La Alameda de Branciforte (y 3) (Retales de la Historia - 71)

Por Luis Cola Benítez (Publicado en La Opinión el 26 de agosto de 2012).

 

          En los dos Retales anteriores hemos visto las vicisitudes por la que pasaba nuestra entrañable Alameda a través del tiempo y cómo estuvo en alguna ocasión a punto de desaparecer. El famoso paseo era víctima de una sinuosa trayectoria que marcaba unos máximos de atención para, seguidamente, pasar al abandono y desidia.

          En 1861 pareció que se iba a poner remedio y mejorar la situación cuando se inició la restauración de la fachada y se procedió a la limpieza  de las estatuas y del escudo de mármol que coronaban la puerta, quitando el yeso con el que se había pretendido blanquear las piezas y que desfiguraba sus formas. Una suscripción pública hecha con dicho fin, engrosada por el producto de luchadas y riñas de gallos, alcanzó cerca de 14.000 reales. Se aprovechó entonces para regular las horas de baños en la inmediata playa: las mujeres desde el toque de Oraciones hasta las nueve y media de la noche y los hombres desde dicha hora hasta que se cerraran las puertas del muelle.

          Pero el peligro acechaba. En 1863 se pretende ensanchar el acceso al muelle -el famoso “boquete”- pero para ello era necesario derribar parte del Principal, anexo al castillo de San Cristóbal, y la fachada de la Alameda. Las protestas arreciaron, empezando por el propio Ayuntamiento que declaró “que aunque modesta es un legado honroso de nuestros antepasados que la levantaron de su propio peculio, legado que el público todo aprecia íntimamente y paseo construido por los vecinos para su recreo, y es el punto donde en el verano se pasean las Sras. después del baño de mar, de cuyo solaz se verían privadas.”. Como se puede apreciar, el argumento era contundente.

          En los años siguientes parece que vuelve la calma, se recupera la iluminación nocturna, que había decaído, y en 1875 se acuerda traer de Sevilla un árbol de faroles para colocarlo frente a la puerta principal. Pasan los años, se autoriza a la Sociedad Santa Cecilia a dar conciertos en el recinto para recaudar fondos para su sede social -actual Parlamento-, se mantiene la iluminación hasta las doce de la noche, se restauran los delfines de la fuente y de nuevo las estatuas, se repara la bóveda que cubre el barranquillo hasta la playa y se propone derruir el muro de cerramiento de Poniente para dar mayor amplitud a la calle de la Marina. En 1901 el alcalde accidental Juan Martí Dehesa propone derribar el muro de 2,70 metros de altura que cierra la Alameda hacia el mar, resto de la antigua muralla, y sustituirlo por balaustradas. Parecía que las malas noticias habían cesado, cuando en 1908 el gobernador civil pidió la Alameda para construir en su solar el edificio de Correos, a lo que no se accedió. Años después se volvió a restaurar la fuente y se alzó del suelo por medio de gradas, hoy lamentablemente desaparecidas.

          Pero los atentados contra el patrimonio urbano continuaron y, en 1916, sin que sepamos la razón, se eliminó la elegante portada de tres arcos, se desmontaron las estatuas, que sufrieron serios desperfectos, aunque se pudo salvar una que se colocó en el patio de la Institución de Enseñanza, donde aún malvive. Y llegan los cambios de nombres a impulsos de los vaivenes políticos. El paseo, al que muchos  ciudadanos conocían popularmente como Alameda de la Marina, en 1924 se le bautiza con el nombre de Duque de Santa Elena y se le pagan al escultor Granados 350 pesetas por la lápida en mármol con la nueva denominación. Llega 1931 y vuelve a cambiarse el nombre; ahora es Alameda 14 de Abril. Esfuerzo baldío de bautizar y rebautizar el recinto, que en el sentir popular seguía siendo Alameda de la Marina o, simplemente, con mayor cercanía en el tiempo, los Paragüitas.

          En 1982 el ayuntamiento dedicó una generosa aportación a la urbanización y mejora de la Alameda, hasta que la reciente remodelación y desfiguración a que ha sido sometido el acceso por el puerto de nuestra capital, con la que se ha conseguido eliminar irremediablemente la que era una de las más bellas entradas de todas las ciudades marítimas españolas, ha tocado también a nuestra entrañable Alameda, de lo que sólo se salva la reconstrucción de los antiguos arcos de entrada, aunque ocultos en gran parte por el “mamotreto” situado frente al Casino.

          De resto, provista de un pavimento de tierra extraña que se obceca en levantarse en remolinos cuando sopla la menor brisa, con una fuente a la que se le ha eliminado la grada que la realzaba del suelo luciendo ahora achatada, con la ausencia de los gráciles delfines entrelazados que la coronaban y que se perdieron y nadie se ocupa de reponer, el antaño acogedor paseo resulta ahora inhóspito y desolado. Y, en una tierra en la que se dan las flores todo el año, es clamorosa la ausencia de una nota de color. D.E.P. nuestra antaño risueña y entrañable Alameda.

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