De la Gesta tinerfeña. Valor, hidalguía y sentido político.

Por Víctor Zurita Soler (Publicado en La Tarde el 25 de julio de 1962).

 

          Sereno, erguido como un viejo roble castellano, el general Gutiérrez de Otero, de pie ante la mesa de su despacho del castillo de San Cristóbal, sede entonces de los Comandantes Generales, consideraba los acontecimientos que se estaban desarrollando en Santa Cruz aquel día de julio de hace hoy 165 años. Pensaba en las medidas de emergencia que venía adoptando, desde tiempo atrás, para la defensa de la plaza, ante los sucesos de la política mundial y ajeno a la realidad presente que tenía ante sus ojos. El ataque de Nelson fue por sorpresa, cumpliendo órdenes de Jervis a raíz de la batalla del cabo San Vicente. Troubridge, con sus fuerzas de desembarco, estaba cercado en el convento de Santo Domingo; Nelson, herido, a bordo del Teseo, y la victoria -sabía el general- a favor de sus tropas y del paisanaje voluntario, pues con su valor y su sangre, unos y otros, habían salvado el peligro de la invasión y dieron a la acción que se desarrollaba el giro más lisonjero.

          El hundimiento del Fox con la pérdida de su dotación y unidades de desembarco; la decisión española de enfrentarse a cualquier nuevo intento, pues las probabilidades de sorpresa habían desaparecido; todo, en suma, le afirmaba en la seguridad de un triunfo consolidado. Meditaba el general, y su serenidad, que no tuvo quiebra durante la acción, hizo que su meditación derivara por los cauces de la reflexión y la política.

          Se ha censurado alegremente la actitud de Gutiérrez de Otero en aquellos momentos del triunfo seguro, mas en ello estriba su mayor acierto. Retener o aniquilar las tropas enemigas acorraladas en un caserón de la ciudad, era probablemente perder lo mucho ganado. Fuerzas más potentes y poderosas acudirían en trance de desagravio, mientras la plaza no podría contar con nuevos apoyos. Las condiciones de retirada de soldados y navíos con la promesa firmada de no atacar ninguna de nuestras islas, era la más lógica, la prudente, la política. La que acreditó a un jefe militar en posesión del pleno sentido de sus responsabilidades.

          Se ha comentado de diversa manera el cariz y desenlace de aquella victoria tinerfeña del 25 de Julio, y hasta un profesor universitario vino a decir que “nos la dieron con queso”. Tamaño error. La capitulación inglesa de aquel día de 1797, tuvo el mismo valor moral y humano de la rendición de Breda inmortalizada en el cuadro de “Las lanzas”. El ejército y el pueblo se cubrieron de gloria, demostrando bizarría, valor, y ello se completó con alta lección de hidalguía. De hidalguía y de política. Para la paz hay que tener mayor experiencia y sentido político que para la guerra misma. Potsdam y otras tantas reuniones de la historia moderna, ponen muy alto lugar la meditación y el claro sentido de las decisiones tomadas por un general hace hoy 165 años, en Santa Cruz de Tenerife.

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