Por Juan Carlos Monteverde García (Monty) (Publicado en El Día en julio de 2011).

                                           
Preámbulo

          Desaparecida la dinastía de los Austrias, reinantes en suelo español, comienza una pugna entre los candidatos a sentarse en el trono de una de las naciones más poderosas del mundo, cuyos dominios se extendían por muchos de los mares del planeta. La llamada Guerra de Sucesión, significó finalmente un triunfo para el duque de Anjou, Felipe de Borbón, sobre el otro enconado rival, el archiduque Carlos de Austria. Sin embargo esta victoria supuso un tremendo desgaste para el reino español, que deja de ser hegemónico y pierde Gibraltar a manos de los ingleses. Finalmente, el tratado de Utrecht zanjaría esta guerra en 1713, aunque la realidad desvelaba el embrión de un nuevo conflicto, el de la Triple Alianza. Firmada por Inglaterra, Francia y Holanda con una sola finalidad, intentar por todos los medios que las pérdidas españolas por el Tratado de Utrech no se recuperasen nunca, y por tanto su hegemonía sobre las demás naciones europeas.

          Con este panorama político, plagado de enemigos potenciales por los cuatro puntos cardinales, el nuevo y flamante rey Borbón, Felipe V, determina que para mantener y no perder la influencia en los mares que conducían a sus posesiones de ultramar, había que multiplicar y potenciar la fuerza naval. Tal es así, que en un breve lapso de tiempo es capaz de duplicar su poderío bélico, haciendo desembarcar en Sicilia una fuerza de 35.000 hombres a bordo de 50 navíos y 10 galeras.

          Alarmado de su poder, el enemigo, personificado en el duque de Berwick , antes aliado del monarca hispano, pasa los Pirineos para destruir el astillero de Guarnizo (Santander), mientras que los ingleses penetran en Vigo por segunda vez en el siglo (la primera fue la batalla de Rande en 1702), consiguiendo destruir seis navíos. Se suceden así, a lo largo de todo su reinado, numerosas batallas navales con dispares resultados para el enemigo inglés y el triunfo español. Y esta guerra de alternativas concluye en 1746, con el fallecimiento del Borbón en su palacio del Buen Retiro de Madrid. Dando paso a Fernando VI, que se adhiere a la Paz de Aquisgrán y firma un tratado con Portugal, y un concordato con la Santa Sede; marcando así las líneas básicas de un reinado neutral y pacifista. Período que será decisivo para la potenciación de la Marina española y que dará cierta ventaja al posterior reinado de Carlos III; monarca vital para el singular crecimiento de la construcción naval española, como veremos a continuación.

 

La construcción naval española

          En el resurgimiento y modernización de nuestra Armada, hay que citar, entre otros, a los cuatro artífices y sus diferentes épocas: Gaztañeta, Jorge Juan, Gautier y Romero Landa.

Gaztaeta

Gaztañeta

          De José Antonio Gaztañeta e Iturribalzaga (Motrico 1656/ Madrid 1728), fue en esencia el muñidor del inicio de la reforma naval. Ya que con sus tratados sobre la fabricación de navíos, más la mejora de sus medidas y proporciones, significó un cambio en los métodos y formas de elaboración de estos bastiones flotantes, que pasaron a ser mayores y de más longitud que los anteriormente creados. Muchos de los elementos aportados por este marino, fueron tomados como referencia por ingleses y holandeses para sus respectivas flotas. Se da la circunstancia que dos navíos construidos por él, los “Princesa” y “Glorioso”, fueron posteriormente apresados por los ingleses y completamente desmontados para analizar su forma de construcción y servir de referente para la evolución de sus modelos posteriores; que dieron paso a barcos como el “Victory” de 100 cañones. Buque insignia de Nelson en la batalla de Trafalgar y único superviviente de aquella época, hoy fondeado en el puerto de Portsmouth.

          En años posteriores a su muerte, se siguieron construyendo barcos mediante su sistema, hasta llegar al reinado de Carlos III, fecha en que se marca otro hito en la construcción naval, debido al surgimiento de un personaje, Zenón de Somodevilla y Bengoechea, marqués de la Ensenada. El cual determina que hay que renovar el sistema de fabricación de barcos o perder el tren del progreso.

