después de la parroquia matriz de la Concepción y la iglesia del convento franciscano. La cantería de las portadas, obra del maestro cantero Juan Alonso García Ledesma, se hizo con piedra traída por mar de Los Cristianos, y en la carpintería se utilizaron maderas de los montes de Güímar y de La Esperanza, siendo los techos y el coro obra del maestro carpintero Francisco Tomás Coronado. Como curiosidad puede señalarse que hacia 1755 faltaba colocar el coro, lo que se hizo con la ayuda de los marineros del navío La Soledad y los aparejos del mismo barco, que estaba surto en nuestra bahía. Desde sus inicios la ermita contó con rentas que garantizaban el culto, siendo una de las primeras la que aseguraba la perpetuidad de la misa del alba, fundada por el comerciante y castellano de Paso Alto Blas Antonio Hernández. Al poco tiempo, en 1793, la ermita disponía de 35 rentas de casas en Santa Cruz, dos huertas y un horno de cal. Fueron muy populares y  concurridas las fiestas que se celebraban cada 12 de octubre en su plaza, a la que asistían los mozos “embozados” y las damas “tapadas” a pedir la feria. Pero el más importante acontecimiento histórico celebrado en su recinto es, sin duda,  la asamblea popular del 29 de julio de 1797, cuando aún se escuchaban los ecos de la batalla contra las tropas de Nelson, en la que se proclamó el patronazgo conjunto de la Santa Cruz y el Apóstol Santiago para el lugar y puerto, y que dio lugar a la solicitud del título de Villa exenta.

          Tiene que llegar el siglo XVIII, con la construcción del espigón del primer muelle-embarcadero, para que a impulsos de los intereses de comerciantes y navieros El Toscal comenzara a asomarse a la bahía, dando origen a las calles de la Marina y San Francisco. La primera se consideraba el comienzo del camino a San Andrés; a la segunda se le llamaba “camino que va a Paso Alto” y, poco después, “calle de los Balcones”, por los muchos que tenía. ¡Qué pena, que sólo ha sobrevivido el de la antigua farmacia Cristellys! El Ayuntamiento colaboró también a la desaparición de algunos, obligando a varios propietarios a eliminarlos en los lugares en que por la estrechez de las calles podían propagarse las llamas a la acera frontera en caso de incendio. Así ocurrió, y está perfectamente documentado, con varios balcones de la trasera de algunas casas de la calle San Francisco que daban a la calle del Sí.

          La vocación marítimo-comercial de estas calles toscaleras quedaba reflejada por los miradores sobre la bahía de que disponían muchas de sus casas, que permitían a sus moradores estar al tanto de la arribada de los barcos desde que hacían aparición por el horizonte. Se dice que existía un acuerdo tácito entre comerciantes y navieros que respetaba el orden de trato con el capitán del navío que arribaba para los que primero llegaban al muelle. En El Toscal se asentaron las primeras firmas consignatarias y comerciales, así como consulados de países extranjeros, a los que convenía la cercanía con el puerto. Pero además de los comerciantes y navieros afincados en el barrio también vivían en él otros hombres de mar, y llama la atención el hecho de que, en 1782, de los catorce patrones de barcos que pescan en estas riveras, según se decía, nada menos que cinco de ellos residían en El Toscal, siendo los nueve restantes vecinos de El Cabo y Los Llanos, barrios tradicionalmente pesqueros desde sus orígenes.

          Cuando en 1706 se canalizó el agua del Monte Aguirre el primer punto de distribución se situó en la zona que luego ocuparían los Lavaderos, y parte de dichas aguas comenzaron a utilizarse para el riego de huertas y fincas, lo que configuraría a este sector Norte como la primera zona agrícola de auto consumo que tuvo el pueblo. Fue bastante más tarde, con la iniciativa particular de construir presas en el barranco de Santos, cuando el agua llegó a una extensa zona conocida como “la Costa”, al Sur, al otro extremo del núcleo urbano, que vino a tomar el relevo de El Toscal como zona de cultivos. Pero queda claro que la iniciativa agrícola corresponde a este barrio.

          Allí proliferaron las primeras “huertas” -así las llamaban-, que por su extensión alguna podrían considerarse como auténticas fincas. Una de estas huertas de El Toscal, una de las más famosas, fue la del capitán Pascual Ferrera, personaje que había contribuido con una aportación de 1.600 reales y la administración de los trabajos de  construcción y posteriores reparaciones de los canales de madera por los que venían las aguas, en remuneración de lo cual le fue concedida por el Cabildo una data de medio real de agua para el riego de su propiedad. Pascual Ferrera era abuelo del que sería alcalde de Santa Cruz cuando el ataque de la escuadra de Nelson en 1797, Domingo Vicente Marrero Ferrera. Al hacer proliferar el ayuntamiento tantos santos en la nomenclatura del callejero del barrio, el nombre de la calle que se conocía como la del capitán Pascual Ferrera por estar situada su huerta en aquella zona, se reconvirtió en calle San Vicente Ferrer.

