Santa Cruz y el Barranco de Santos

Por Luis Cola Benítez  (Museo de la Naturaleza y el Hombre, Santa Cruz de Tenerife, 18 de octubre de 2012).

 

          He tenido el honor de hablar en muy distintos lugares: en los salones nobles del Cabildo Insular y de los Ayuntamientos de Santa Cruz y La Laguna, en las sociedades más importantes y señeras, en ámbitos universitarios, en algún colegio público para niños menores de diez años -donde, por cierto, uno de ellos me preguntó dónde se guardaba el brazo de Nelson-, en algún Instituto, ante zangalotes y zangalotas -que me sorprendieron por el interés demostrado-, y también he predicado en alguna iglesia, en la acepción del término “predicar” de “publicar y persuadir a alguien de algo”. Pero es la primera vez que hablo en un Museo y espero que ninguno de mis amigos que ocupan cargos directivos en el mismo -alguno de ellos bastante cachondo- no catalogue mis palabras como un documento arqueológico. Mi intento de hoy, y nunca me cansaré de ello, es tratar de persuadir a todo el que quiera escuchar que vale la pena cuidar y mimar, por su historia y por la potencialidad de los valores que posee, a nuestro Barranco de Santos. No se puede querer lo que no se conoce, y debemos desechar el antiguo dicho de “tíralo al barranco” para todo lo inútil, sucio o que nos estorba.

          Barranco de Santos, no de Todos los Santos, como he leído en alguna vez. Tampoco responde su nombre, como figura en algún rincón de Internet -maravilloso invento capaz de albergar los más sublimes disparates-, al hecho de que en él se produjera el hallazgo de unos idolillos guanches que el vulgo llamó santos. Su verdadero nombre es, exactamente, barranco de Diego Santos, uno de los primeros pobladores de Santa Cruz, de quien se tiene noticia cierta desde 1516, personaje importante, amigo del primer Adelantado, que tenía casa propia en aquel paraje del incipiente puerto. A él se debe el nombre del más importante barranco de nuestra ciudad, parece ser que, también, por haber utilizado la ensenada de su desembocadura como varadero para la construcción de algún navío.

         Generalmente sólo tenemos presente la última parte de su cauce, pero, ¿cuál es su origen? Y, para conocerlo, ¿qué les parece si nos vamos de excursión?

          En el término de La Laguna, el barranco de Jardina, de Gonzaliánez o de la Carnicería, que nace en las estribaciones de Las Mercedes, servía de desagüe natural a la antigua laguna de Aguere, y se une con el del Barrio Nuevo cerca de la Curva de Gracia. Casi inmediatamente recibe por la derecha al barranco Gomero, que viene desde las proximidades del camino de San Francisco de Paula, y por la izquierda al de Colín, que recoge las aguas de San Roque y La Gallardina. Atraviesa los barrios de Finca España y La Higuerita, y recibe al barranco de Tabares por su izquierda. Cuando en su marcha descendente ya casi abandona las estribaciones de la montaña de Guerra, justo al cortar su cauce la cota de los 160 metros de altitud, el barranco de Santos entra en la jurisdicción de Santa Cruz por el barrio de la Salud Alto.

          Al considerar esta primera parte de su recorrido se hace evidente el importante papel que juega como colector de las aguas de una amplia comarca. Ello explica el volumen de sus avenidas y la aparatosidad de las mismas cuando alcanzan el tramo final de su curso. Esta circunstancia se ve incrementada al recibir luego por la izquierda la aportación de los barrancos de Los Puercos y de Carmona, que -después de recoger las aguas de los Valles-, pasan entre la citada montaña de Guerra y la de Las Mesas, y confluyen en el de Santos poco más arriba del antiguo mercado del barrio de La Salud.

          En esta zona sobreviven los restos de la segunda presa en altitud entre las que se construyeron en el pasado; la primera, a mayor altura, está en el término de La Laguna. Todas ellas, hasta ocho, están desde hace muchos años inutilizadas, derruidos los muros de contención y rellenados sus vasos por los arrastres. Si se conservaran, de alguna forma servirían para retener los aportes sólidos en las avenidas, evitando males mayores en la parte baja de su curso. En estos márgenes hay zonas susceptibles de la creación de espacios recreativos, a poco que se propiciara el desarrollo de la vegetación autóctona apropiada, en parte ya existente, que precisa de poco mantenimiento.

          Entre el Barrio Nuevo, en las laderas de Las Mesas, y el de La Salud, el cauce se estrecha y las edificaciones de ambas márgenes casi se dan la mano, separadas por el reducido y pedregoso lecho y, poco más abajo, se alza la rectilínea estructura del puente de Javier Loño. Desde lo profundo del cauce, algunas edificaciones de Barrio Nuevo no tienen nada que envidiar a las conocidas "casas colgantes" de otras latitudes, de las que se diferencian por su mayor modernidad y por las circunstancias sociales que las originaron.

          Antes de llegar al puente Zurita, el barranco recibía -digo bien recibía- la aportación del de Macario, cubierto hoy desde Salud Alto para la creación de un moderno parque. En todo este tramo, hasta el puente de las Asuncionistas, se ensancha algo, para inmediatamente después estrecharse en un profundo corte que termina en un gran salto, antiguamente conocido como Salto del Negro, que separa el barrio Duggi del Parque Viera y Clavijo.

