Por Jesús Villanueva Jiménez (Publicado en La Opinión el 12 de diciembre de 2016).
 
 
          En estos días se expone en los cines españoles la película 1898 Los últimos de Filipinas, del productor Enrique Cerezo, dirigida por Salvador Calvo, basada en una gloriosa página de nuestra Historia, escasamente conocida. Yo, como tantos, creí una magnífica iniciativa llevar a la gran pantalla esta Gesta, como hacen desde siempre y de continuo tantos realizadores anglosajones. Bien es cierto que me temía lo peor -pues muchos precedentes hay al respecto-, y es que la historia se distorsionara, mostrando una versión acorde con la ideología progre que domina el panorama cinematográfico de nuestro país. Es decir, hagamos que la heroicidad de unos patriotas no sea otra cosa que el borreguil comportamiento del ganado que conduce al matadero el descerebrado líder. Porque eso es lo que plantean el guionista y el director de la cinta. 
 
          Desmenucemos el despropósito. El 30 de junio de 1898, en Baler se hallaban tres oficiales (incluido el teniente médico), y 54 cazadores, además de un fraile al que se unieron dos más, al poco del comienzo del ataque tagalo. Para empezar, en la película se nos presenta un franciscano -que interpreta Karra Elejalde- adicto al opio, que induce a fumar a un soldado; y se sugiere que, al saberse enfermo de beri-beri el religioso, acelera su trágico final con una dosis extra de droga. ¿A cuenta de qué se plantea esta circunstancia? ¿Será que queda muy chulo mostrar un misionero drogata? Por cierto, Karra Elejalde declaró que se alegra de que en la actualidad solo aquellos que gusten de “dar o recibir órdenes” lleguen a verse en esas circunstancias. ¿Dar o recibir órdenes? ¿Se referirá Elejalde al cirujano que da órdenes al sanitario que le asiste en el quirófano, las cuales atiende de inmediato el sanitario, conscientes de la vida que tienen en sus manos? ¿O quizá al director de orquesta que, batuta en mano, “ordena” que entren tales o cuales instrumentos, en plena interpretación musical, a cuyas órdenes obedecen los maestros todos a una? ¿O es que el fraile drogata hizo y deshizo en la película según le vino en ganas, sin atender a las “órdenes” del director? ¿Será que la memez la soltó el actor aún con el efecto residual del último colocón opiáceo?
 
          Sigamos desmenuzando el despropósito. Aparece en escena el sargento Jiménez (Javier Gutiérrez) -personaje de ficción, pues no existió-, individuo psicópata sanguinario que afirma que “matar envicia”, y que se pasa el tiempo conspirando contra el capitán Enrique de las Morenas (hasta que éste muere), al oído del teniente Martín Cerezo, que se lo permite. Sujeto que, de un machetazo, echando espumarajos por la boca, amputa el brazo a un desertor, y que, en su “coherencia”, comienza la película gritando ¡Viva España!, para terminar la misma espetando un “mierda España”. Dado lo despreciable del inventado personaje, que deseara que un cocodrilo se comiese al perro del capitán es una minucia. ¿A cuento de qué viene este personaje detestable? ¿A sumar al menosprecio que se vierte sobre los héroes de Baler en esta película? No veo otra razón.
 
          Desmenucemos más. Se presenta un teniente Saturnino Martín Cerezo como un hombre obcecado irracionalmente con no rendir la plaza. Tan obcecado que, antes del ataque tagalo, ya se muestra una escena en la que el capitán De las Morenas le dice a Cerezo, a modo de reproche visionario, “En la guerra hay dos tipos de militares, los que quieren medallas y los que quieren volver. ¿Cuál de ellos es usted?”, a lo que responde el interpelado que él es de los primeros. ¡Cómo no! Por tanto, el cineasta pone en boca de De las Morenas una afirmación contundente, que no deja lugar a otras posibilidades. Se me ocurre, por ejemplo, que un militar ame a su patria, y sea consciente de la responsabilidad que en él se deposita, tales como la defensa de la integridad de la misma y la seguridad de sus compatriotas. ¿O es que, quizá, no comprendan estos cineastas que haya hombres y mujeres con honor, y con orgullo de vestir el uniforme de nuestro Ejército, y enarbolar la bandera de nuestra Nación en nuestro suelo o en las misiones encomendadas lejos de España, sin pensar sólo en medallas o en volver a casa? Pues no, señores cineastas, los hay y son la inmensa mayoría. 
 
