Fray Bartolomé de las Casas y ¿la destrucción de Canarias? (I)

 

Por Luis Cola Benítez   (Publicado en El Día el 11 de diciembre de 1994)


          Ha visto la luz recientemente el último libro de Julio Pérez Ortega, que trata de salir al paso, con decisión y valentía, a otro titulado Brevísima relación de la destrucción de África, presentado, comentado y anotado por Isacio Pérez Fernández, basado en textos de Fray Bartolomé de las Casas, y editado por la Viceconsejería de Cultura y Deportes del Gobierno de Canarias.

          Tiene razón el Prof. Cioranescu, como no podía ser menos, cuando tan favorablemente ha enjuiciado este trabajo de Pérez Ortega, cuyo interrogante título ya deja entrever el motivo que le ha llevado a escribirlo. Y más razón tiene el eminente profesor, si cabe, cuando refiriéndose a la obra de Isacio Pérez manifiesta la gravedad que entraña el hecho de que una institución edite un libro para vender oficialmente mentiras, así de claro.

          Pero, sin entrar en juicios de intenciones, si las hubiere, pienso que en la última obra de Pérez Ortega hay muchos aspectos dignos de atención y comentarios, pues no en balde se trata de un libro que no rehuye la polémica. Es un libro escrito -y no descubro nada al referirme a su autor- con rigor y muy bien documentado. También, como ya advierte el autor, se trata de una obra de denso contenido, que debe ser leída con detenimiento y atención, pues son muchos los temas y datos que aporta como fundamento de su tesis. Obviamente, si no se atienden o no se entienden debidamente los argumentos en que basa su exposición, muy difícilmente podrá seguírsele en sus conclusiones.  Para cualquier interesado por los temas de nuestra historia, para cualquier persona que sienta la necesidad de documentarse sobre nuestro pasado, especialmente en lo concerniente a los primeros tiempos de la colonización europea en nuestras Islas, sin duda se trata de una obra fundamental de estudio y consulta.

          Además, tiene la virtud de abrir ante el lector un amplio abanico de temas que guardan entre sí un cúmulo de sugestivas relaciones, principalmente con la conquista de América y de unas Islas respecto a otras, que nos incitan a profundizar en unos aspectos, repasar los que teníamos olvidados o documentarnos sobre otros que nos eran hasta ahora desconocidos. Y aquí es donde más se echa de menos un completo capítulo bibliográfico, del que inexplicablemente carece el libro. Pérez Ortega se nos muestra meticuloso en su trabajo y, ante todo, -y no trata en absoluto de disimularlo ¡estaría bueno!- como un “españolista” integral. Y no me refiero a su españolidad y patriotismo, que por supuesto quedan fuera de toda duda. Me refiero a su enfoque, a su filosofía frente a los hechos históricos. Probablemente, se trata de un sentimiento íntimo que, como todos los sentimientos, no tiene porqué responder a un proceso de raciocinio. Es, sencillamente, un impulso vital. Si se quiere, un magnifico y noble impulso vital. Este sentimiento al que me refiero emana del autor y empapa toda la obra de principio a fin, tal vez inconscientemente.

          Pero unas veces por este motivo, otras por particulares enfoques de temas basados en perspectivas históricas generales y válidas para España o Europa en su conjunto, pero en mi opinión no extrapolables a Canarias, o por particulares criterios sobre temas muy concretos de algunas de las islas, pueden plantearse algunas dudas -o al menos se me plantean a mí- en ciertas parcelas del apretado texto.

          Es evidente que Isacio Pérez Fernández, que en la práctica se erige en cuasi coautor e indudablemente en decidido “orientador” de la Brevísima Relación de la destrucción de África, admite sin más las obvias exageraciones de fray Bartolomé de las Casas, basadas, como bien apunta Pérez Ortega, en relaciones anteriores que adolecían entonces de la necesaria corroboración documental. Las Casas viene a contarnos algo así como “lo que le han dicho que le dijeron los que oyeron decir…”, añadiendo, en algunos casos, datos o cifras de su cosecha que nos asombran  por su incongruencia, y que para cualquier lector medianamente informado le resultan imposibles de admitir. No obstante, no puede negársele al fraile dominico su espíritu batallador -a veces empecinado- y, sobre todo, el haber sido para su época adelantado en la defensa de los derechos de los menos favorecidos -a pesar de sus propias contradicciones-, para lo que utilizó cuantos recursos y argumentos se le pusieron a mano, no siempre con buena fortuna. Lo que no se comprende es que su panegirista, que es de los tiempos actuales, en los que la investigación histórica ha puesto en claro documentalmente muchos aspectos, ignore estos avances y siga dando por buenos muchos de los planteamientos lascasianos.

