Por Jesús Villanueva Jiménez  (Publicado en La Opinión el 14 de junio de 2017).
 
 
 
          En el alto mástil del castillo de San Cristóbal ondeaba la bandera roja y gualda, que hasta poco antes sólo lo hacía en los barcos de la Marina de Guerra española, por mandato de Carlos III,  siendo a partir del 8 de marzo de 1793 cuando coronó también, por orden de S.M. Carlos IV, las plazas marítimas, castillos y defensas costeras. Desde sus almenas, soldados del Batallón de Infantería de Canarias vigilaban el horizonte azul. Se alcanzaban las tres de la tarde del domingo 4 de junio de 1797, cuando un centinela divisó tres barcos con enseña británica.
 
          Eran las fragatas de guerra Minerva, de 44 cañones, y Lively de 38 -que en la madrugada del 28 de mayo, en operación comandada por el capitán  Benjamin Hallowell, hicieron presa de la corbeta francesa La Mutine-, acompañadas de un tercer mercante español apresado. 
 
          La mañana del pasado viernes 26 de mayo había arribado al puerto santacrucero La Mutine, armada con 18 cañones y dotada de una tripulación de 148 hombres, al mando del capitán Louis Estanislao Xavier Pomies, que hacía escala procedente de Brest, con destino a la India. A la mañana siguiente, dos fragatas de guerra británicas, fuera del alcance de los cañones de costa, echaron al agua un bote enarbolando bandera blanca, con intención de parlamentar. El capitán de Puerto don Carlos Adán, acompañado del capitán graduado de teniente coronel del Batallón de Infantería don Juan Creagh, recibió una misiva de manos de un espigado oficial, y presto se la llevó al Comandante General del Archipiélago don Antonio Gutiérrez. En ella, el capitán Hallowell solicitaba la entrega de los prisioneros británicos en la isla, argumentando que ellos habían realizado trasbordo de prisioneros españoles a barcos neutrales. El general Gutiérrez consideró, con acierto, que aquella no era más que una argucia para estudiar de cerca las defensas costeras de Santa Cruz, puesto que, ante aquel absurdo argumento, nadie en su sano juicio aceptaría llevar a término supuesto intercambio de prisioneros. Tanta fue la desconfianza del General que dio órdenes precisas al capitán Creagh: “Refuerce la guardia y advierta el capitán de La Mutine que haga lo mismo en su barco y que no repare en tener a punto los medios defensivos de los que disponga. Yo mismo, y comuníqueselo vuestra merced a la Plana Mayor, pasaré la noche en las dependencias del Castillo de San Cristóbal. Esta visita inglesa no me huele nada bien”. No hizo debido caso el capitán Pomies a la advertencia del General, y aquella madrugada, más dormidos que despiertos sus centinelas, la corbeta francesa fue abordada y hecha prisionera por los ingleses que aquella misma mañana se acercaron al puerto, a pesar del fuego que sobre ella hizo la artillería de costa. Ya amanecido, exhaustos, llegaron a tierra a nado el contramaestre de la corbeta y dos marineros. El primero narró una versión de los hechos en la que se erigía cual héroe que salvó la vida de milagro, versión que los otros dos ratificaron. Afirmó el contramaestre gabacho que, después de batirse ferozmente y acabar con la vida de seis o siete ingleses, viendo ya el barco perdido, antes de dejarse apresar, se lanzó al agua, seguido de los otros dos, esquivando bajo las olas el fuego de mosquete enemigo. Versión que hizo dudar a Gutiérrez y a todos los que supieron de ella. 
 
          Aquella soleada tarde de 4 de junio, desde uno de los buques británicos se botó otra lancha al agua con bandera blanca, señal de petición de parlamento. Por segunda vez, del muelle partió un bote con don Juan Creagh y don Carlos Adán como comisionados, para que, sin acercarse a tierra más de lo necesario, el mismo espigado oficial inglés entregase la misiva con la propuesta del capitán Hallowell, además de una carta del segundo oficial de La Mutine, Godefroy de Tregomain -que permanecía prisionero a borde de una de las fragatas, desde la madrugada del 28-, y de la valija del mercante español apresado. De inmediato, las cartas y documentos fueron entregados al general Gutiérrez, que aguardaba en el Castillo Principal de San Cristóbal. El Comandante General, reunido con su Plana Mayor, leyó con gran atención los documentos. Un buen rato después informó del contenido de los mismos a los hombres de su máxima confianza.
 