Jorge_Juan

Jorge Juan

          De este modo, comienza por crear la infraestructura necesaria partiendo de los cuatro astilleros peninsulares existentes: Santander, Ferrol, Cádiz y Cartagena, nombrando colaborador al capitán de navío Jorge Juan y Santacilia (Novelda, Alicante 1713/ Madrid 1773) Este ilustrado marino, reunía en si mismo los títulos de oficial de marina, matemático, geógrafo y astrónomo.  Con estas cualidades se convirtió en la mano ejecutora que consiguió los medios necesarios para la industria naval militar. Estableciendo normas de diseño y criterios constructivos, materializó en los astilleros de Santander, Ferrol, Cartagena y La Habana cuatro modelos de modernos navíos al servicio de su Majestad. Pero antes de ello, debemos retroceder a una hábil operación de espionaje industrial, llevada a cabo por el mismo Jorge Juan y que daría el fruto posterior de los diseños de construcción de mejores navíos.

 

El espionaje industrial

          Bajo la tutela del embajador Ricardo Wall, aprovechando el período de paz borbónica de Fernando VI y con identidad falsa, Jorge Juan se hace acompañar a Inglaterra por el oficial José Solano y por el civil Pedro de Mora, y se identifica como mister Jossues; también en otro momento  se caracteriza como librero con el nombre de George Sublevant.

          La misión consiste no sólo en copiar los modelos ingleses, sino de la captación de técnicos navales irlandeses, católicos y disidentes del anglicanismo británico reinante. De este modo, por sus relaciones con personas influyentes, consigue Jorge Juan numerosos planos y textos reservados concernientes a barcos, e incluso logra información sobre los incipientes comienzos de los artilugios a vapor y otras innovaciones o descubrimientos. Informaciones que hace seguir puntualmente a España para satisfacción del marqués de la Ensenada.

          Pero para llevar a la práctica la elaboración de estos sistemas de construcción, se necesitaba mano de obra experimentada en tales métodos, y por ello consiguió “reclutar” a numerosos maestros carpinteros, entre los que sobresalen Mateo Mullán (creador del "Santísima Trinidad", considerado entonces el mayor barco de guerra del mundo), Richard Rooth, William Turner y otros. También se hace con el servicio de renombrados maestros veleros como Patrick Lathey y Peter Drew, y cordeleros como Seyers y Clark. Todos ellos hasta completar casi un centenar de expertos en las diversas facetas de construcción de navíos. Esta operación de criba se mantiene hasta que por una delación, el servicio de contraespionaje inglés, ya sobre la pista,  impide, por sospechosos, la entrada y salida de los astilleros a José Solano y a Pedro Mora. Enterado de ello, Jorge Juan se ve obligado a acelerar el traslado a España del personal técnico contratado, capeando las sospechas hasta el límite de credibilidad; teniendo finalmente que escapar de Inglaterra disfrazado de marinero en el mercante  “Santa Ana de Santoña”. Y es en el mismo puerto galo de Boulogne, donde se reencuentra con sus viejos camaradas de aventura.

          Regresado a España, tanto él como sus compañeros son agasajados y ascendidos por sus servicios. De esta manera, con los mimbres recabados, se comienza a tejer el cesto de una de las tres mejores Armadas del mundo. Gracias a ello, surgen en 1753, de los astilleros de Guarnizo (Santander), los primeros navíos de los llamados de “tercera clase”: los “Poderoso”, “Serio”, “Contento” y “Arrogante”. Pero la mayor manufacturación gravita sobre El Ferrol, donde se construye el prototipo “Aquilón” para medirlo en pruebas y de cuyo resultado surgieron los denominados “Doce Apóstoles”; destacando entre ellos por su longevidad el “Guerrero” ( 92 años de servicio). También en Cartagena y La Habana surgirían numerosos navíos; siendo los de la “Perla de las Antillas” los de mayores dimensiones y mayor capacidad bélica, comos los “San Carlos” y “San Fernando”, ambos de 80 cañones, pero que no dieron el resultado esperado.

          A raíz de ese ocasional fracaso, se obliga a Mateo Mullán  a desistir de construir navíos de mayores dimensiones, pero él no ceja en su empeño y acepta finalmente un encargo combinado. El de construir un nuevo modelo de navío de 74 cañones, a cambio de poner en grada la quilla del que sería el mayor buque de guerra de aquellos tiempos, Ni más ni menos que el “Santísima Trinidad”, también llamado el “Escorial de los mares”. Aunque como todos sabemos, adoleció de cualidades marineras por su exagerada altura de borda y el desproporcionado reparto de pesos, pues llego a montar 140 cañones en la definitiva batalla de Trafalgar. Finalmente se hundiría frente a la costa gaditana de Barbate.