          Martín Cerezo, el de verdad, el auténtico, creyó falsas aquellas informaciones que apuntaban a que el Gobierno español había firmado un acuerdo de cesión a EE.UU. de aquellas ultimas posesiones en ultramar. Porque de no creerlas ciertas y haberse tratado de un irracional obsesionado con no rendir sus tropas, no lo hubiera hecho cuando, en efecto, encontró en la prensa una noticia que no podía haber construido el enemigo (la del nuevo destino de un amigo íntimo en Málaga). Por el contrario, se hubiese mantenido hasta acabar muerto o hecho prisionero. Sin embargo, el guionista dibuja un ser encorajinado, que dice haber deseado estar lejos de España. Un hombre malvado que mata de un disparo a una joven prostituta filipina que canta en la distancia, aturdiendo a la tropa. Martín Cerezo, ateniéndose a las ordenanzas en tiempos de guerra, ordenó fusilar a dos desertores. Pero dudo mucho que lo hiciese como se muestra en la película, cuando ellos duermen. Y para colmo de despropósitos, el soldado protagonista (que interpreta Álvaro Cervantes), exige al teniente que reconozca que los tagalos tenían razón, cuando el oficial le informa (a él antes que a nadie) que ha descubierto la noticia que le saca de dudas. Claro está, cómo no, el teniente, muy afligido, agacha la cabeza. Es entonces cuando el soldado le amenaza con que a su regreso a España contará lo que allí ha pasado y hará todo lo posible para que le echen del Ejército. Y allí queda, compungido, el humillado oficial del Ejército español. Así trata el cineasta a nuestro héroe, a un hombre con honor, que no hizo otra cosa que cumplir con su deber; así trata al teniente Saturnino Martín Cerezo.
 
          Y es que aquellos héroes de Filipinas no fueron tales, según se presenta en la película, puesto que desde un principio actuaron exclusivamente obligados por la obcecación del oficial al mando. Porque ésto es lo que se plantea en la cinta desde que se hace el primer disparo. “Somos cincuenta tíos acojonaos metidos en una iglesia”, afirma un soldado, que deserta a las primeras de cambio. “No vais a morir por España, no… ¡Vais a morir por imbéciles!”, grita el desertor desde las trincheras enemigas. Lindezas como “cobarde”, “inútil” y otras, dedicadas por el sargento Jiménez a los soldados, no paran desde que aparece este personaje, hasta la conclusión de la película. Los comentarios de los soldados, hombres humildes de finales del siglo XIX, parecen pronunciados por jóvenes imberbes del siglo XXI, que se cuestionan, desde un principio, qué hacen allí, lejos de sus casas. Ese es el planteamiento de Salvador Calvo, que afirma -como lo hacen algunos de sus actores- que su película es un canto al anti-belicismo. Y llegados a este punto, me pregunto por qué el señor Calvo, si quiere rodar una película con tal o cual mensaje -donde haya un personaje sanguinario y contradictorio, otro que se empecine sin sentido, y otros que actúen como le venga en ganas-, no escribe una historia, crea los personajes estrafalarios que se les ocurra, y la titula como le salga de las narices. Luego irán a verla cuatro o cinco, o miles, no sé. Pero no. Calvo, a sabiendas del tirón en taquilla que puede tener una película basada en tal Gesta, ávidos que estamos muchos españoles de ver cine donde se cuenten bien páginas de nuestra Historia, la utiliza a su libre albedrío, manipulando los hechos y ensuciando -una vez más de tantas otras en nuestro cine- la memoria de los héroes, menospreciando la Gesta de los últimos de Filipinas.
 
          Recomiendo la lectura del artículo de Miguel Ángel Noriega, "José Hernández Arocha, el héroe tinerfeño de 'Los últimos de Filipinas'", que se puede leer en la página web de la Tertulia Amigos del 25 de Julio, (www.amigos25julio.com), donde se reproduce la carta que Hernández Arocha escribió, 21 años después, a un camarada superviviente de Baler, el mallorquín Antonio Bauza Fullana. En la misiva, le dice el canario al balear:
 
                    “Tú sabes muy bien que durante los 11 meses que duró nuestro martirio que es increíble, éramos los amigos inseparables, que nos contábamos nuestras penas, nuestras desdichas, nuestros sufrimientos, nuestras calamidades y nuestras amarguras ¡que eran muchas por desgracia!
 
                   Me dices en tu carta que soy un héroe y que debo estar entre laureles porque es la flor con que debo estar adorado; tú también, amigo Fullana, debes estar aún más que yo entre laureles, porque fuiste un héroe de verdad, un valiente y un mártir de nuestra patria.
 
                    Yo recuerdo, amigo Fullana aquél triste y amargo día en que hallándose el destacamento muerto de hambre, dispuso nuestro Jefe don Saturnino Martín Cerezo (dices muy bien en tu carta) el mil veces héroe y mártir de la Patria, una salida al bosque de uno de nosotros para ir en busca de unas hojas de calabacera para poder comer aquel día tan amargo y tú al oír que era menester que uno se separara (lo que nunca) de nuestro lado, para traernos que comer, dirigiéndote al Teniente te oí decir: 'mi Teniente, yo voy en busca de comida para V. y para el destacamento; sí muero, bien está, es por mi patria, pero si escapo viviré satisfecho de haber salvado la vida de todos mis compañeros (…)”.
 
          Y concluye nuestro paisano:
 
                    “Ven lo antes posible a verme que quiero abrazarte. No sé si tendré fuerzas para ello porque estoy muy viejo pero me conformo con que tú me abraces y entonces los dos juntos, eso sí que tengo ánimo para hacerlo, daremos ese grito que tú dices quieres repetir y que mientras viva no lo olvidaré jamás y aún antes de morir si tengo alientos lo gritaré: ¡Viva España! José Hernández Arocha. Taco (Tenerife) 19 Octubre 1919." 
 
          ¿Es ésta la carta que escribiría un hombre desencantado o asqueado de una experiencia de tal calibre y de su comandante? 
 
          En Baler hubo héroes conscientes de lo que hacían, los últimos de Filipinas; los miserables y descerebrados están en otra parte. 
 
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