El aseo público: las calles (Retales de la Historia - 106)

Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 28 de abril de 2013).

  

          Fue en el siglo XVIII cuando las personas más ilustradas que tenían responsabilidades públicas o que gozaban de una cierta posición, comenzaron a prestar atención al buen aspecto y adorno del pueblo. Así nacieron los primeros elementos de ornato urbano, como la Pila del agua para abasto público, la Cruz de mármol, el Triunfo de la Candelaria o la Alameda de la Marina. Pero la limpieza del pueblo seguía dejando mucho que desear. Por los informes que los síndicos personeros presentaban a los alcaldes, conocemos cuál era el estado de las vías a finales del siglo en cuanto a limpieza: basuras, desperdicios, escombros -entullos- de obras particulares que allí se quedaban, algún ancla y algún cañón viejo abandonados, estiércoles...

          Comenzó el siglo XIX sin que se notase mejoría en el aseo del pueblo, y el comandante general Perlasca recomendó al alcalde José de Zárate que prestara mayor atención a la limpieza de las calles. Algunos lo hicieron, como Matías del Castillo, que fue el primero en publicar un bando específico sobre este asunto, o José María de Villa, que dividió la población en cuarteles a cargo cada uno de un regidor. Pero los esfuerzos eran baldíos. En 1817, José Víctor Domínguez presentaba al alcalde Enrique Casalón un informe desolador sobre el estado de las calles: “Inmundicia, asquerosidad, depósitos fétidos de basura... gatos y animales muertos... que si algunas se barren los sábados por un puro efecto de bondad de sus vecinos, quedan y continúan las más puercas... en donde a las nueve o antes de la noche se arrojan descaradamente vasos de orines corrompidos, que llenan todo de un hedor intolerable; que de las accesorias se arrojan a las calles... multitud de basura ...en los rincones inmediatos, pues apenas hay uno que no sea un verdadero basurero. En fin, que en un pueblo en donde a costa de los dueños de las casas se han embaldosado las calles con buenos embaldosados y empedrados, y a la de una porción de amantes del aseo su plaza principal y otros puntos, está reducido a un muladar asqueroso, hediondo y peligroso para la salud.”

          Por fin, en 1833, el alcalde José Crosa puso en marcha un plan de limpieza pública a base de cobrar 10 maravedíes mensuales por casa para los gastos de personal y poniendo el ayuntamiento carros, cestas y escobas. La iniciativa debió parecer tan insólita que cuando el año siguiente el Ayuntamiento pidió que no se admitieran buques de España donde se padecía el cólera, la Junta Superior de Sanidad le contestó que no invadiera sus competencias y que la corporación “no debe ocuparse sino de barrer las calles”. Pasa el tiempo, los vecinos no pagaban puntualmente y el Ayuntamiento no tenía dinero, por lo que se pidió al gobernador civil que facilitara seis presidiarios a los que se pagaría gratificación. En 1837 el alcalde José Fonspertuis hace ver que está pagando todo de su bolsillo y que le es imposible continuar y se le van librando pequeñas cantidades según disponibilidades y, como parece que los carros proyectados en principio nunca existieron, en 1840 se acordó fabricar uno para que tirado por penados hicieran el servicio diario.

          La situación se prolongó en el tiempo y eran frecuentes los libramientos al alcalde de diversas cuantías por los gastos que suplía de su bolsillo. Tiene que llegar el año 1852 para que Esteban Mandillo propusiera sacar a subasta el servicio por 2.000 rs. al año, pero no se presentó ningún licitador. Poco después, el jefe del destacamento de penados avisaba que retiraría a los que hacían la limpieza si no se le pagaban 2 rs. al día, hasta que en 1858 Manuel Bango pidió que se le concediera el servicio, y poco después se compró un caballo para el carro por 82 escudos. En vista de que seguían las deficiencias se decidió hacerlo por administración, lo que no solucionó nada, se volvió a subastar sin que se notara mejoría, y todavía en 1883 eran los vecinos los que barrían la frontera de sus casas.

          En los años noventa se intentó mejorar y modernizar el servicio, ampliando el número de barrenderos y comprando en el extranjero una máquina barredora, para la que se adquirió una mula a la que se hizo un seguro “de muerte o inutilización”, que también se usaba para transportar la carne del matadero a los despachos de la recova y para trasladar los despojos al vertedero. Pero ocurrió que la mula empezó a dar señales de flaqueza, el celador de policía informó de ello al veterinario y este dictaminó que la enfermedad la ocasionaba el exceso de trabajo.

          En 1900 se subastó la conducción de basuras y limpieza pública por 200 pesetas y, para no cansar al posible lector, dejaremos por ahora la historia del aseo público en los años siguientes, en los que ya el servicio comenzó a mostrar mayor eficacia.

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