          La caída en desgracia del marqués de la Ensenada, contribuyó al cambio del asentista o contratista  Juan Fernández, habitual de Jorge Juan, que fue sustituido por  Manuel Zubiría, simpatizante del constructor naval francés Francisco Gautier Audibert (1715 / 1782). Y para disgusto de Jorge Juan, se comenzó a construir barcos de distinto diseño, más estrechos de manga y de líneas más alargadas, con lo cual ganaban en velocidad pero perdían consistencia. Y a la hora de la navegación solían balancearse en exceso, haciendo que ésta y la precisión de tiro fueran mucho más complicadas. No obstante a ello, surgieron los “San Francisco de Asís”, “Santo Domingo”, “San Agustín” y una treintena más con otras denominaciones, construidos en diferentes años en los cuatro astilleros peninsulares y el cubano de La Habana.

          Pese a la tendencia del francés a construir mayoritariamente barcos de 74 cañones, los llamados de tercera clase, tampoco se sustrajo al deseo de poner en grada navíos de mayor porte. De este modo surgieron los “reales” de primera clase “Purísima Concepción”, “San José” y “San Felipe”, construidos todos en El Ferrol y artillados cada uno con más de un centenar de bocas de fuego.

Romero

Romero y Fernández de Landa

          Justo el mismo año en que se bota el último citado, muere el ingeniero francés, siendo relevado por su mejor discípulo José Romero y Fernández de Landa (Huelva, 1735 / Madrid, 1807). Este nuevo nombramiento, nos elevaría al rango de los mejores constructores de navíos del siglo XVIII, pues Romero Landa  supo conjugar todas las ventajas de los diseños de sus antecesores y suprimir muchos de los defectos, a la hora de navegar y en los momentos álgidos de los combates.

 

Nacen los “ildefonsinos” y “meregildos”

          Amalgamando, pues, todas las cualidades de los diseños anteriores, Romero Landa puso en 1784, en la grada del astillero de Cartagena las bases del prototipo que daría nombre a una serie de 8 que se construyeron con los mismos gálibos. De este modo surgen los “San Ildefonso”, “Intrépido”, “Conquistador”, “Pelayo”, “San Francisco de Paula”, “Monarca”, “San Telmo” y “Europa”.

          Botado a la mar el “San Ildefonso”, fue sometido por el mismo José de Mazarredo a pruebas comparativas de navegación junto con el gautier “Nepomuceno”, en una travesía desde Cartagena a Argel. A su regreso, el jefe de escuadra declaró con entusiasmo: “Salía a barlovento como las fragatas; gobernaba y viraba como un bote; tenía una batería espaciosa, estable en todas las posiciones, casos y circunstancias”. Ni que decir que este navío y sus compañeros de serie, fueron los indiscutibles mejores barcos de 74 cañones construidos hasta entonces y que generaron admiración y envidia en sus oponentes ingleses y franceses.

          Hacemos un paréntesis para narrar la evidencia de que en su última época bajo pabellón español, el “San Ildefonso” fue apresado por los ingleses en la batalla de Trafalgar e incorporado a la Royal Navy con el mismo nombre hasta su desaparición en 1813. Durante el combate, el navío, que acudió en auxilio de su hermano mayor en dificultades, el Príncipe de Asturias, al servirle de escudo se vio obligado a rendirse al quedar totalmente desarbolado a merced de tres  enemigos, los “Thunderet”, “Dreanought” y “Poliphemus”,  que lo cañonearon sin tregua, siendo su balance de bajas 34 muertos y 126 heridos.

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Bandera del "San Ildefonso" en el British Museum de Londres

          De su informe posterior, realizado por el propio comandante , José de Vargas Varáez, citamos textualmente parte del mismo en el que menciona el sobresaliente comportamiento del tinerfeño Domingo de Monteverde y Rivas, a la sazón teniente de fragata al mando de la segunda batería del navío: “ídem de Fragata y Comandante de la segunda batería D. Domingo Monteverde, herido a las tres y tres cuartos de la tarde, tuve que mandar personalmente a ese Oficial a se retirase a la enfermería, pues que sus deseos de sacrificarse no le permitían abandonar la batería aun con la justa causa de hallarse herido”