          En 1797, año de la victoria sobre Nelson, ya existían en El Toscal nada menos que 35 casas edificadas, algunas más o menos alineadas con las incipientes calles y la mayor parte desperdigadas, y ya se contaban 4 huertas importantes: la de Falcón, arrendada a los herederos de Pascual Ferrera, la del veedor Pedro Catalán, la de Parrado y la de Casalón. Luego, la famosa de Megliorini, en la que se plantaron las primeras cepas de cochinilla, que durante varios años del siglo siguiente constituyó el principal producto de exportación, huerta situada en Santa Rosalía, con entrada también por San Juan Bautista.

          A partir de 1818 se prohibió que el agua corriera libremente por las calles y se comenzó a canalizar con atarjeas soterradas, prometiendo el suministro a los que contribuyeran a las obras, comenzando por Santa Rosalía, que fue la primera en recibir esta mejora, y siguiendo por San Felipe Neri -actual Emilio Calzadilla-, parte de San Francisco, San Juan Bautista, La Rosa y San Martín. Por cierto que el nombre de esta última calle también proviene de un apellido, el de Francisco Fernando Sanmartín Llarena, que por allí tenía huerta desde 1716, y que al igual que en el caso de Ferrera terminó reconvirtiéndose en el Santo. También se llamó a esta calle “Camino de las Pescadoras”, que desde la playa de Roncadores subían por allí a vender a La Laguna.

          Por algún motivo que se nos oculta, la fama de las huertas de El Toscal debió traspasar las fronteras del barrio y aún de la población, pues en 1847 hay constancia de una insólita petición de unos de Tacoronte al alcalde de Santa Cruz, pidiendo licencia para hacer huertas en los solares de tres casas ruinosas en la calle Santiago, prometiendo tomar a su cargo el derribo de las mismas. La contestación municipal no es menos pintoresca, pues si bien les informan que no pueden derribarse casas a menos de que sea para levantar otras nuevas, les dice que “si cierran el frente con pared con puertas y ventanas pueden dedicar el interior al uso que deseen”.

          A veces ocurrían en estas calles cosas que eran bien curiosas. En 1815 el administrador de Correos. Juan Fernández Uriarte, rellenó y aplanó por su cuenta parte de la calle Santa Rosalía con tierra sacada de un estanque que estaba haciendo en su huerta. Los vecinos protestaron airadamente porque ya no podrían aprovechar el agua que, sobre todo en invierno, corría por allí, todo, decían, por el capricho de un señor empeñado en que la calle fuera calle y no barranquera como siempre lo había sido.

          En otra ocasión Santa Rosa de Lima, antigua calle del Cardón, quedó cerrada al paso por la reparación que un vecino hacía en ella de una gran barca, que no nos explicamos cómo había sido transportada hasta allí, ni cómo fue luego devuelta al mar, y tuvo que intervenir el alcalde para despejar el lugar.

          En 1831, el alcalde Antonio Viña tuvo que prohibir la extracción de piedra de la calle de La Rosa que estaban haciendo algunos vecinos para la construcción de casas, porque dejaban hoyos y desigualdades que favorecían la formación de barranqueras cuando llovía.

          En 1853, cuando el alcalde del agua recibe instrucciones para reparar las arquillas y reponer las baldosas que cubrían la atarjea de la calle San Antonio, comunica al alcalde que no puede comenzar los trabajos hasta que los vecinos no retiren los cerdos que se criaban libremente en la misma calle, lo que no se logró hasta transcurrido cerca de un año.

          Pero tal vez sea el caso más curioso, que mucho dice de la cordial relación entre autoridad y vecinos, cuando el alcalde expone en una junta que ha recibido informes de que un propietario, Juan de Vera, ha ampliado su huerta hasta ocupar parte de la calle, y comisiona al procurador síndico para que solucione el caso. En la sesión siguiente el procurador rinde cuenta del encargo diciendo que ha hablado con el vecino en cuestión, que le ha manifestado que no debe preocuparse, puesto que en cuanto recoja las papas volverá a sus linderos correctos. Y lo curioso es que la explicación del vecino mereció la aprobación de la junta municipal.

          Eran otros tiempos, en los que poco a poco en el barrio proliferaban pequeñas industrias de diverso tipo, artesanos, hornos de cal, talabarteros y, también, alguna industria bien curiosa, por no decir insólita, relacionada con el cuidado de las huertas, como la establecida por Juan B. Barriuso en 1873, que pidió licencia municipal para cubrir el barranquillo en la calle de la Amargura a cambio del  solar resultante. Se le pidió que declarara el uso que deseaba darle al terreno y explicó que quería construir un depósito -y transcribo literalmente- “para las materias fecales que allí se reúnen, las cuales, disecándolas con otras como son ceniza, maraballas de carpintería, pajas, yervas secas y estiércoles de barridos públicos, puedan ser utilizadas en abonar terrenos”. El alcalde y regidores consideraron que los materiales a emplear eran lo suficientemente absorbentes para evitar molestias y se le autorizó. El espabilado vecino acababa de inventar, sin saberlo, la primera fábrica de compost para la agricultura.