          En este lugar se encuentra el paraje más impresionante de todo el recorrido urbano del barranco. El lecho, llano, discurre entre altos paredones basálticos de total verticalidad, e inicia un paulatino ensanche al aproximarse al puente Galcerán. Este lugar, por su salvaje aspecto no exento de cierta grandiosidad, en medio del casco urbano y al mismo tiempo tan distante del bullicio ciudadano, es de los más sugestivos y encierra una extraña belleza susceptible de un bien meditado aprovechamiento, si se tiene el acierto de resaltar adecuadamente todo su valor natural, botánico y paisajístico. En alguna ocasión he dicho que no todas las ciudades tienen la suerte de contar con en accidente orográfico como nuestro barranco si se acierta en las actuaciones.

          Al acercarse al mar se remansa y se integra en el paisaje urbano, Es, simplemente, el barranco, de entrañables historias y añejas tradiciones santacruceras, que en su último tramo ha sufrido importantes transformaciones, no siempre acertadas, impuestas por el urbanismo y las instalaciones portuarias. Allí, cuando al morir en el mar recibía la bienvenida de las olas, existió el Charco de la Casona, entre el hospital y la iglesia, de nostálgicos y evocadores recuerdos para los más vetustos de nuestros conciudadanos. Las aguas se remansaban al llegar al talud que formaba la misma playa, y las pleamares lo abastecían con su salobre aporte.

         Algo hay que decir del nombre del famoso charco. Hay quien lo ha llamado Cazona, con Z, aludiendo a una pretendida hembra del conocido selacio, relativamente abundante en nuestros mares, que de alguna forma la fuerza de la marea impulsó dentro del charco, enseñoreándose del mismo. Resulta extraña esta conclusión, pues, aparte de que en nuestro común hablar la Z se pronuncia como S, no es normal en los peces diferenciar su sexo por el nombre. Existen el mero macho y el mero hembra, pero no el mero y la mera, ni la vieja y el viejo, ni el sargo y la sarga. ¿Por qué habría de decirse el cazón y la cazona? Tarquis Rodríguez aporta una explicación más lógica, al decirnos que, al final de la calle de La Caleta, cerca de la desembocadura del barranco, existió una casa que se distinguía de las demás por su apariencia, la de Diego Santos, en la que el propio Adelantado otorgó testamento en 1525, y que era conocida como la Casona, denominación que se hizo después extensiva al gran charco que allí cerca se formó.

          El famoso charco llegó a ser un problema por recoger todos los desagües y aguas negras del vecindario, lo que daría ocasión a que se pensara en múltiples soluciones. Una empresa extranjera propuso al Ayuntamiento el desvío del cauce hacia el barranco del Hierro; otro proyecto era socavar la desembocadura para permitir la libre entrada del mar, y convertir el lugar en balneario, idea que fue bastante aireada y discutida en la prensa de la época. Como era normal con este género de proyectos, todo quedó en nada.

          Y aquí terminamos nuestra imaginaria excursión, en la que hemos recorrido el barranco de Santos, desde su nacimiento hasta su llegada al mar, con algunas anotaciones marginales. Pero, ¿cuál es su historia y qué ha representado en la evolución de la ciudad?

          Antiguamente, cuando la navegación se basaba sólo en los vientos y las corrientes marinas, acercarse a una costa accidentada representaba un riesgo no siempre calculable. Por ello Alonso de Lugo escogió un lugar abrigado por las montañas de Anaga de los vientos dominantes, en la ensenada que le brindaba como playa natural la desembocadura del barranco de Añazo, que con sus aguas permanentes aseguraba a sus hombres este primordial elemento.

          Los barrancos -y especialmente el de Santos- jugaron un relevante papel en el desarrollo de la población. En principio los propios guanches los escogían para establecerse, pues además de sus aguas aprovechaban como moradas las cuevas volcánicas naturalmente formadas en sus márgenes. Son incuestionables las evidencias que confirman la existencia del asentamiento aborigen a lo largo del cauce. Está demostrado que el área que ocupa el actual Santa Cruz no estaba deshabitada antes de la llegada de los castellanos, ni tan siquiera era lugar de pastoreo estacional y trashumante de los guanches de Anaga. Los numerosos hallazgos arqueológicos realizados son pruebas contundentes de la existencia de núcleos sedentarios. Cuscoy estudió numerosos yacimientos desde la desembocadura hasta La Cuesta, por lo que puede asegurarse que la capital de la isla nació “sobre el mismo emplazamiento del primitivo poblado de cuevas”.

           Desde los primeros momentos estas cuevas, hasta entonces moradas guanches, comenzaron a ser utilizadas con idéntico fin por los colonizadores. “Es en los barrancos donde en realidad comenzó la colonización de la Isla.”Además, al irse transformando la economía pastoril hacia una estructura de cultivos de subsistencias, los colonos aprovechaban “los únicos ensanches aptos para la agricultura”. Pasan los años, va extendiéndose la población hacia el norte de su emplazamiento original al abrigo del puerto, y las cuevas del barranco continúan realizando su función como lugares de habitación. En el siglo XIX aún hay muchas ocupadas, y a pesar de sus malas condiciones y de los peligros de hundimiento y de inundaciones, la situación perdurará durante siglos, casi hasta nuestros días.

          Era raro el invierno en que no se producían aluviones que ocasionaban daños y anegaban estas precarias viviendas. Así ocurrió en el famoso temporal de 1826, en marzo de 1837 y en 1853, año este último en que se sabe que las cuevas fueron visitadas por el arquitecto municipal, lo que indica que ya había constancia oficial de su lamentable existencia. En 1859, cuando Santa Cruz accede al título de Ciudad, sólo en el barranco de Santos eran veinte las que estaban habitadas, algunas de las cuales resultaron destruidas en el aluvión de diciembre, que llegó a ocasionar víctimas. En 1890, la prensa denunciaba la inmundicia de aquellas cuevas. Nueve años después, con motivo de otro aluvión, estas precarias viviendas volvieron a sufrir importantes daños. Y hasta la segunda mitad del pasado siglo todo siguió más o menos igual.