Monteverde

Monteverde

          Como se desprende de esta declaración, y como dictaba la norma de la hoja de servicios, el valor no se le suponía a nuestro paisano, sino que fue sobradamente probado en cuantas heridas recibió a lo largo de su vida militar, hasta su fallecimiento en San Fernando (Cádiz) en 1832 a la edad de 60 años. No en balde fue acreedor en 1817 de la Laureada de San Fernando y la Gran Cruz de Isabel la Católica, entre otras muchas condecoraciones que obtuvo a lo largo de su periodo castrense. Llegando a ser Brigadier y Jefe de Escuadra, y comandante principal de los Tercios Navales de Levante; además de Capitán General de Venezuela y primer Coronel General de la recién fundada Brigada Real de Marina.

          Pero, retomando de nuevo la narración, de estos 8 excelentes navíos los más longevos fueron los “San Telmo” y “Conquistador”. Perdido el primero al sur del cabo de Hornos, en tierras antárticas; y el segundo cedido en 1802 a Francia, que lo rebautizó “Conquérant”, en sustitución del de igual nombre, perdido en la batalla del Nilo (Aboukir) contra la flota de Nelson.  Mantenido en servicio hasta el año de 1824, se da de baja definitiva y es desguazado.

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Un "ildefonsino"

          Pero si eficaces resultaron los “ildefonsinos”, de 74 cañones, también lo fueron los denominados “reales” de primera clase. De mayores dimensiones que los anteriores, fueron dotados con un mínimo de 112 cañones, que podían ser aumentados hasta 120, si se le añadían las temibles carronadas, demoledoras en distancias cortas. Tomando como referencia los anteriores construidos, debido a los diseños del ingeniero francés Francisco Gautier (“Purísima Concepción”,”San José” y “San Felipe”), crea Romero Landa el “Santa Ana”, prototipo de otra serie de 8 mastodontes, generosamente artillados, y cuya presencia hacía huir a los enemigos de menor porte, incapaces de resistir una andanada de los más de una cincuentena de cañones de cada uno de sus costados.

          El “Santa Ana” resultó un ejemplo inmejorable del buen hacer del ingeniero onubense. Salido de las gradas de Ferrol en 1784, intervino en la batalla de Trafalgar, donde infligió un duro castigo al “Royal Sovereign”; siendo a su vez acosado y atacado de forma simultánea por los “Belleisle”, “Tonnant” y “Mars”, que vinieron en ayuda de su compañero en apuros.  No obstante a ello, es salvado en el último instante por los “Rayo”, “Montañés” y “San Justo”, que lo marinan en plena noche hasta Cádiz. Una vez reparado, tomó rumbo a La Habana para atracar en su Apostadero, donde finalmente se hundiría por falta de carenado.

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El "San Hermenegildo", de 112 cañones

          Los restantes “meregildos”, denominados así popularmente por el “San Hermenegildo”, primero de la segunda tanda de reales, fueron los “Mejicano”, “Conde de Regla”, “Salvador del Mundo”, “Real Carlos”, “Reina María Luisa” y “Príncipe de Asturias”; siendo éste el último de los reales construidos, ya que después de 1794, los astilleros disminuyen su producción por falta de recursos y la inadecuada política de los sucesivos monarcas, que consideran innecesario el mantenimiento de una flota bien pertrechada. De ahí que la mayoría de ésta se hunda en sus propios atraques o fondeaderos.

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Un "meregildo"

Conclusión final

          Queda así para la historia, el mejor ejemplo del perfeccionamiento de la construcción naval española, imitada incluso por sus enemigos más declarados. A esto se uniría la desastrosa política posterior a Trafalgar, que convertiría a una nación poderosa en una débil caricatura de su antigua condición de dueña y señora de todos los mares.

          Incapaz de crear una nueva política de reconstrucción, a fin de no perder la hegemonía de las aguas que conducían a sus territorios de ultramar, España entraría en declive por causa de la invasión napoleónica. Por ello, el Gobierno se vio obligado a trasladarse a Cádiz y reorganizarse en la isla de León. Lugar donde los oficiales de marina no pudieron impedir que se pudrieran sus navíos mientras luchaban en tierra, al tiempo que se recurría al desmantelamiento de todo el armamento a flote posible para reutilizarlo como artillería de campaña. Esta demanda terrestre logró debilitar aún más a la Armada, hasta el extremo de impedir el traslado de tropas para luchar contra los independentistas de las colonias americanas. Y como consecuencia de ello comenzó el paulatino proceso separatista, donde una España frágil y carente de recursos dejó escapar todas sus posesiones coloniales hasta la culminación, en 1898, de la pérdida de Filipinas y Cuba.