          Un capítulo importante para los habitantes del barrio era, como no podía ser menos, el abastecimiento de agua. Desde que se estableció el convento de los frailes franciscanos, estos aprovecharon el agua del inmediato barranquillo de Guaite para su suministro y para el riego de su huerta, que luego sería la alameda del Príncipe de Asturias, y lo mismo hacían los vecinos. Cuando la densidad de población lo requirió se decidió trasladar el conocido como “chorro de arriba”, situado la calle Corazón de Jesús, que hoy correspondería con Teobaldo Power, en su salida a la del Castillo, hasta la confluencia de San Roque con la del Norte. El chorro se  mudó varias veces de sitio en la misma zona cuando se cubrió el barranquillo y se formó la plaza del Patriotismo, siendo su último emplazamiento al comienzo de Puerto Escondido, al tener que mudarla una vez más porque estorbaba a la entrada del Parque Recreativo. Estos traslados de la fuente, así como abovedar aquella parte del barranquillo, pudieron hacerse gracias a las aportaciones vecinales, especialmente del que luego sería alcalde José Librero.

          Generalmente eran los propios vecinos los que buscaban solución al problema del agua, no siempre respetando las normas establecidas. Por ejemplo, en 1831 Santiago Andreu había hecho un estanque en la calle San Francisco, pero no pagaba la parte que le correspondía del costo de la atarjea pública, por lo que se le negó el agua hasta que cumpliera. Otro caso, en 1845, cuando el teniente de alcalde José Calzadilla denuncia que el vecino Eustaquio Molowny había hecho sin permiso muro y atarjea en la calle del Rayo, hoy San Francisco Javier, para el riego de su huerta. Al otro extremo del barrio por mucho tiempo se aprovechaban las aguas que bajaban por la calle San Martín, en la que luego se instaló un chorro, y no fue hasta 1905 cuando se decidió hacer otro en Tribulaciones esquina a Santiago.

          Pero cuando este último se instaló, ya hacía muchos años que el barrio de El Toscal contaba con la que sigue siendo en monumentalidad histórica la segunda fuente de la ciudad, la de Isabel II. La famosa Pila, la primera fuente pública que dio nombre a la plaza de la Candelaria, se había trasladado en 1814 al patio del castillo de San Cristóbal. Estaba estropeada por el paso del tiempo, no obstante lo cual hacia 1845 se decidió mudarla de sitio, pero teniendo en cuenta que en su nueva ubicación tendría que continuar prestando sus servicios como hasta entonces, es decir, surtir a los vecinos, al aljibe del castillo de San Cristóbal, a los caños del muelle para el suministro de los barcos y al riego de la Alameda de la Marina. Al final se decidió hacer una nueva, bajo proyecto del técnico Pedro Maffiotte, que logró uno de los mejores y más puros ejemplos de clasicismo romántico tardío con que cuenta nuestra ciudad. Como el Ayuntamiento siempre estaba en precario, fue el regidor, hoy se diría el concejal, Bartolomé Cifra el que adelantó la mayor parte del dinero para la obra, que pasados los años creo que nunca llegó a recuperar en su totalidad. Hoy, la espléndida fuente presenta un aspecto lamentable de abandono y falta de respeto al haber sido invadido su entorno más inmediato por instalaciones inadecuadas que impiden su contemplación. Puedo adelantar que el alcalde actual tiene en su agenda la recuperación integral de este valioso bien patrimonial, dotándolo de agua, de iluminación y de la necesaria zona de protección…, cuando se pueda.

          En alguna ocasión pareció que, milagrosamente, el problema del agua podía solucionarse, como cuando en 1814 apareció un arroyo en la huerta del convento franciscano, que vino a crear falsas expectativas. Se decidió estudiar si era posible su aprovechamiento y se iniciaron obras, que duraron varios meses, sufragadas con aportaciones del vecindario, pero a la llegada del verano, entre mayo y junio, inopinadamente, como había empezado terminó y el caudal se secó. Quedaron hoyos enfangados que filtraron humedades a la vecina iglesia, afectando a pavimento, sepulcros y columnas. Los frailes protestaron y hubo que dedicar cuantiosos recursos -para las arcas municipales cualquier gasto era cuantioso- para reparar los daños.

