El aseo público: los cerdos (Retales de la Historia - 105)

Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 21 de abril de 2013).

  

          En el común hablar de épocas pasadas se llamaba “aseo público” a la limpieza del pueblo, actividad que no existía como servicio establecido y que se entendía que quedaba a cargo de los vecinos. Lo malo era que la falta de aseo no se debía sólo a la actividad humana, aunque esta fuera la última responsable.

          En 1768, cuando llegó el comandante general Miguel López Fernández de Heredia, entre los numerosos bandos que publicó uno estaba dedicado al “aseo de las calles y que no se tuvieran en ellas cochinos.” Esta costumbre de tener los cochinos en las calles no era nada anormal y son varios los testimonios que nos lo confirman a través del tiempo y en diversos lugares. Recordamos haber visto no hace demasiados años en un pueblo peninsular, y no de los de menor importancia, a una cochina buscándose la vida en la calle y amamantando a sus lechones en un tierno ejemplo de amor maternal.

          Quince años después del bando de Fernández de Heredia encontramos un memorial del síndico personero Juan Bautista Descoubert, dirigido al alcalde Diego José Falcón, cuyo primer punto se refería a “prohibir la cría de cerdos en las calles” y denunciaba “la suciedad del pueblo, piedras, estiércoles, etcétera.” Señal de que a esto no se le daba excesiva importancia es que, al no haber recibido el síndico personero contestación a escritos anteriores, lo hacía ahora por medio de escribano público. La situación, sin embargo, debía ser preocupante y de consideración, puesto que hasta el Cabildo de la Isla dictó un auto sobre la limpieza de Santa Cruz.

          Pasan los años y los cerdos seguían campando libremente en los espacios comunes, pues aunque en teoría su hábitat eran las huertas o patios de las casas, en realidad entraban y salían a su antojo, sin que nadie lo impidiera. Cuando se inauguró en 1838 la fuente de Morales cerca del Hospital de los Desamparados, el alcalde Bernardo Forstall ordenó que se plantaran algunos árboles para dar sombra y hacer más agradable el entorno. La iniciativa era encomiable, pero poco duró lo hecho por culpa de los cerdos que se criaban en la huerta del Hospital para suministrar la cocina del establecimiento, pues en su primera salida dieron cuenta de los tiernos arbolillos. Los vecinos del barrio de El Cabo, que eran los principales beneficiarios de la instalación, se ofrecieron a reponerlos, pero para ello había que garantizar que los cerdos no estuvieran sueltos. Lejos de cumplirse la garantía, poco después en otra ocasión los cerdos bajaron al barranco de Santos y, hoza que hoza, socavaron la base de uno de los muros que servían de contención a las aguas en las avenidas, provocando su derrumbe.

          Se dictaron normas y prohibiciones, pero ni los vecinos, y menos los cerdos, les daban cumplimiento y la situación no mejoró. Se hablaba en un bando de 1841 de “la gran cantidad que andan por las calles”, y tratando de buscar remedio se publicó que podía quedárselos el que los encontrara. El premio debió parecer excesivo a los ediles, puesto que dos años más tarde se modificó la disposición en el sentido de que el vecino que los encontrara podía quedarse con la mitad. Nada se dice de cómo se partía el cochino ni qué se hacía con la mitad que se retenía y no se entregaba al vecino.

          Ni así tuvo la cosa remedio. En abril de 1853 el alcalde del agua recibió el encargo de componer las canales y arquillas del agua de la calle San Antonio, pero no podía hacerlo hasta que no desaparecieran los cerdos que las averiaban. Pasaron los meses y en noviembre el responsable de los trabajos exponía que le era imposible cumplir con el encargo porque los vecinos se resistían a retirar los cerdos de la calle. No sabemos cómo se solucionó el problema, que presumimos se prolongó en el tiempo, puesto que transcurridos más de treinta años se trató en una sesión municipal de designar un lugar para trasladar a todos los cerdos que deambulaban por la ciudad.

          El periódico Diario de Tenerife del 9 de agosto de 1899, decía: “Por disposición del Alcalde Sr. Martí, que, como se ve, dedica preferente atención al cuidado de la higiene, mañana se comenzará la limpieza general de la llamada plaza de Añaza, verdadero foco de infección de los Llanos, haciendo desaparecer de allí los cerdos que en ella tienen sus palacios.” Pero tampoco entonces se alcanzó la solución definitiva, según se desprende del acta de la sesión municipal del 1 de septiembre de 1909, en la que el alcalde accidental Felipe Ravina ordenó “sacar fuera todos los cerdos que se encuentran en la población.” Poco después el concejal Antonio Delgado Lorenzo denunciaba la existencia de estos animales “en lugares contiguos al Palacio municipal.”

          Conclusión: Podía más el amor de los vecinos a tan sabrosa fauna doméstica, que las ordenanzas y disposiciones municipales.

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