          La población comenzó a formarse con una pobreza de medios desoladora. Las primeras construcciones, de piedra y barro y con techumbre de paja, hojas de palma y maderas, fueron surgiendo de acuerdo con las necesidades o preferencias de sus constructores. Si exceptuamos la calle del Castillo, trazada a cordel con criterio militar desde la antigua fortaleza de San Cristóbal, y las de la Marina y San Francisco, imprescindibles miradores sobre la bahía para un pueblo que vivía esperando siempre la llegada de todo por el mar, en Santa Cruz no existió nada parecido a un planteamiento inicial y la única norma fue la de la improvisación, por lo que en su trazado parece haberse atendido únicamente a las circunstancias de cada momento. Así nacieron los primeros grupos de casas, sin pensar en un trazado viario, que comenzaría a formarse sin más condicionamiento que la topografía del terreno y a resultas del repetido tránsito de personas, caballerías y carruajes, entre los puntos y en las direcciones que la necesidad imponía.

          Por este motivo, tiene razón Cioranescu cuando afirma que la primera calle de Santa Cruz fue el camino que subía a La Laguna, elocuente ejemplo de órgano creado por la necesidad. De esta manera se confirma para el poblado su inicial carácter de asentamiento perentorio, sin planificación, sólo en atención a su primaria misión de lugar de paso, pasillo canalizador hacia el interior de la Isla de personas y suministros. Esta calle, que desde la Caleta de Blas Díaz partía paralela al mar hasta la desembocadura del barranco, y que después de cruzarlo subía hacia La Laguna por su margen derecha -camino de San Sebastián-, fue la más importante, casi la única vía de comunicación del primitivo puerto y por ello fue la primera que recibió la mejora de ser empedrada. En el primer plano conocido de Santa Cruz, dibujado por Torriani hacia 1588, no se aprecia nada que pueda merecer el nombre de calle, más bien veredas, y el único camino que parte del caserío es precisamente el que va a La Laguna.

          La relación de las vicisitudes y trabajos que el Cabildo de la isla y el pueblo de Santa Cruz pasó durante largos años para mantener mínimamente transitable este camino se haría interminable. Las reparaciones y arreglos no cesaban. Cuando en 1754 se abrió al tráfico el puente Zurita, Santa Cruz contó con dos caminos a lo largo de otros tantos barrancos: el ya citado, que partía del barrio del Cabo, y el que desde La Caleta subía por el barranquillo del Aceite hasta el nuevo puente. Ambos venían a unirse poco más abajo de la actual Cruz del Señor.

          Desde el emplazamiento inicial, entre el barranco de Santos y el barranquillo el Aceite,  el pueblo comienza a extenderse al poco tiempo hacia el Norte, y sus construcciones va ocupando el espacio comprendido entre el centro aglutinador de la parroquia, entonces conocida como iglesia de la Santa Cruz, y el embarcadero de la Caleta de Blas Díaz. Los motivos de este desplazamiento fueron, sin duda, el tráfico comercial que se hacía por la Caleta, lugar abrigado y seguro, y la construcción del castillo de San Cristóbal.

          Desde ese instante, el barranco de Santos, pórtico de la colonización y eje primario de la expansión hacia el interior de la isla, adquiere el carácter de profundo límite físico urbano, peculiaridad que se prolongará casi hasta nuestros días. La consolidación del poblado tendrá lugar en la orilla izquierda, pero el proceso se verá seriamente condicionado por la proximidad del barranco, que influirá en su historia en muchos aspectos. La primera y más inmediata consecuencia de este desplazamiento del centro urbano fue la marginación que empezó a padecer la zona de El Cabo y Los Llanos, que se hará secular no obstante su proximidad geográfica.

          Los esfuerzos por sostener la comunicación entre el barrio de El Cabo y el de la Iglesia, se hacen bien patentes a lo largo del tiempo. Resulta revelador el hecho de que el puente que los conectaba nunca se llamó "de la Iglesia",  o "del barranco". La denominación por la que se le conoce a lo largo de su accidentada historia no es otra que la de "puente de El Cabo" o del “Hospital”,  dando a entender la prioridad que en el común sentir se daba a la comunicación con este barrio, con la otra orilla.

          Desde antes del siglo XVIII se sitúan en aquel sector diversos edificios públicos. Además de la ermita de San Telmo, están la de Regla y la de San Sebastián, esta última situada entonces en un descampado muy en las afueras del pueblo. También en El Cabo se levantan el castillo de San Juan, la Casa de la Pólvora y el hospicio, que luego sería cuartel de San Carlos, así como el hospital de Nuestra Señora de los Desamparados y el Lazareto. Como puede apreciarse, algunos de estos establecimientos evidencian el deseo de alejar de la nueva zona de expansión, donde se habían establecido ya las clases más acomodadas, ciertas actividades no del todo agradables. Lo mismo ocurre con algunas industrias que podían resultar molestas o peligrosas, tales como las panaderías -que dieron nombre a calles del barrio, como las de los Molinos, las Tahonas o del Molino Quebrado-, las herrerías -calle del Humo-, que los regidores procuraban autorizar sólo al otro lado del barranco por el peligro de incendio que podían representar, y con los almacenes de salazón o de guano, por sus desagradables emanaciones.

          Hacia el Oeste, entre el barranco y el barranquillo del Aceite, se funda en 1610 el convento dominico de Nuestra Señora de la Consolación. La primera consecuencia de esta fundación es el nacimiento de un nuevo barrio, el de Vilaflor, que se formó a su sombra. Los terrenos pertenecían a la parroquia de Los Remedios y al Cabildo, ambos en La Laguna, y -aquí vuelve a ser protagonista el barranco- fueron cedidos a los nuevos vecinos a condición de que, al levantar sus viviendas a la vera del barranco, contribuyeran a la solución del eterno problema que representaban las avenidas con la construcción de muros y terraplenes de contención.