          Antes de que finalizara el siglo XIX, hacia 1880, apareció otro manantial en zona cercana al castillo de San Pedro, frente al inicio de la rampa de la Marina Alta, y sus aguas fueron analizadas por el farmacéutico y alcalde José Suárez Guerra en unión del médico Ángel María Izquierdo, que concluyeron se trataba de aguas carbonatadas, pero ahí quedó la cosa, por ser tan exiguo el caudal que pronto desapareció. Este mismo alcalde, Suárez Guerra, en 1873 había realizado visita de inspección al barranquillo de San Francisco, que hoy discurre bajo la calle Ruiz de Padrón, y decía que no alcanza a comprender cómo viven los vecinos de aquellas inmediaciones, aspirando los pestíferos olores de la gran abundancia de materias pútridas que allí existen.

          El barranquillo fue siempre un problema y, cuando se abovedó el tramo de la calle citada, continuó siéndolo en su parte superior, desde la plaza del Patriotismo hacia Puerto Escondido. Con la intención de prolongar la bóveda se había pedido presupuesto, pero al conocerse que el costo sería de más de 258 pesos corrientes el Ayuntamiento quedó paralizado y acordó que se archivara en el expediente de proyectos de Obras Públicas y "se tenga presente para la mejor ocasión que se proporcione, pues al ser muy pocos los vecinos colindantes les resultaría muy oneroso". Años más tarde, en 1861, sólo se acometieron las obras más necesarias en San Felipe Neri, Pilar y San Roque parta evitar la acumulación de aguas de lluvia en la plaza del Patriotismo.

          Proyectos, lo que se dice proyectos, no le han faltado al barrio de El Toscal en el transcurso de los tiempos. Acabamos de ver cómo quedó pendiente la prolongación de la bóveda del barranquillo de San Francisco, pero hubo más, y hay que decirlo, algunos, los menos, se hicieron realidad, como fue en 1819 la conexión de Santa Rosalía con San Felipe Neri por Santa Rosa de Lima. No obstante, en estos años era El Toscal el barrio de menor densidad constructiva de la población y, en 1820, aún quedaban unos 88 solares libres. Rebasada la primera mitad del siglo, hacia 1860, sólo se contabilizaban en todo el barrio seis casas “altas o sobradas”, es decir de dos pisos, frente a 398 bajas o “terreras”.

          No llegó a cristalizar entonces el acuerdo municipal de 1822 de crear una plaza cómoda para la formación de tropas en la que había sido la huerta franciscana, proyecto que incluía la prolongación de la bóveda del barranquillo hacia arriba, hasta la calle del Norte, y la apertura de una nueva calle desde la citada bóveda hasta la calle del Tigre, hoy Villalba Hervás. Es lo que se vino a hacer casi medio siglo más tarde al formarse la Plaza del Príncipe.

          Otro proyecto que nunca se hizo fue el de dar salida al barrio de El Toscal hacia el camino de La Laguna, es decir, hacia lo que hoy es la Rambla Pulido. Si prestamos atención a cómo se había formado el barrio veremos que las principales vías del primer trazado urbano -San Francisco, San Juan Bautista, Santa Rosa de Lima- morían -o comenzaban, según se mire- todas ellas en las proximidades de la Plaza de la Candelaria o de la Pila, puesto que la que hoy es el eje principal y su calle más importante, la de La Rosa, no llegaba a enlazar con la calle del Norte a través de la Plaza del Patriotismo. Las vías que cortan perpendicularmente a las citadas, las que van de Este a Oeste y suben ladera arriba, puede decirse que no iban a parte alguna, pues nada había más arriba de las calles Santiago o San Miguel. Por este motivo, fue en 1846 cuando varios vecinos pidieron enlazar la calle de Las Flores -hoy Sabino Berthelot- o su paralela de Jesús Nazareno, con la del Pilar, para dar salida al barrio por la de la Amargura. Se pensó, se proyectó y se presupuestó, pero al ser necesario expropiar algunas casillas por encima de la iglesia del Pilar y no tener medios para hacerlo, la idea nunca se materializó.

          Por esta época se comenzó a dotar de aceras a algunas calles, como San Martín, cuyo embaldosado se hacía con cargo a los vecinos y con la ayuda de ocho presidiarios facilitados por el que entonces se conocía como jefe político, equivalente a gobernador civil. También se iban empedrando algunas vías, pero eran los vecinos los que tenían que traer a su costa los callaos.

          La huerta de los frailes franciscanos, que con la desamortización la había adquirido un particular, seguía siendo una golosina apetecible para muchos. Y uno de estos fue, en 1852, el capitán general que propuso la adquiriera el Ayuntamiento para construir allí el Palacio de Capitanía. El Ayuntamiento accedió con la condición de que se creara también un paseo público y se hicieron gestiones y se abrió expediente, tratando de llegar a un acuerdo con el propietario, lo que dada la situación precaria de las arcas municipales no pudo entonces llegar a buen término.