          Pero si, a su manera, defensor acérrimo de los pueblos sometidos era Las Casas, no tiene razón Isacio Pérez -argumento que brindo a Pérez Ortega- cuando subtitula el libro en cuestión Primera defensa de los guanches y negros contra su esclavización. Es evidente que, antes que el dominico, los reyes de Castilla, el obispo de las Islas, varios clérigos y algunos particulares, incluso guanches libres que no habían sido esclavizados, ya habían enarbolado la bandera de la defensa de los aborígenes canarios.

          En cuanto a abarcar en el mismo tratado a los negros africanos y a los antiguos habitantes de Canarias, no parece tener más justificación que la meramente geográfica y de coincidencia en el tiempo de las primeras incursiones europeas en el vecino continente y en las Islas. La “africanidad canaria”, hoy tan en boga en algunos círculos, es cierta en cuanto al remoto origen de sus antiguos habitantes, siglos antes de su colonización, pero no hay duda de que nada tenían que ver aquellos primitivos pobladores con los contingentes del África negra esclavizados en aquellos tiempos. En este capítulo de las relaciones de las Islas con África, Pérez Ortega parece enmarcar las “cabalgadas” en Berbería de los primeros pobladores españoles de Canarias, en un seguimiento por parte de éstos, dice, de “la tónica de respuesta al Mahometanismo”, de acuerdo, entiendo que quiere expresar, con lo que ocurría en la España peninsular desde hacía siglos. Pero más bien pienso que tiene razón Rumeu de Armas cuando expone que el vecino continente “les deparaba ancho campo para guerrear, combatir y enriquecerse”. Sobre todo se pensaría primordialmente en lo último, pues de no ser así, el guerrear no tendría sentido.

          Las Islas se mostraron desde un principio para los conquistadores como territorios de pobres recursos para una población cuya demanda de bienes materiales y de mano de obra iba en continuo aumento, y muy pronto la Corona prohibiría la esclavización de los guanches, por lo que la proximidad de la costa africana brindaba en teoría unas expectativas de fácil botín que no se podían ignorar. Otra cosa distinta serían luego los resultados prácticos. No perdamos de vista que los conquistadores eran, aquí y en todas partes y ante todo, eso, conquistadores. Es decir, gentes de guerra en primer lugar y sobre cualquier otra catalogación posible. Pero, ¿eran estos conquistadores de alta consideración como opina Pérez Ortega? Rotundamente sí: lo eran como hombres de guerra. Pero convendrán conmigo en que no parece ecuánime dicho calificativo por igual, como hace el autor, a la Iglesia, a la Corona de España y a los conquistadores. Aún hoy, para el hombre de guerra le supondría una rémora para el cumplimiento de su deber cualquier condicionante que le obligara a apartarse del objetivo a conseguir y que se le hubiera ordenado o encomendado. Más aún bajo la óptica social y militar de finales del siglo XV. En la práctica, en las operaciones de conquista, el fin justificaba los medios y el fin de los conquistadores canarios, desde el primero hasta el último, era pacificar la tierra, lograr subsistencias para sus gentes y conseguir, a veces apremiantemente, como es el caso de Alonso Fernández de Lugo, medios para pagar sus cuantiosas deudas o para enriquecerse.

           Esta situación real llevaba lógicamente, soslayando incluso las posibles codicias y ansias de riquezas, a querer acrecentar rápidamente el botín legal según las normas en uso, hacer acopio del mayor número de esclavos, acaparar las mejores tierras, las más ricas en agua, etc., a costa, naturalmente, de los vencidos. Y quede claro que no hay en esto reproche alguno a nadie, pues no enjuicio trayectorias personales, ni situaciones de abuso -que las hubo-, sino que, como queda dicho, eran las normas vigentes entonces, y no es posible, mejor dicho no es históricamente válido ni justo medir actuaciones de hace cinco siglos con criterios de hoy.