          El barranco de Santos, que como un profundo tajo divide en dos a la ciudad, puede parecer inofensivo a un espectador no avisado. Su cauce seco y de aspecto desolado durante períodos que abarcan a veces varios años, no induce a pensar en el cambio que puede experimentar con lluvias torrenciales, como las que se  producen de tarde en tarde, y el enorme caudal de agua que es capaz de reunir en su cuenca. Si aún hoy, después de realizadas tantas obras de contención, encauzamiento, desvíos, alcantarillado, etc., resultan impresionantes sus avenidas, podemos imaginarnos lo que serían en tiempos pasados, cuando las aguas corrían libres por doquier arrastrando cuanto se oponía a su paso. Los efectos que producían estos aluviones eran imprevisibles y, aún siéndolo, no se disponía de medios para evitarlos.

          El haberse establecido la parroquia junto a su cauce, hizo que desde los primeros momentos fuera una preocupación constante la de tratar de aplacar las iras del barranco, que con un tesón admirable y evidente irreverencia, invadía una y otra vez el sagrado recinto. Estaba, además, el problema del acceso al barrio de El Cabo, que quedaba entonces incomunicado, lo que equivalía -hasta que se construyó el puente Zurita- a que también quedara cortado el camino a La Laguna.

          Al ser la iglesia la primera afectada, parece natural que la primera disposición que conocemos de defensa contra las avenidas fuera dictada por el obispo Francisco Martínez de Ceniceros. En 1605 manda que se hiciera junto al muro de la iglesia que linda con el barranco “una estacada de estacas fuertes y bien incadas en la tierra” que debía rellenarse con piedras. La obra no debió ser muy eficaz puesto que en 1645 otro obispo, Francisco Sánchez de Villanueva, toma otras medidas similares para reparar y completar las defensas contra los desbordamientos. Han pasado cuatrocientos años y resulta esperpéntico constatar que hoy la iglesia de la Concepción sigue inundándose, aunque por otras razones técnicas.

          Pero de todos los problemas que creaba el barranco, ninguno era tan importante como los que afectaban al puente de El Cabo, paso obligado de salida hacia La Laguna. El primer puente tardaría bastantes años en realizarse, de madera y sólo para peatones y caballerías. Todavía en 1742, al conceder el Cabildo al alcalde del Lugar un solar para casa de apeo, lo hace junto al barranco con la condición de mejorar el cauce para que no siga rompiendo la tierra de sus márgenes “y dejando paso para las carretas por debajo del puente”. La prohibición de pasar las carretas por el puente persistió muchos años, prueba evidente de su fragilidad.

          La primera noticia cierta de destrucción de su elemental estructura es de 1722, en que fue arrastrado por la riada, lo que obligó al Cabildo a su reconstrucción para no quedar aislado del puerto. En 1750 las aguas inundan una vez más la parroquia y vuelven a arrasar el puente. La historia se repetirá durante cientos de años, lo que viene a decirnos que el barranco era mucho barranco o, más bien, que el puente de madera que se hacía una y otra vez resultaba poco puente.

          De nuevo había que reconstruirlo y se habla de buscar un emplazamiento más apropiado y menos expuesto al peligro de las avenidas, y se piensa en hacer un nuevo puente más arriba, pero algunos vecinos se oponen por considerar que continúa siendo necesario el acceso directo al barrio de El Cabo, más aún al haberse establecido en aquella zona el hospital de Nuestra Señora de los Desamparados. Finalmente, de una reunión sostenida entre el personero general de la isla Baltasar Peraza de Ayala con el comandante general Juan de Urbina, salió el acuerdo de que debían realizarse ambos. Se formó una comisión integrada por Peraza de Ayala, el ingeniero Sebastián Creagh y el síndico personero de Santa Cruz Roberto La Hanty, que el 15 de marzo de 1753 reconocen los parajes que se consideran más apropiados, en la zona denominada llanos de Perera. Como consecuencia, se decide que el lugar idóneo es “la pasada del medio llamada de Sorita”.  El lugar quedaba en descampado y lejos del centro del pueblo, pero presentaba evidentes ventajas por la mayor altura de las márgenes y por crearse con el nuevo puente una vía diferente de acceso a la capital, La Laguna.

          Las obras se iniciaron aquel mismo año pagadas por los propios del Cabildo, y el flamante puente se terminó al año siguiente; cortísimo plazo si tenemos en cuenta la envergadura de la obra y los medios con los que se contaba. Desde entonces pasó a ser el principal camino a La Laguna, nombre que recibió la polvorienta calle que desde la actual plaza  Weyler conducía al puente, hoy llamada Rambla Pulido. Estas realizaciones contribuyeron al desarrollo de un extenso sector ocupado por huertas y eriales, sobre el que paulatinamente se fue ensanchando la población, dando origen a los barrios de Salamanca y del Perú, y más tarde al de Duggi.

         Al mismo tiempo que se levantaba el nuevo puente, se realizó la reconstrucción de el de El Cabo, gracias en gran parte al empeño del personero Roberto La Hanty y a su importante aportación económica. Pero cinco años después, en 1759, un nuevo aluvión vuelve a causar su ruina y el Cabildo tiene que ocuparse de las obras, historia que se repite en 1773 al quedar casi inutilizable, por lo que el comandante general López Fernández de Heredia ordena su reparación a una comisión que encabeza el alcalde Bernardo Rodríguez Carta, que reunió los recursos necesarios con aportaciones del vecindario. Pero esta era la obra de nunca acabar, pues a los diez años el puente se encontraba en tal estado de ruina que se decide rehacerlo. Antes de acabar la centuria, en 1798, el alcalde José de Zárate recurre una vez más al Cabildo en solicitud de ayuda para reparar el puente, por ser muy considerable la obra necesaria -decía- y no poder atenderla de su bolsillo como había hecho en otras ocasiones.