          Un proyecto que sí culminó fue el del Grupo Escolar del Norte, sobre terrenos donados por el comerciante Juan Cumella, entre las calles La Rosa y Santiago, cuya escritura de donación -que si se me permite decirlo, firmó como primer teniente de alcalde el abuelo de quien les habla- se formalizó en 1896. Dos años más tarde se subastaron las obras, que fueron adjudicadas a Luis Sitjá Campmany por 91.520 pesetas y se pidió al Ministerio de Fomento la subvención a que se tenía derecho, pero la solicitud fue devuelta catorce veces por falta de requisitos y se terminó por renunciar a ella.

          Este proyecto llevaba aparejada la apertura de la calle San Antonio, que terminaba como calle en Santiago, no sólo hasta La Rosa, sino que se pretendía prolongarla en principio hasta San Juan Bautista, para unirla a la Marina por el callejón de las Bodegas. Al mismo tiempo el alcalde accidental Juan Martí Dehesa propuso hacer una plaza frente al grupo escolar, del mismo ancho que el edificio, que ocupara desde La Rosa hasta San Juan Bautista, lo que se aprobó en septiembre de 1899. La decisión era tan firme que el arquitecto procedió a trazar alineaciones y se trató de comprar un par de casillas hasta San Juan Bautista, pero nada se hizo.

          En 1902 surgió otro proyecto que pretendía recordar la Gesta del 25 de julio de 1797 y que por la eterna escasez de fondos se pensó hacer con gran austeridad. Consistía la idea en situar en la Plaza del Patriotismo un gran pedestal, sencillo pero solemne, sobre el que se colocaría el famoso cañón “El Tigre”. Y tampoco se hizo.

          Y todavía hubo más proyectos, como el de 1903 para dotar al barrio de una recova en tinglado de hierro similar al que se había instalado en el mercado en 1898, y que hoy se encuentra en el barrio García Escámez, y que se pensó situar en la calle San Antonio, que por entonces estaba recibiendo la mejora del empedrado. Pero el más ambicioso proyecto fue el que presentó en 1906 el concejal Hernández y Fernández para adquirir terrenos entre San Francisco Javier y San Martín y entre La Rosa y San Juan Bautista, para construir una alameda y el edificio Villasegura, para el que se estaba buscando ubicación, con el fin de destinarlo a Biblioteca, Museo y Centros de Instrucción, de acuerdo con las condiciones del legado de Imeldo Serís. También se pensó hacerlo en el solar que luego ocupó el Parque Recreativo, hoy Caja de Ahorros, pero como es sabido al final se hizo en la Avenida Veinticinco de Julio, noble edificio que actualmente se está deteriorando a ojos vistas.

          Queda demostrado que proyectos nunca faltaron. Incluso uno tan extraño como el presentado por un sindicalista en 1933, en plena República, para que se erigiera un monumento “Al Obrero Desconocido”, propuesta que la comisión municipal de Fomento tomó en cuenta, sugiriendo que se colocara en la confluencia de la que entonces se llamaba Rambla XI de Febrero con la carretera de San Andrés. Hoy existe allí, con evidentes señas de abandono y desidia, otro monumento bien distinto obra del escultor Juan de Ávalos.

          Durante mucho tiempo quedó un importante asunto pendiente, que no tenía fácil solución: la conexión de la calle La Rosa con la del Norte cruzando el barranquillo de Guaite, que ya estaba abovedado, pero el acceso a La Rosa quedaba obstaculizado por propiedades particulares. No obstante, en 1861 se hicieron planes y proyectos, pero al saberse que la obra se presupuestaba en más de 40.000 reales se aplazó para mejor ocasión, dándole preferencia a la terminación del teatro y el mercado, en los que el Ayuntamiento estaba empeñado. En 1896 se retomó el asunto, y se hizo nuevo proyecto, pero tampoco se encontró solución. No fue hasta 1902, bajo la alcaldía de Juan Martí Dehesa, cuando después de arduas negociaciones con los propietarios afectados, a los que el alcalde agradeció oficialmente las facilidades y su buena disposición, en que pudo realizarse la conexión.

          Esta importante mejora facilitó la unión de El Toscal con el centro de la población, facilitando su expansión y revalorizando su entorno, hasta el punto de que al año siguiente 1903, según la prensa local ya se vendían solares al exorbitante precio de 3 pesetas con 90 céntimos el metro cuadrado -2 céntimos de euro-.

          La calle más antigua del barrio, además del primer tramo de la de la Marina, es San Francisco, en la que en 1780 ya figuran empadronadas 95 familias. En ella gozó de justa fama el Hotel Camacho, a caballo entre los siglos XIX y XX, que ocupaba la antigua casa Lebrun, que había servido de residencia a capitanes generales y gobernadores civiles. A continuación, cruzando la calle del Tigre (Villalba Hervás), antigua calle del Señor del Huerto, estaba la plaza, que en sus inicios era un desigual terraplén de difícil tránsito, que comenzó a arreglarse hacia 1830, obras que se adelantaron cuando el antiguo convento se convirtió en casas consistoriales, en las que la primera sesión municipal se celebró el 8 de julio de 1837. Cuatro años después se acordó nivelar la plaza, aprovechando las piedras, tierra y “entullo” que se estaban sacando frente al castillo de San Pedro, y no fue hasta 1903 cuando por iniciativa de un grupo de vecinos se acordó bajarla a la altura de la calle.