          Citaremos, para concluir, los datos que transcurren entre 1795, fecha de construcción del último navío de 112 cañones, hasta llegar a 1825. En este periodo la Armada pierde 22 barcos en combate, 10 en naufragios, 8 que se entregan a Francia y 39 que tienen que ser dados de baja por su mal estado a causa de la carencia de mantenimiento; llegándose incluso a comprar a Rusia en 1817 un lote de barcos de deshecho, con la finalidad de utilizarlos como escoltas y trasportes para el traslado de tropas a las colonias. Circunstancia que no se produjo, ya que la mayoría de ellos se hundieron al intentar ponerlos en servicio después de arduos trabajos de reparación en el astillero.

          Así, pues, el 11 de agosto del citado año, el Secretario de Estado español recibió al embajador ruso en Madrid para proponerle la compra de algunos navíos de línea a  su nación. Una vez acordado el precio y las características, el lote quedó finalmente compuesto por los 74 cañones, rebautizados como “Fernando VII”, “Alejandro I”, “Numancia”, “Velasco” y “España”. Además de las fragatas de 50 cañones “Isabel María”, “Ligera” y “Astrolabio”. También se hicieron con las corbetas de 40 cañones “Pronta”, “Viva” y “Mercurio”. El caso es que los “Numancia” y “España” entraron en los astilleros de La Carraca y allí fueron desguazados directamente. El “Fernando VII” realizó un corto viaje por el Mediterráneo y a su regreso fue desguazado también. El “Alejandro I” fue aparejado para acompañar al superviviente ildefonsino “San Telmo” con la expedición de Dionisio Porlier hacia el Cabo de Hornos y Chile, y cuando estaba frente a Brasil tuvo que desistir y volver a Cádiz por su lamentable estado de flotabilidad, siendo también desguazado.

          En cuanto al navío “Velasco”, jamás pudo salir del puerto de llegada a España; e igual suerte corrieron la fragata “Astrolabio” y la corbeta “Mercurio”. De estas embarcaciones más ligeras, sólo fueron de utilidad la “María Isabel”, que escoltó a Chile y Perú a un convoy de 10 trasportes con 2.080 soldados del regimiento de Cantabria, y fue apresada por la marina rebelde chilena y rebautizada para su flota; perdiendo 7 de los diez transportes de tropas. También la corbeta “Pronta” realizó un único viaje al Caribe, para ser desguazada a continuación. Y la homóloga “Viva” después de arribar penosamente a La Habana, se hundió en la bahía de Portobelo (Panamá) al intentar seguir su periplo. Por último, la fragata “Ligera”, tras servir algún tiempo en la flotilla de Costa Firme, se hundió a la entrada de Santiago de Cuba en 1822.

          Posteriormente, en el balance general de la Armada de 1834, únicamente figuran 3 navíos, 4 fragatas, 5 corbetas y algunas unidades menores. Cifra que resulta más que significativa de la ausencia de cualquier política de reconstrucción, pues para ese entonces la hegemonía de la construcción naval española ya sólo era una nota predominante en los libros de historia. Años después, desaparecidos los barcos a vela, la anticuada flota del almirante Cervera mediría sus fuerzas en Santiago de Cuba, en inferioridad técnica y numérica, con la armada estadounidense. Culminando así con la pérdida de más preciada joya de la Corona, que supuso para España la mayor de las Antillas.

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Bibliografía
La marina de guerra española en el primer tercio del siglo XIX. Pilar Castillo Manrubia. Editorial Naval (col. Aula de Navegantes), 1992.
La batalla de Trafalga, Wikipedia
Trafalgar. Tres armadas en combate, de Víctor Sanjuán
José Romero Fernández de Landa, Un Ingeniero de Marina del Siglo XVIII, de José María de Juan-García Aguado, Universidad de la Coruña, 1998.
Todo a babor, relación del comandante José de Vargas Varáez
El navío de tres puentes en la Armada española, de José Ignacio González-Aller Hierro.
La Armada y la enseñanza naval (1700/1840), de Miguel Alía Plana
Canje de Prisioneros en Trafalgar, de Antonio Luís