          Al llegar el siglo XIX es cuando Santa Cruz de Tenerife, comienza a tomar conciencia de sí misma y de su papel dentro del conjunto del Archipiélago, aunque las carencias que acompañan a este proceso, vistas desde la perspectiva actual, resultan impresionantes. Pero a pesar de ello fue en esta centuria cuando Santa Cruz cimentó las bases de su futuro, en buena medida gracias al excepcional talante de sus ciudadanos, que una y otra vez se prestaban a colaborar en obras de interés general.

          Las realizaciones urbanas eran pocas y marchaban con lentitud por la falta de recursos, que tampoco permitían dedicar atención a las labores de conservación de lo ya existente. Por este motivo, el famoso puente de El Cabo había ido sufriendo un progresivo deterioro, lo que hace que en 1824 se encuentre prácticamente en ruinas. Se buscan recursos para su reconstrucción, y a alguien se le ocurrió la buena idea de hacerlo gravando los vinos y aguardientes, con tal éxito que al año siguiente ya estaba la obra terminada. Posiblemente se hubiese tardado bastante más de haberse gravado el agua potable. Ironías aparte, no presumía el pueblo de Santa Cruz lo poco que iba a durar la obra realizada.

          En el mes de noviembre de 1826 tiene lugar uno de los mayores aluviones que ha sufrido la Isla, o por lo menos el más famoso del que se tiene memoria. Fue el mismo que hizo desaparecer en el pueblo de Candelaria la imagen original de la Virgen, que arrastrada por las aguas se perdió para siempre. En la capital las crecidas de los barrancos alcanzaron tal nivel e intensidad, que resultaron destruidas cuantas obras de encauzamiento, puentes y bóvedas se habían realizado hasta entonces a costa de tantos esfuerzos. En el barranco de Santos sólo se sostuvo en pie el puente Zurita, pues tanto el de El Cabo como los murallones de defensa de sus inmediaciones resultaron arrasados. Se tardó un año en reconstruir el puente, pero la reparación de las murallas se prolongó varios más por el motivo de siempre, es decir, la falta de dinero.

          En años siguientes el Ayuntamiento multiplica su esfuerzo en remediar la situación y, a veces, echa mano a originales iniciativas para lograr los fondos necesarios, Así, en 1830 sustituye por postes de madera los viejos cañones que los vecinos colocaban en las esquinas de sus casas como defensa contra los carruajes, y los vende con el mencionado fin. También se contaba con las aportaciones del vecindario y, si la colecta no se engrosaba con la rapidez necesaria, podía surgir un particular que adelantara el dinero, como hizo entonces Francisco Roca, aunque luego tuvo dificultades para resarcirse. De esta forma se financió la muralla norte del barranco. Las obras progresaban lentamente, pero lo grave fue que, antes de que se terminasen, la meteorología volvió a hacer de las suyas y de nada sirvió lo realizado hasta entonces.

          El día 8 de marzo de 1837 estuvo lloviendo intensamente durante ocho horas seguidas. El barranco se desbordó por varios sitios, sus aguas pasaron sobre el puente, derribaron dos casas, se llevaron parte de la huerta del hospital y, una vez más, inundaron el templo, las viviendas de la calle de la Noria, plaza de la Iglesia y barrio de El Cabo. Todos los sectores de la población por la que discurrían barranquillos y barranqueras sufrieron importantes daños. Y vuelta a empezar.

          Estaba claro que el mayor problema era que las defensas del barranco  resultaban insuficientes, pero para solucionarlo el Ayuntamiento se veía precisado a unos gastos imposibles de afrontar. El que Santa Cruz ostentara la capitalidad de Canarias, no quería decir que la escasez de recursos estuviera superada, y las arcas municipales seguían tan exhaustas como siempre. Por ello la mayor parte de las obras se eternizaban durante años, a menos de que surgiera algún vecino acomodado, a veces el mismo alcalde, que con sus aportaciones diera agilidad al proceso. Otras veces era el capitán general de turno el que tomaba la iniciativa, y los fondos de fortificaciones servían para paliar necesidades diversas, no siempre relacionadas con el ámbito militar. Entonces podía ocurrir que, mientras el pueblo llano sufría penurias de todas clases, el deseo de figurar o de congraciarse con los vecinos llevaba a algunos de estos personajes a empeñarse en proyectos que, si bien representaban mejoras para la población, no obedecían a un criterio de prioridades en cuanto a las más urgentes necesidades. Así nació la Alameda del Muelle y así, también, el paseo de la Concordia junto al barranco de Santos.

          Desde 1836 era comandante general y jefe superior político el general Juan Manuel Pereyra y Soto-Sánchez, marqués de la Concordia, autoridad que tomó a su cargo la reconstrucción de las murallas de contención del barranco. Al prolongarlas hacia arriba por la margen izquierda, resultó una explanada que el marqués consideró apropiada para la construcción de un paseo o alameda. En noviembre de 1838 se concluyó la obra, pero el paseo parece que no nació con buen pie y, bien por las pocas simpatías que al parecer tenía el promotor entre sus gobernados o porque se consideraba el lugar extraviado, no sólo no tuvo el éxito apetecido sino que resultó ser una fuente de problemas, y peor aún, de continuos gastos de mantenimiento.