          Según las explicaciones dadas en su carta, el segundo capitán de La Mutine desmentía la narración heroica del contramaestre, quien ciertamente no había dudado en tirarse al agua en cuanto asomaron por la borda los ingleses, sin hacer un disparo ni dar un mamporro. Así pues, su narración no era más que la falsa fanfarronería de un cobarde convencido de que su patraña nunca sería descubierta. Además, el oficial francés informaba de que La Mutine había sido alcanzada por el fuego de costa sufriendo grandes daños, por lo que tuvo que ser varada al sur de la isla, en la playa de los Cristianos, donde fue reparada para poder navegar de nuevo. En su misiva, Hallowell proponía, esta vez con razones ciertas, el canje de los franceses y de los españoles del barco apresado -que había partido de Cádiz hacía cinco días-, por los ingleses prisioneros en Tenerife, de los que tenía noticias. No obstante, por eso de hacer buena la presa, retendrían a tres hombres por barco, incluido el oficial francés. Dado que los británicos retenidos eran diez y los dispuestos a entregar franceses y españoles sumaban sesenta, Gutiérrez decidió aceptar la ventajosa propuesta. Sin duda, y tengámoslo en cuenta, a Hallowell bien le venía deshacerse de tantos prisioneros a quienes tenía que alimentar y mantener a buen recaudo, hasta llegar a puerto británico, lo que no tendría previsto hacer de inmediato.
 
          Al día siguiente comenzaron las operaciones de canje de prisioneros. Los franceses y españoles se repartían entre las dos fragatas, y los ingleses se hallaban en San Cristóbal de La Laguna, por lo que los traslados se alargaron hasta el atardecer del miércoles 7. En el proceso de canje, Hallowell -haciendo gala de la hospitalidad entre oficiales, aun siendo enemigos en tiempos de guerra, cosas del siglo XVIII- invitó a comer en la Minerve a don Carlos Adán y a don Juan Creagh, responsables ambos de la operación. También obsequió al general Gutiérrez con un queso de buen tamaño, una barrica de manteca y dos de vino francés del que en sus bodegas llevaba La Mutine. El Comandante General correspondió al inglés con dos saquitos de limones, diez ristras de cebollas y una barrica de un exquisito malvasía de la isla. 
 
          Durante el trasiego de la operación, aunque todo parecía marchar de perlas, cierta incertidumbre afectaba a la población chicharrera, pues no era plato de buen gusto tener tan cerca de la costa a dos buques de guerra enemigos, temiendo como se temía el ataque a la plaza tinerfeña de una escuadra de aquella nación. La tensión se hizo patente cuando la madrugada del 5 al 6, faltando por realizar aún la mitad del intercambio de prisioneros, desde uno de los barcos españoles fondeados en la rada se dio la voz de al arma, al descubrir unos marineros unas lanchas acercarse a tierra. De inmediato, las campanas de iglesias y conventos repicaron con estrépito, y el Plan de Defensa previsto por Gutiérrez se puso en marcha. ¿Sería una argucia británica aquel intercambio, para intentar un desembarco por sorpresa ante la relajación de las defensas españolas? Por fortuna, resultó ser una falsa alarma, fruto de la tensión acumulada por los vigías de los barcos fondeados en la bahía, posiblemente engañados por las olas bailarinas en las negras aguas nocturnas. 
 
          La mañana del 7 de junio partieron los barcos ingleses, dejando atrás la isla. Santa Cruz volvía a la normalidad de cada jornada. Desde los baluartes de costa, los vigías seguirían oteando el horizonte, así como desde las atalayas que circundaban Tenerife. Eran aquellas atalayas parte fundamental del Plan de Defensa diseñado por don Antonio Gutiérrez de Otero en julio de 1793 -con motivo de la guerra que con Francia, una vez más de tantas otras, España sostenía-, activado en noviembre de 1796, al declararle la guerra Carlos IV a Jorge III. Descubrir al enemigo en la distancia daría un tiempo de valor incalculable a las defensas para anticiparse a los movimientos británicos. Bien conocía el viejo general el poderío de la Royal Navy y la profesionalidad de su marinería e infantería de marina. En un ataque en toda regla, los ingleses, con barcos y hombres suficientes, podían poner en muy serios aprietos a las escasas fuerzas responsables de la defensa de la plaza fuerte más importante de las islas, puerta de todas las Canarias. 
 
          Aquel atardecer de templada atmósfera y ánimos alborotados, acodado en la baranda de la balconada esquinera de su casa -sita entre las calles san José y san Francisco-, don Antonio contemplaba el gigante Atlántico oscurecerse, tornando su añil tardío por un gris que pronto no fue más que un lienzo negro salpicado por las lucecillas de los barcos fondeados en la bahía chicharrera. 
 
          A esas mismas horas, frente a la costa gaditana, a bordo del navío de línea HMS Captain, Nelson urdía cómo alcanzar la más alta gloria. Sólo el ojo sano le permitía observar la costa andaluza, y al grueso de la Armada española allí bloqueada, y a los barquitos de pesca regresar a puerto. Soñaba el contralmirante con los laureles del triunfo, cuando sintió la fresca brisa del atardecer y decidió bajar a su camarote. Y fue en ese instante, al hacer un descuidado movimiento, cuando se golpeó el codo de su brazo diestro con el grueso madero de la borda. Un doloroso y desagradable calambre partió de ese punto por todo el miembro hasta recorrer de arriba abajo su menudo cuerpo. Se frotó el codo, tratando de aliviar la pena. Parecía arderle el brazo, debió darse justo en algún sensitivo nervio. Entonces resopló con  el cuerpo descompuesto, tan descompuesto que aquellos sueños de laureles se fueron con el viento.
 
         En el cielo de Santa Cruz, en la noche silenciosa, lucía la luna. Parecía sonreír. 
 
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