          Muchos nombres importantes en la historia, o simplemente en el acontecer diario de la ciudad, están vinculados a este barrio. La casa Cristellys, en San Francisco, 17, antigua casa Regal, que en 1721 compró el coronel Roberto de Rivas Talavera y la hizo “alta y sobrada”, posteriormente de Antonio Monteverde, alquilada en 1852 por Manuel Suárez Gómez y adquirida luego por su hijo José Suárez Guerra. Junto a ella, existía la casa Casabuena, del juez de Indias, en la que vivieron en distintas épocas los comandantes generales marqués de Branciforte y el general Perlasca, y en la que se hospedó el Infante Enrique María de Borbón durante su destierro.

          En esta misma calle el Cabildo lagunero tenía alquiladas casas de apeo para cuando sus regidores tenían que bajar al puerto y, posteriormente, en 1771, el comandante general Miguel López Fernández de Heredia, antes de que el marqués de Tavalosos construyera el Hospital Militar en terrenos que hoy ocupa el Palacio de Capitanía, alquiló dos casas que sirvieron de hospital para la tropa. Existió otro hospital en El Toscal, aunque de corta duración, el establecido en 1845 en el número 19 de la calle de La Rosa por el comandante militar de Marina, que pretendía ahorrarse unos 600 reales al año que le costaba la estancia de los marinos enfermos en el Hospital Civil de Nuestra Señora de los Desamparados. La idea no debió salirle bien, pues el año siguiente comunicó que se trasladaba a la calle San  Carlos, en el barrio de El Cabo.

          También en el barrio perviven dramáticos recuerdos, como lo son los de las dos cárceles allí establecidas, la de hombres y la de mujeres. La primera, en una casa alquilada de la calle de la Marina, 53, que por lo ruinoso de su estado fue después trasladada, a otra casa de alquiler, en San Francisco, esquina al callejón de Boza, donde permaneció hasta que en 1840, pasó primero al ex convento de Santo Domingo y, más tarde al de San Francisco, es decir, que volvió al barrio de El Toscal. La de mujeres, en la calle San Miguel hasta el pasado siglo, de la que todavía algunos recuerdan las coplas que las presas dedicaban al Señor de las Tribulaciones al paso de la procesión del Martes Santo.

          Al final de la calle San Francisco, frente al antiguo cuartel de Artillería, existía una casa grande y alta en la que vivía la familia Murphy-Meade y en la que nació José Murphy, considerado por algunos como “padre de Santa Cruz”, que con sus acertadas gestiones logró para la que apenas dos décadas antes era sólo Lugar y Puerto y desde entonces Villa exenta, el título de Capital de todas las Islas Canarias. Muchos tienen a José Murphy por el mejor político que ha dado nuestra ciudad, hoy recordado en su estatua de la plaza de San Francisco.

          Muy cerca, junto al solar que luego ocuparía la casa de la familia Clavijo, se encontraba la segunda ubicación del Hospicio de los Agustinos, al principio situado en el barrio de la Consolación, y mudado posteriormente a este lugar en el que desarrolló una encomiable labor, hasta que una real provisión suprimió la institución en 1767. Su influencia queda demostrada por el hecho de que llegó a ser conocida aquella zona como “Barrio del Señor San Agustín”. El 3 de mayo se celebraba feria y se engalanaba la Cruz, con un amplio programa festivo, que fue muy sonado en 1907. El  año siguiente Felipe M. Poggi y otros vecinos solicitaron al Ayuntamiento la cesión de un trozo de terreno -transcribo literalmente- “donde se levanta la Cruz llamada de San Agustín", con objeto de construir en él un pequeño santuario. Se desconoce la razón por la que Tomás Clavijo del Castillo se opuso a la construcción de esta capilla, pero la cruz ha sobrevivido gracias a la Asociación “Luz y Vida”, que la rescató para su barrio y se ocupó de su restauración. Es el único recuerdo que queda del antiguo Hospicio de San Agustín.

          Son muchos los establecimientos que tuvieron o todavía tienen su sede en este entrañable barrio y los personajes con él vinculados, que forman parte de la historia de la ciudad. Desde los primeros tiempos, en la calle de la Marina vivieron importantes familias de comerciantes y navieros y, como ejemplo, podemos citar algunos de los que allí residían. En 1820, el letrado José de Zárate, que tan importante papel desarrolló en el devenir de Santa Cruz; Enrique Casalón, que por dos veces ocupó la alcaldía; la familia del Castillo-Iriarte, en la que destacó Matías del Castillo, uno de los más activos y eficaces hombres públicos de nuestro municipio; la familia Forstall, que dio alcaldes y regidores; Francisco Escolar, aquí establecido y autor de la Estadística; la familia de José Crosa y muchos más, que daban categoría y lustre al barrio.