          Pasados los primeros tiempos de novedad se sostuvo a duras penas algunos años, pero llegó un momento en que su degradación era evidente. En 1854, y no había sido la única vez, parte del risco que daba al paseo sufrió un desprendimiento reduciendo a escombros nueve viviendas. Un año después se derrumbó “el muro que sostenía el terraplén”. En 1858 el estado de abandono en que se encontraba era extremo, situación a la que nadie ponía remedio a pesar de las denuncias de la prensa. El Ayuntamiento hizo obras de acondicionamiento, pero a los pocos años volvió a estar destrozado. La situación se hizo insostenible y la corporación se sentía impotente para encontrar una solución. Entonces se pensó que eliminado el paseo desaparecerían los problemas, y este fue el radical remedio al que se acudió. En 1867 el Ayuntamiento acordó la venta de solares en aquel sector y así no sólo desaparecían los inconvenientes sino que se obtenían beneficios. A la subasta se presentó un único licitador, que adquirió el solar para dedicarlo a la construcción de almacenes de guano. Esto revela en lo que se había convertido la famosa alameda, cuando desde mucho antes la prensa formulaba frecuentes denuncias para que los almacenes de guano fueran trasladados a las afueras de la población para evitar las molestias al vecindario. De tan lamentable manera, el primer intento serio de embellecer el entorno del más importante barranco de Santa Cruz, alcanzó tan triste y maloliente final.

          Entretanto, las fuertes lluvias de 1853 y 59, dañaron las pilastras del puente y hubo que recomponerlas. En 1867, otro aluvión volvió a causar daños, y de nuevo se recurrió a los bolsillos de los vecinos para allegar fondos. Las obras tardarían dos años en realizarse.

          Por entonces el barranco de Santos estaba próximo a disponer de un nuevo puente, el "Puente Nuevo", como comenzó a denominársele, hoy conocido como de las Asuncionistas. Hacía tiempo que varios propietarios de fincas de la Costa, nombre que recibía un amplio sector al Sur de la población, estaban interesados por motivos obvios en este proyecto, cuya realización también representaba una gran ventaja para las comunicaciones con los pueblos del Sur, cuya nueva carretera ya estaba en construcción, al evitarse la penosa subida hasta La Cuesta por el camino de La Laguna. Las obras se iniciaron, gracias a una suscripción voluntaria entre particulares, el 24 de septiembre de 1869 y finalizaron el 25 de junio del año siguiente.

          Paulatinamente y a costa de muchos esfuerzos la ciudad va logrando salvar los límites que los barrancos le imponen, si bien con los inconvenientes y retrocesos lógicos, de los que son responsables tanto los agentes naturales como  la poca solidez de las obras de paso y contención. De esto último tenemos un claro ejemplo en estos años, cuando el muro que sostenía la calle de Miraflores junto a la recova, se viene abajo en gran parte en dos ocasiones. También puede ocurrir que las realizaciones urbanas finalicen forzosamente al toparse con el barranco, como ocurrió en 1875 la calle de la Maestranza -actual de Galcerán- cuya prolongación era imposible.

          A finales de 1879, otra vez lluvias torrenciales y se repiten los problemas. El puente de El Cabo se arruina una vez más, vuelven a inundarse las inmediaciones de la iglesia y, según Martínez Viera, toda aquella zona quedó convertida en un inmenso lago. El barrio de El Cabo volvió a quedar incomunicado y con él el cementerio de San Rafael y San Roque, imposibilitando los enterramientos durante varios días, por lo que el Ayuntamiento convocó a los vecinos para -según decía- “conferenciar sobre este interesante asunto”, eufemística manera de decir que se trataba de solicitar, como siempre, su aportación económica.

          A partir de este momento, cuando se inicia una vez más la reconstrucción del puente del Cabo, se produce una serie de episodios -algunos no exentos de cierto pintoresquismo- que hacen que estas obras sean la comidilla de todo el pueblo, motivo de vivas polémicas de prensa y hasta de enfrentamientos personales en el seno de la corporación santacrucera.

          La obra comenzó sin problemas, y en noviembre de 1880, al año escaso del aluvión, ya estaba terminada la parte de mampostería y la costosa reparación de los muros laterales. Hecho esto, empezaron los inconvenientes y la obra quedó detenida. Al ser de madera el resto del puente se requerían "tosas" de grandes dimensiones, por lo que fue necesario anunciar varias subastas antes de conseguir quien se comprometiera a extraerlas del monte, pero luego también hubo que esperar a la aprobación por parte del Gobierno del plan de aprovechamiento forestal.

          Solventado todo lo anterior, por fin se logró que el material llegara desde el monte hasta  Vilaflor, pero la dificultad que ofrecía su transporte hasta la playa para su posterior traslado por mar hasta Santa Cruz, fue entonces la causa de que la obra continuara paralizada. En la plaza de Vilaflor estuvieron las maderas detenidas varios meses, por una razón bien sencilla y no exenta de lógica: los responsables de arrastrarlas hasta la playa para su embarque tenían sus yuntas ocupadas en las habituales labores de labranza y, si por este motivo alguien tenía que esperar, estaba claro que tenía que ser el puente y no los cultivos para su inmediata subsistencia. Esta dificultad resultó insalvable para el Ayuntamiento de Santa Cruz, hasta que, por fin, el problema se solventó por sí sólo -es decir, cuando pasó el tiempo de labranza-, y pronto se reanudaron los trabajos en el puente de El Cabo.