          No podemos olvidar a Emilio Calzadilla, chicharrero ferviente y republicano convencido, que dio nombre a la calle de su residencia, antigua San Felipe Neri, persona  entrañable y querida por el pueblo, siempre con su inseparable bastón por el impedimento físico que padecía, al que con su habitual gracejo dedicó Ramón Gil-Roldán estos versos: “Aunque él mismo no lo crea / por mor del autohipnotismo, / nadie, ni siquiera él mismo, / sabe de qué pie cojea”. Emilio Calzadilla, cuando todavía no era alcalde sino concejal, ante la imposibilidad del Ayuntamiento de pagar la banda de música para la procesión de la Virgen de las Angustias, la pagó de su bolsillo. Desde entonces se conoce a esta popular procesión de la Semana Santa santacrucera como “procesión de los republicanos”. A su muerte en 1916 el Ayuntamiento acordó dedicarle un busto, obra que realizó el escultor Jesús Perdigón, con la idea de colocarlo en la Plaza del Patriotismo y que posteriormente ha sido trasladado al Parque Municipal.

          En esta calle, que durante mucho tiempo no enlazaba con la Plaza del Patriotismo por un gran risco que impedía el paso, se le prometió “un sitio” en pago de su trabajo al constructor del primer reloj que tuvo la torre de San Francisco. Como es sabido, el reloj que trajo el marqués de Branciforte, fue finalmente colocado en la torre de la Concepción a petición del beneficiado de la parroquia. Los frailes franciscanos tuvieron que esperar algunos años para disponer de reloj, que curiosamente fue construido por un zapatero, un tal Nicolás de la Rosa, que por lo visto se daba maña para los engranajes y ruedas dentadas. Como el ayuntamiento -como siempre- no tenía un real, recompensó al singular artesano prometiéndole un sitio en la que entonces se llamaba calle de San Felipe Neri. Años después los herederos de Nicolás de la Rosa, aún reclamaban lo prometido, que no sabemos si llegaron a disfrutar.

          En rápido resumen, citaremos sitios, establecimientos, lugares y personajes conocidos o populares del barrio. Existió un célebre molino de gofio, y un almacén de carbón cuyo propietario era conocido como Antonio “Tragaduros”; un conocido local de citas llamado la “casa del miedo”; junto al Cine Victoria estuvo la escuela de doña Marcela Díaz; en Santa Rosalía comenzaron las clases las monjas de la Asunción en 1903, antes de la construcción de su colegio y, más recientemente, las Dominicas; es la misma calle en que nació Valentín Sanz y Carta; y en la esquina con Santa Rosa de Lima falleció en 1926 el sacerdote Santiago Beyro, al que se debe la denominación de la calle Señor de las Tribulaciones -antigua calle Oriente-, como consecuencia de la gran epidemia de cólera morbo que azotó de forma especial al barrio en 1893. Hasta la Junta de Obras del Puerto tuvo su sede en la calle de La Rosa.

          Otros toscaleros ilustres, en tiempos más recientes, fueron Francisco Aguilar y Paz y Enrique Marco Dorta, y el Dr. José Pérez Trujillo, que aunque natural del Puerto de la Cruz se estableció en El Toscal y allí ejerció su humanitaria labor.

          En San Juan Bautista, nombre que consta desde 1752, hacia 1878 se abrió un colegio privado para bachillerato a cargo de Carlos y Agustín Pisaca, que fue el segundo con que contó la población, y en la misma calle estuvo un pequeño teatro de la sociedad La Juventud. También tuvieron su sede en este barrio el primer teatro de Santa Cruz en la casa Hardisson y el llamado “teatro viejo”, alquilando un almacén de Juan de Matos Azofra en la manzana limitada por la calle de la Marina, San Felipe Neri y el callejón de Boza, que se inauguró en la noche del 25 de diciembre de 1835. También tuvieron su sede la Sociedad Económica de Amigos del País de Santa Cruz, el Liceo Artístico y Literario y las sociedades La Constancia, La Aurora y XII de Enero, fusionada luego con el Círculo de Amistad. Se evidencia así la tremenda vitalidad del barrio toscalero.

          Por aquellos años se estaba instalando el primer alumbrado público en el que estaban previstos 9 faroles para la calle de la Marina, 11 para San Francisco y 7 para San Felipe Neri. De los trabajos se ocupaba una comisión encargada de recaudar entre los vecinos los gastos de instalación de acuerdo con los metros de fachada, y al estar entonces el Ayuntamiento en la plaza de San Francisco, en 1839 la comisión le reclamó los 160 reales que le correspondían como un vecino más. Ante la total ausencia de fondos lo pagaron los concejales de su bolsillo. ¡Aquello sí que era vocación de servicio!