          Pero no estaba todo resuelto. Al continuarse la obra se observó que el puente iba a resultar más alto de lo conveniente, lo que produciría un apreciable desnivel en la unión con las calles de sus márgenes, por lo que se decidió rebajar los pilares cosa de cincuenta o sesenta centímetros. El arquitecto municipal, autor del proyecto y director de las obras, Manuel de Cámara y Cruz, se opuso frontalmente a esta determinación aduciendo razones de orden técnico. Las obras volvieron a paralizarse y nadie era capaz de encontrar salida. La polémica se extendió al público, en el que había partidarios de una y otra solución, y los periódicos se encargaban de airear el asunto con sus comentarios. Uno de ellos decía: “El deseo general lo que ha manifestado, es que hay necesidad de bajar el puente o de subir el Hospital; y como esta último no puede ser, el público se inclina á que se baje el puente.”

          El Ayuntamiento, para cubrirse las espaldas, solicitó un dictamen al arquitecto provincial, pero cometió la desatención de no informar a Manuel de Cámara, al que, lógicamente, no podía caerle bien esta decisión. Este segundo informe, contrario al del técnico municipal, fue el que prevaleció, provocando las críticas de los que pensaban que dada la importancia del asunto debería de haberse recabado la opinión de otros técnicos. El revuelo fue de tal envergadura que el alcalde accidental Federico Ucar, ordenó paralizar los trabajos hasta que los ánimos se calmaran.

          Tampoco se solucionó nada con la suspensión de las obras, que permanecieron largamente interrumpidas. En 1883 la cuerda se rompió por su parte más débil, cuando Cámara presentó la renuncia a su cargo, basándose en las actuaciones que la corporación había tomado sin consultarle y en la falta de apoyo demostrada por algunos de sus miembros y, a partir de entonces continuaron los trabajos. Fue necesario repetir la subasta de las obras varias veces, por falta de licitadores, hasta que a finales de 1884 se adjudicaron por la cantidad de 8.345 pesetas con 8 céntimos. La odisea había durado más de cinco años.

          Al comenzar la última década del XIX, forzosamente hay que volver a ocuparse del famoso puente, que había tardado casi tanto tiempo en reconstruirse como en encontrarse de nuevo en estado ruinoso. El Ayuntamiento, más que harto de tanto problema y de no menos gastos, en 1892 solicitó ofertas de un puente de hierro que garantizara un mínimo de solidez y duración y capaz para cargas de 14 toneladas. En esta ocasión el asunto marchó con bastante rapidez, y el proyecto se incluyó en el presupuesto del año siguiente por un total de 25.000 pesetas, encargándose su construcción en Barcelona. Siguieron las obras con continuas quejas de los vecinos, al resultar muy dificultoso el paso por el cauce del barranco, especialmente con las mareas altas. Mientras se estaba en estos trances se produjo un nuevo temporal que no tuvo consecuencias graves, puesto que en aquel momento no había puente. Por fin, en 1893, se finaliza y se inaugura el nuevo puente, para lo que hubo que acometer algunos trabajos de acondicionamiento en sus accesos. En esta ocasión no se rebajó el puente, ni se subió el Hospital, pero sí hubo que hacerlo con la parte baja de la calle de la Noria, calle frente a la Iglesia y Vera del Barranco, lo que en unión del estrechamiento y elevación a que ha sido sometido el cauce, junto con las avenidas provenientes de Ramón y Cajal y la Noria, provoca que las inundaciones de la iglesia continúen después de cuatrocientos años.

          Al filo del nuevo siglo, en diciembre de 1899, otro aluvión hizo estragos en Santa Cruz y puso a prueba la nueva construcción después de cinco días de lluvias continuadas. El puente fue rebasado por las aguas pero resistió el embate.

          También se decidió en este año la realización de la vieja idea de construir otro puente sobre el barranco de Santos, que enlazara la población que se iba consolidando alrededor del edificio de Capitanía, con la parte alta del barrio del Cabo y de San Sebastián. En principio se pensó hacerlo a la altura de la calle de Iriarte, para poco después optar por la de Alfaro. La decisión era tan firme que se apremiaba a los técnicos para la prolongación de dicha calle hacia el Sur, y se incluía en el presupuesto municipal de 1899-1900 una partida de 60.000 pesetas para un puente de hierro similar al que se había colocado en El Cabo. A pesar de estas prisas, transcurrieron seis lustros antes de hacerse realidad este proyecto –-e hormigón, no de hierro-, pero en ninguna de las dos calles citadas, sino en la intermedia de Galcerán.

          El barranco de Santos, cauce principal de la ciudad, y barrera física para su expansión, se ve sumido en un período de calma que se prolonga por varios años. Esto era bueno, puesto que las noticias que le afectaban nunca solían ser placenteras. Parece como si se viera inmerso en el marasmo generalizado que Santa Cruz padeció en el comienzo del siglo XX, que se acentuaría luego gravemente con la Gran Guerra.

          Hasta que vuelve a dar señales de vida en diciembre de 1922, cuando la ciudad sufre un nuevo temporal de lluvias, y el aluvión vuelve a producir serios daños a lo largo del curso de todos los barrancos, barranquillos y barranqueras. Como es natural, los efectos en el barranco de Santos fueron los de más graves consecuencias, y las aguas, que pasaron sobre el puente de El Cabo, volvieron a inundar la Vera del Barranco, la calle de la Noria, y destruyeron los murallones laterales de aquella zona, que tantos esfuerzos habían costado. Las obras de encauzamiento se demoraron al ser necesario reformar el trazado de los muros de contención hasta la desembocadura, para amoldarlos al nuevo puente de la Avenida Marítima en construcción.

          Por aquel entonces parece como si a Santa Cruz le entrara prisa por resolver sus problemas con los barrancos. Y así era. A la ciudad le urgía contar con zonas de expansión y necesitaba salvar las barreras que se lo impedían. Son años fecundos en diversas realizaciones para la ciudad. Se aprueba, después de tantos años, el desvío del barranquillo del Aceite hacia el barranco de Santos, se construye el puente Galcerán y se abre al tráfico la Avenida Marítima con su nuevo puente, por muchos años salpicado por las olas, hasta que se hizo "de tierra adentro" con las obras de las nuevas avenidas, plaza de Europa y dársenas portuarias.

          Da la sensación de que a la ciudad le ha dado la fiebre de los puentes, y los proyectos, y sugerencias son abundantes. Se habla de construir uno nuevo en la prolongación de la calle del Norte, desde su cruce con la de Miraflores hasta el barrio de las Cuatro Torres. Hay quien piensa que es un proyecto disparatado, puesto que ya se cuenta con el de la Avenida Marítima, el de El Cabo, el Galcerán, el de las Asuncionistas y el de Zurita. Se llega a decir al alcalde García Sanabria que “ya está bien de puentes y que ya se terminó la era de los sueños”. Otros opinan que no sólo es conveniente hacer un puente más, sino que lo ideal sería hacer un único “puente desde la Avenida. Marítima hasta el Manicomio”, con lo que se acabarían los problemas. También por estos años, principios de los treinta, un concejal propone que se prolongue la calle Seis del barrio del Uruguay -actual Obispo Pérez Cáceres- para dar comunicación directa al núcleo que ya se estaba formando al otro lado -barrio de La Salud-, idea original del actual puente de Loño. El otro puente, el de la calle del Norte, se inauguraría en 1945 con el nombre del general Serrador.

          La historia más reciente del barranco de Diego Santos, nuestro barranco por antonomasia, es bien conocida por todos. Parecía que las lluvias ya no son lo que eran, o que las realizaciones urbanísticas habían sido capaces de aplacar sus iras, o que nuestro barranco ya no era el mismo. Y así parecía, hasta que recientemente se han repetido las mismas escenas, y la iglesia de la Concepción ha vuelto una vez más a inundarse, igual que hace cuatrocientos años, a lo que aún no se ha puesto remedio.

          Veamos, en rápida secuencia, algunos de los efectos del aluvión del 2 de febrero de 2010, con algunos breves comentarios. Especialmente preocupante es la situación del archivo, el más completo sobre la historia de Santa Cruz, que también ha sufrido más de una vez los daños producidos por el agua.

          Me ha dicho algún técnico que el viejo puente de El Cabo es el único responsable de los desbordamientos. Sinceramente, a la vista de los errores técnicos cometidos a lo largo del tiempo, no es creíble tal afirmación. No sé si han sido los técnicos los responsables de la elevación del lecho del barranco y del estrechamiento del cauce aguas abajo del puente Serrador, invadiendo y robando a las aguas una importante franja, un tercio al menos del ancho, con una calle que no existía en el margen izquierdo, junto a la iglesia, en lo que se conocía como Vera del Barranco y que era poco más de una vereda. El error podría subsanarse, al menos en parte, eliminando la acera y la fila de aparcamientos de la invasora calzada y dotando al parapeto de muro de obra de mampostería, pues la actual baranda de hierro favorece el paso del agua hacia la iglesia. Pero no se resolvería del todo el problema, pues se ha estrechado también el puente de Bravo Murillo, rebasado en el último aluvión por las aguas, que retroceden y rebasan las defensas laterales. Debe ser nuestro barranco el único curso hidrográfico del mundo cuya salida al mar es más estrecha que el cauce aguas arriba. Y esto se ha hecho con el beneplácito de los técnicos.

          Se trata de una de las grandes chapuzas que ha sufrido nuestra ciudad, en unión de la mítica presa de Los Campitos, la inútil dársena de Los Llanos, la innecesaria elevación de rasantes en la más moderna Avenida de la Constitución o, por qué no decirlo, la desfiguración de la Alameda y la plaza de España, con la que se ha logrado eliminar -con un costo desmesurado- la que era una de las entradas portuarias más hermosas de todas las ciudades marítimas de España.

          El viejo puente de El Cabo es parte entrañable de nuestra historia. Durante doscientos sesenta años fue el único nexo de conexión con el resto de la Isla y por él entraban personas y mercancías, es decir, riqueza y vida, y es todo un símbolo en nuestras más enraizadas vivencias. Cuando se construyó para hospital este edificio en el que nos hallamos, el solar disponible, antigua propiedad del marqués de Adeje, llegaba hasta cerca de la ermita de San Sebastián. Sin embargo, el arquitecto Manuel de Oráa nos dejó una magistral lección de sensibilidad como urbanista al respetar el entorno y situar el principal acceso y la crujía noble del nuevo edificio a eje con el viejo puente, entendiendo de forma encomiable que el hospital, el puente, la iglesia y su antiguo barrio, constituyen una unidad urbanística indivisible, en el que no se puede eliminar uno de sus elementos sin degradar el conjunto.

          Pero todo cambia. Ya no hay en el barranco charcos para los baños de la chiquillería, para cazar ranas y para terminar los juegos a pedrada limpia; ya no se escucha el típico canto del boyero cuando llevaba a abrevar sus ganados, ni los más alegres de las lavanderas que en el cauce ejercían su limpio oficio. Sin embargo, con¬tiene un potencial enorme de posibilidades y, esperemos, que las nuevas obras de la vía de penetración, que están pidiendo a gritos un adecuado ajardinamiento que mitigue la monotonía de paredes basálticas y asfalto, le dote de un entorno adecuado y digno, para que la ciudad pueda asomarse a su curso sin avergonzarse y con orgullo. 

          No sé si mi prédica habrá sido útil, pero al menos lo he intentado con la mejor voluntad y con todo el cariño que profeso a la ciudad de nuestros desvelos.

 

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