          Y no olvidemos la aportación del barrio a la defensa de la ciudad, con su antiguo cuartel de Artillería y numerosas baterías y reductos, entre las que cabe destacar las de San Antonio, Santa Isabel, San Pedro, La Rosa o del Rosario, y la más moderna fortificación de Almeida, que hoy nos acoge. Menos esta última, que hoy es sede del Centro de Historia y Cultura, el Museo Histórico, Biblioteca y Archivo Intermedio, todas las demás han desaparecido, aunque para los nostálgicos queda la calle de El Saludo, en recuerdo de las salvas que desde allí se hacían a los barcos que arribaban.

          Mucho más se puede decir del barrio de El Toscal. En la calle Santa Clara existió una famosa gallera y terrero de luchas con gradas capaces para quinientos espectadores. En El Toscal tuvieron sus sedes sociedades tan entrañables como el Ateneo Tinerfeño, Juventud Republicana, Masa Coral Tinerfeña y el irrepetible Gabinete Instructivo, frente mismo a la Plaza del Príncipe de Asturias, en el que pude decirse que se sentaron las bases del Santa Cruz del siglo XX, y afortunadamente aún perdura en la que se llamó “calle nueva”, abierta sobre el barranquillo de los Frailes, hoy Ruiz de Padrón, la veterana y dinámica sociedad, una de las más importantes de la ciudad, del Círculo de Amistad XII de Enero. Y no nos olvidemos del histórico Iberia, Club de Fútbol, los famosos “Leones de El Toscal”, que concitaba una fiel y apasionada afición y sobre el que habría mucho que decir.

          Y los cines, que también serían tema para un tratado monográfico. Creo que existe un espacio televisivo que se llama “Cine de barrio”, como dando por hecho que en cada barrio hay un cine. Pues bien, resulta insólito constatar en el barrio de El Toscal la existencia de nada menos que cinco locales de proyección, caso que creo es único: Parque Recreativo, en la Plaza del Patriotismo, en el que se celebraban famosos y populares bailes de Carnaval; Royal Victoria y Toscal, en la calle de La Rosa; San Martín, en la de su nombre; y al aire libre el Ideal, en la calle San Francisco Javier, donde también se celebraban otros espectáculos, tales como lucha canaria y boxeo. Hoy todos han desaparecido, pero durante años los cinco funcionaron a la vez.

          Y para terminar, aunque a ustedes, que han tenido la amabilidad de soportarme, les parezca una “pasada”, permítanme que me dé una palmadita en la espalda a mi mismo e intente presumir de mis antecedentes toscaleros.

          Mi bisabuelo, José Benítez, que era toscalero y vivía en la calle San Martín, número 36, fundó la Imprenta Benítez en unas casas terreras alquiladas a doña Benita Manzanares en la esquina de San Francisco con El Tigre, dando frente a la Iglesia. En la vivienda familiar de San Martín, su hijo, mi abuelo Anselmo, comenzó en 1874 la formación del Museo, que alcanzó justa fama y que más tarde trasladaría a Villa Benítez, pero que ya desde entonces mereció recibir ilustres visitantes, tales como el Dr. Chil, Julio Cervera y el Dr. Vernau, entre otros.

          El padre, José, era un hombre con iniciativas, lo que hoy ha dado en llamarse un “emprendedor”, y en 1867 compró una casa con su huerta en San Juan Bautista esquina a San Martín, donde estableció una fábrica de jabón, empresa a la que más tarde se asoció un personaje tan ilustre y conocido como el pedagogo Juan de la Puerta Canseco, que también hizo incursiones en el mundo empresarial.

          En 1885 el padre traspasó la industria de la imprenta a su hijo, mi abuelo Anselmo, que compró las casas en que estaba establecida y fabricó un singular y noble edificio, lamentablemente desaparecido, donde continuó la imprenta, con la vivienda familiar en los pisos altos.

          Mi otro abuelo, Joaquín Cola, vivía con su familia y tenía su negocio en la otra esquina de la calle San Francisco, frente a Cristellys, esquina al callejón hoy llamado Milicias de Garachico. O sea, que todo seguía en El Toscal y, seguramente, la proximidad de estas dos esquinas hizo que mis padres se conocieran desde muy jóvenes, y que se casaran en la inmediata iglesia de San Francisco. Y aunque yo nací al otro lado de la calle del Pilar, en Callao de Lima, también fui bautizado en San Francisco.

          Todo esto último que les he contado estoy seguro que a ustedes les interesa bien poco, pero tenía ganas de contárselo a alguien y, lo siento, les ha tocado a ustedes, por lo que pido disculpas por el abuso de confianza.

          Pero, sin haber nacido en este barrio, quería presumir de mis antecedentes toscaleros, y a mucha honra.

          Y ustedes perdonen la demasía.
         
 

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